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Jueves, 31 de diciembre de 2015

Las fantasías, en casa

 Por Valeria Meiller *

Las chicas orientales de New York caminan por el Soho como fantasías pálidas, cargando sus bolsas de marcas caras, vestidas de beige en el invierno. O de negro, con largas túnicas que las cubren casi hasta las rodillas y pantalones ajustados. Apenas maquilladas, con el pelo lacio y pesado cayéndoles sobre los hombros. Entran a la boca del subte no como si entraran a la boca del lobo, sino como si se dejaran masticar por el mundo –al mismo tiempo temerosas y temerarias, heroínas suaves y perversas.

O sino: levantan la mano a la altura del hombro y paran un taxi amarillo como si acariciaran sin querer a los fantasmas de la moda, que las acosan sin alcanzarlas desde las vidrieras. El resto de nosotras somos las víctimas dulces de la suavidad de la seda, del volumen de diseño, de la sofisticación de las prendas únicas estampadas con laser. Pero ellas no: no son las mártires ni de los diseñadores ni del canon. La belleza les llega distinta, en la forma natural de los hábitos. Son las elegidas sin sacrificio, ellas, las chicas orientales.

Me doy vuelta cada vez. Me rendí, no me importa: mi fantasía, mi castigo. En los museos a veces se parecen a las protagonistas del manga. Llevan las medias altas, hasta las rodillas y blancas, kilts a cuadros y muy cortos, a veces una camisa que completa un look escolar; otras un buzo con una estampa de la cultura pop que hace que el conjunto viré hacia una zona novedosa. Sin completar nunca el estereotipo del turista, si fotografían algo es como si lo acariciaran con la lente. Son al mismo tiempo una fantasía infantil y siniestra, colegialas de oriente, dibujitos animados.

Una tarde en un museo de arte contemporáneo, alguien que no sabe lo que dice va a preguntarme al oído: ¿Por qué se visten así? Y va a señalar con los ojos a una chica alta, con el pelo negro larguísimo y un kilt a cuadros rojos y verdes. No tengo idea, le voy a responder firme, pero no tengo ninguna oposición. La imagen se va a grabar a fuego, en un lugar nuclear de la memoria –porque cuando una palabras las toca es como si las titulara en el reservorio de mi memoria fetichista. Otra tarde, en el distrito de diseño de una ciudad costera, veo bajar de un convertible rojo a una chica con un cuerpo casi de varón y los labios húmedos de lip gloss rosa. Lleva puesta una camisa blanca que se infla de aire, un órgano vital cerca del mar –una sirena en shorts de jean con una cartera Chanel, dándole las llaves del auto al chico del valet y caminando hacia la entrada de Max Mara. Ahí va de nuevo, zas, al corazón duro de la memoria, al lugar de las cosas que al mismo tiempo me reconfortan y me perturban.

Ahí donde también, el último mes, mi antiguo compañero de piso se mudó y la dueña del departamento me llamó avisándome que tenía una nueva inquilina. Trabaja conmigo, me dijo, es una chica muy dulce y está aprendiendo español, así que está encantada de vivir contigo. La dueña de mi departamento es española y su voz es la llave que abre la puerta donde Ji vive en mi imaginación: su cuerpo pequeño y su sonrisa dulce, su mirada rasgada paseándose en pantuflas por la casa –porque desde su llegada los zapatos están prohibidos. A todos sus pedidos voy a decir que sí, soy dócil como el algodón a sus demandas. Soy la esclava de mi compañera de piso oriental, es el precio de vivir en la misma casa que mis fantasías.

* Poeta, editora en Dakota, crítica y traductora. Publicó El recreo (El fin de la noche, 2010), Prueba de soledad en el paisaje (Mansalva, 2012 –en coautoría) y El mes raro (Dakota Editora, 2014).

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