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Domingo, 5 de mayo de 2002

ENTREVISTA

Renunciar al discurso cívico

De paso por Buenos Aires, Carlos Monsiváis conversó con Radarlibros sobre el fracaso del neoliberalismo y el lugar de la cultura en las contemporáneas sociedades latinoamericanas.

Sin temor a sonar exagerado, se puede decir que con la misma atención que se escucha la opinión de Edward Said sobre el tema palestino, se atiende a Noam Chomsky cuando despotrica sobre los atropellos norteamericanos o se presta atención a Beatriz Sarlo en sus pronunciamientos sobre casos de la actualidad argentina, Carlos Monsiváis es palabra esperada si de México se trata. Sin embargo, el autor de Aires de familia, que estuvo de visita en Buenos Aires participando de la Feria del Libro, llenando la sala y logrando momentos de fervor entusiasta entre sus lectores y colegas, descree profundamente de sus opiniones: “Ni yo estoy esperando en recibir mi opinión. Tardo en recibir mi opinión y mientras más tardo mejor me siento. Y me confundo, cuando escucho mi opinión. No me pasa lo mismo con las opiniones ajenas”. Aún así, en esta falta total de iniciativa mediática, Monsiváis es consultado. Tal vez porque hablar con él sea, entre otras cosas, un delicioso manjar dialéctico, que admite cualquier bebida como acompañamiento.
Usted dice que no le interesan sus opiniones, pero por la frecuencia en la que es consultado parece que a otros sí.
–Yo lo atribuyo a que conocen mi teléfono y sólo a esa razón. Ante muchas situaciones, dar una respuesta visceral puede ser exactamente la correcta, pero ante otras hay que tomar distancia. Si te exigen un punto de vista instantáneo, acabas por perder el punto de vista. Esto es lo que hay que evitar. Si me preguntan algo sobre un libro es quizá un poco más fácil porque tengo la posibilidad de una lectura. No es lo mismo con las situaciones tan cambiantes del país, que lo usual y lo previsible sea que uno conteste un disparate. Y aunque tengo vocación de coleccionista de disparates, prefiero que sean ajenos.
Parece que la activa participación de los intelectuales en la televisión mexicana no es del todo efectiva para mejorar las cosas. Usted está bastante presente.
–Me preguntan y después pasan mis respuestas en una frase de medio segundo, pero aparezco. Esto me llevó a practicar e intentar concentrar toda mi sabiduría en tres palabras y me he vuelto un experto en la enciclopedia de una frase consistente en dos palabras. En este momento todos los académicos están participando en televisión.
¿Cómo explica esto?
–No tengo explicación. Lo que tengo es un problema de insomnio muy grave y ojalá que sigan porque me lo estoy curando. Me enfrento en las noches en la pantalla con filólogos, geólogos, físico-matemáticos hablando de política, con una pasión enorme y con un discurso de lugares comunes. Aceptan cualquier cosa por salir en televisión, porque es constancia de vida académica. Si dicen que algunos que no salen tanto son mal vistos en sus universidades y casi ni les hablan...
¿Cómo nace este affaire entre la televisión y la academia?
–La televisión quiso prestigiarse y los académicos quisieron divulgarse. El resultado es que la televisión y los académicos fallaron en sus propósitos, pero están muy a gusto. Incluso cuando hay una semana sin un acontecimiento político estremecedor, hay discusiones sobre por qué no lo hubo y es muy bonito escuchar explicaciones del tipo “el imperialismoquiere quitarnos la continuidad de la protesta” o “el populismo tal cosa”. La conspiración se ha constituido en teología, y cuando hablo y no encuentro una conspiración, siento que estamos cayendo en el ateísmo. Dios nos libre.
Sé que además de coleccionar disparates, es un coleccionista de otras cosas.
–En cuanto a lo de ser coleccionista remito mi experiencia en su totalidad a lo escrito por Walter Benjamin. Siento que la acumulación va en contra del esencialismo o la austeridad o como se le quiera llamar a esa idea de tener propiedades recientes. Pero no puedo renunciar a esto: soy un coleccionista de tiempo completo, desde grabados, dibujos, fotos hasta gestos, frases y disparates, como le decía. En cuanto a los gestos, soy un admirador de las peleas de lucha libre y allí he visto los gestos de agonía más tremendos y maravillosos. Luego vuelvo a casa y los practico frente al espejo.
¿Cuál es la reflexión que le merece el permanente y “natural” contacto de los intelectuales mexicanos con la cultura popular? Por supuesto, comenzando con su caso en particular.
–No se olvide que tengo vecinos y que vivo en un barrio de clase media baja, aunque ya no sé si estoy diciendo algo con este tipo de designaciones porque ahora todo tiende a ser de clase media baja. Si uno ve en la trayectoria de la intelectualidad mexicana se puede apreciar esto que usted dice. El libro más leído de Octavio Paz, que es la gran figura de la alta cultura, es El laberinto de la soledad, y es un libro sobre cultura popular, donde indaga sobre la palabra chingada, la fiesta y otros elementos de la cultura. Lo mismo pasa con Carlos Fuentes en La región más transparente o el poeta Carlos Salinas. Es que México nace en el siglo XX con un acontecimiento que es drásticamente popular, además es vecino de Estados Unidos que es la industria popular por antonomasia y tiene la tendencia a masificarse y que todo se vuelva popular. La oligarquía en México no se ha privado de hacer casas ostentosas, pero con una sensación de culpa con respecto a su origen, aunque no por haber sido pobres sino por no saber de maneras. Todo es tan popular que decir que se tiene cercanía con lo popular es decir una necedad.
Sin embargo, esta cercanía no anula la tensión entre baja cultura y alta cultura...
–Claro que no, pero se da en otro lado: en el analfabetismo funcional frente a los reductos de la pasión cultural. Siempre los ha habido, pero hoy son cada vez más extremos. Como todo es audiovisual, hasta lo popular se ha visto afectado por este fenómeno, y hasta nos queda verlo con cierta nostalgia por sus formas antiguas. Ya la nostalgia puede ser paternalista o un ofrecimiento de supervivencia. Excepto la Virgen de Guadalupe o Pedro Infante, lo popular se transformó en lo que está en todas partes, fomentado en parte por los 14 millones que mexicanos que viven en Estados Unidos.
¿Podría analizar la decadencia de la cultura como fenómeno global, ya que tanto en España, ejemplo de modelo exitoso, como en países latinoamericanos, ejemplos de lo contrario, se registran situaciones similares?
–En el caso de lenguaje se puede observar esto. De “El Gran Hermano” en México, programa que no he visto por imposición autista, pero que todos me cuentan y es como si lo viera, se comenta la pérdida del lenguaje que padecen sus participantes, que han reducido su vocabulario a 500 palabras y no las usan todas para no gastarlas. Pero, también, los comentadores padecen esta ausencia con anterioridad. Acabaremos trasladando el lenguaje a los gestos: verlos es conversar, oírlos ya es reducirse. En todos los lugares que mencionábamos se está perdiendo la cultura del libro, y en España es notable porque en este momento tienen el mercado más fuerte ylos catálogos más completos. En México, por lo menos, un escritor es del que se sabe que escribe porque no es aquel que se lee. Que uno sea escritor en México les consta a unos cuantos y de segunda mano, por rumor, al resto.
¿Sólo es un problema de los jóvenes o tiene amplitud nacional?
–Ése es el problema: no es que sólo los adolescentes empobrezcan su vocabulario sino que cada vez más son los que se quedan en la adolescencia verbal. Oír a un político, a un clérigo, a un empresario, es enfrentarse con la pobreza del lenguaje en su expresión más nítida. Incluso se puede fechar el año en que leyeron el último libro. A un político de Acción Nacional, partido de derecha, le preguntan qué está leyendo últimamente y responde que se cambió de casa y que todos sus libros están en cajas y que no ha podido leer. ¿Hace cuánto se mudó?, insiste el reportero. “Ocho años”, responde y agrega: “Igualmente antes no leía mucho”. No hay más charlistas por miedo a alargar mucho y perderse el programa de televisión. Y el despoblamiento de los cafés no sólo debe a la prisa con la que se vive sino que hay actividades colectivas que se pueden realizar en la soledad más perfecta.
Acá se está hablando permanentemente del modelo mexicano como exitoso y soy un poco escéptica con esta categoría.
–Le agradezco el escepticismo porque me evita tener que cometer un acto de lesa patria. Me solidarizo con su escepticismo pero sólo por cortesía, aunque creo que está siendo suave en sus pronunciamientos porque quiere que sea muy tenue en mi cortesía. México es un desastre inigualable y no se trata de personas. Creo que los modelos no funcionan, aunque haya una cantidad de seres rapaces y especuladores que siempre encontrarán el modo de que les vaya bien. Lo que veo es una débâcle generalizada, el presidente Fox está en el momento más bajo de su popularidad y el siguiente será mañana y puede seguir bajando. El modelo neoliberal es un fracaso total y no hay manera de que lo recompongan.
¿Cuáles son las alternativas a este fracaso?
–Por ahora sólo se escuchan frases de compromiso y muy originales como “los jóvenes no tienen futuro” o “nos lo han confiscado”. Ante esto pongo una cara de asombro para no decepcionar a los decidores del lugar común. La gente trata con la teología de la autoayuda, que brinda la posibilidad de memorizar unas cuantas fórmulas o la búsqueda de salidas heterodoxas. A todas las reuniones a las que voy siempre hay dos o tres personas que se acaban de convertir a algo. Me la paso anotando credos.
Como decía Chesterton, los que no creen en Dios creen en cualquier cosa...
–Sí, pero se podría cambiar por los que no creen en cualquier cosa creen en Dios.
No en el caso de Chesterton.
–Bueno, pero su fervor católico fue tardío y como todos los conversos, vienen con una fe renovada. La fe gastada está en los que nacieron en ella.
Es notable en la conversación o en sus intervenciones públicas el uso del humor. ¿Cómo maneja este recurso?
–Yo no uso el humor. Es mi manera normal de proceder verbalmente. El humor lo pone o lo quita el que me está oyendo.
Pareciera que el otro lo pone siempre, porque resulta muy efectivo.
–No lo veo como humor sino como llamadas de atención para que no se duerman, en mi caso. Digo que no lo llamaría humor sino más bien de una visión rencorosa de lo que está sucediendo. Busco expresarme lejos del melodrama y renuncio al discurso cívico. Evito el consejo, el sermón y la lección académica.

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