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Domingo, 4 de julio de 2004

El iniciador

Por Carlos Gamerro

La literatura argentina nació violenta, política y realista. Violenta, porque fue escrita entre jadeos, en las pausas entre batallas o de la huida y el exilio; política, porque era concebida o al menos imaginada como instrumento y como arma, y realista, porque quienes la escribían carecían de tiempo para ensueños y veían con vergüenza ajena la espiritualidad –religiosa o supersticiosa– de los personajes privilegiados de sus ficciones o reflexiones, los gauchos. La literatura de los Estados Unidos tuvo un nacimiento más suave, por darse en un período de garantizada calma, de impetuosa prosperidad y de optimismo generalizado; aunque también nació vieja, nocturna y acosada de fantasmas.
Más que la violencia de afuera, la acechaban los demonios del alma; lo fantástico la domina en sus inicios y el realismo fue para ella una conquista tardía. Quizá por su carácter agitado, espasmódico, la literatura argentina de los comienzos no dispone de un autor capaz de constituirse en su suma y cifra (esto recién sucederá en el siglo XX, con Borges); Echeverría, Sarmiento y Hernández apenas alcanzan a formar entre los tres un autor completo; en los Estados Unidos, en cambio, la literatura nace entera en la obra de un hombre, que es el iniciador, el primero: Nathaniel Hawthorne.

Sus orígenes
Hawthorne nació el 4 de julio de 1804, y Henry James, en su ensayo biográfico sobre el autor, se encarga de señalar el valor profético de la coincidencia: “Un hombre que tuvo el honor de llegar al mundo nada menos que en el día en que la gran República sufre su más agudo ataque de autoconciencia... y es saludado por el tañido de campanas y el trueno de los cañones... recibe por esto el encargo de realizar algo grande”. James ya había visto cumplida la profecía: cuando él era todavía un niño, en ese país tiene lugar uno de esos florecimientos culturales comparables a los de la Atenas de Pericles, la Roma de Augusto, la Italia de Dante, el Siglo de Oro español y la Inglaterra Isabelina. En los años antes y después de 1850 escriben lo mejor de su obra Hawthorne, Poe, Melville, Emerson, Thoreau y Whitman; de todos, el iniciador es sin duda Hawthorne.
Pero a pesar de su auspicioso natalicio, Hawthorne no se convirtió en el heraldo de la joven nación, el luminoso cantor de las nuevas energías y la democracia (carga que finalmente iría a dar sobre los más robustos hombros de Walt Whitman). Las fuerzas más oscuras de la tradición y la sangre lo obligarían a ser el cronista de un nacimiento anterior: el oscuro nacimiento del alma aristocrática y puritana de la joven nación democrática y tolerante. En un cuento al menos, Hawthorne alegoriza la transición: Robin, el protagonista de “Mi pariente, el mayor Molineux”, llega del campo a la ciudad para ponerse bajo el ala del mayor, pariente suyo, al que busca infructuosamente a lo largo de una noche onírica como pocas en la literatura, hasta encontrarlo cubierto de alquitrán y plumas y montado sobre una viga, expulsado del pueblo por quienes algún día se levantarán también contra el poder real. Robin termina uniéndose al escarnio de su pariente, y al hacerlo está cortando sus lazos con el pasado, reemplazando el viejo ideal europeo (los privilegios de la cuna) por el de “hacerse uno mismo” de la nación futura. Pero a pesar de la moraleja, Hawthorne era menos hijo del 4 de julio de 1776 que del 21 de noviembre de 1620, día en que el “Mayflower” ancla con la primera carga de puritanos en las costas de Nueva Inglaterra. William Hathorne, su primer ancestro americano, llega a Massachusetts en 1630, y en palabras de su descendiente “fue soldado, legislador y juez; fue rector de la iglesia; tenía todos los rasgos puritanos, tanto buenos como malos. Fue también un acervo perseguidor, como bien lo saben los cuáqueros, que cuentan el incidente de su dura severidad con una mujer de su secta, que serárecordado, me temo, más que todos sus buenos actos”. Su hijo John no hizo sino perfeccionar las virtudes del padre, convirtiéndose en uno de los jueces de los procesos de hechicería (es el Juez Hathorne de Las brujas de Salem de Arthur Miller). “Tan conspicuo se hizo en el martirio de las brujas –cuenta su descendiente–, que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha sobre él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, si ahora no son polvo.”
Con ancestros tales, y en el mismo pueblo de Salem donde vivieron y mataron, Nathaniel Hawthorne nació en 1804, habitando la antigua residencia familiar, de la que apenas salía, sus primeros treinta y dos años. Se sabía marcado por un doble estigma: ante el mundo, la vergüenza de sus ancestros despiadados: “No sé si a mis mayores se les ocurrió pedir perdón al Cielo por sus crueldades; yo, ahora, lo hago por ellos y pido que cualquier maldición que haya caído sobre mi raza nos sea, desde el día de hoy, perdonada”. Y ante sus ancestros, el de verse a sí mismo como el justo castigo de todos sus pecados: “¿Qué es? –murmuran unas a otras las sombras grises de mis ancestros–. Un escritor de cuentos. ¿Qué clase de trabajo, qué modo de glorificar a Dios, de ser útil a la humanidad es ése? ¡Tanto daría que fuera violinista, el degenerado!”. Esta idea de que la decadencia de una próspera familia burguesa engendra, hacia el final de su agotado linaje, la delicada y tierna flor del arte, y la vergüenza del artista ante la mirada de sus ancestros, reaparece casi idéntica en la obra de Thomas Mann (en Buddenbrooks y Tonio Kröger) y con algunas modificaciones, en Borges (“No haber caído,/ Como otros de mi sangre,/ En la batalla./ Ser en la vana noche/ El que cuenta las sílabas.”)

El más amado
Borges cita a Johnson en su ensayo “Nathaniel Hawthorne” para decir que “a ningún autor le gusta deber nada a sus contemporáneos”. Sin embargo, los contemporáneos de Hawthorne lo veneraban y amaban, y no es posible encontrar en sus escritos asomo de animosidad y envidia. “El estilo más puro, el gusto más fino, la erudición más accesible, el humor más delicado, el más conmovedor pathos, la imaginación más radiante, el ingenio más consumado”, se embelesa el severo Poe. “Una ternura tan profunda, una simpatía sin límites con todas las formas del ser, un amor tan omnipresente”, sube la apuesta Melville; y no se quedan atrás los sucesores: “delicado, afectuoso, encantador”, repite una y otra vez Henry James. Hawthorne es poseedor de una cualidad no tan común en los autores más admirados: es, como Thomas De Quincey, como Oscar Wilde, y como –único entre los monstruos– Cervantes, un autor querible. Uno de sus rasgos más celebrados, su exquisita sensibilidad hacia la luz (física o moral), se revela en cualquiera de sus páginas, nunca tan bien, quizá, como en aquellas de su ensayo “La aduana”, capítulo introductorio de La letra escarlata.
Allí sugiere que la luz más adecuada para dedicarse a la creación literaria es la combinada por el fuego del hogar y la lunar que entra por la ventana. A la luz de la luna las cosas se ven, como de día, en sus más mínimos detalles, pero “espiritualizadas por la luz inusual, pareciera que pierden su sustancia y se vuelven creaciones del intelecto... La habitación familiar se ha vuelto un territorio neutral, a medias entre el mundo real y el de los cuentos de hadas”. Y la cálida luz de un fuego de carbón “se confunde con la fría espiritualidad de los rayos lunares e infunde el corazón y la sensibilidad de la ternura humana a las formas que la imaginación va convocando... Si un hombre, en una hora como ésta, solo en la habitación, es incapaz de soñar cosas extrañas, y hacer que parezcan reales, entonces puede olvidarse de escribir romances”. Estos párrafos sirven también como instrucciones para la lectura, porque Hawthorne es uno de esos autores que, como De Quincey, siempre deberían leerse en un sillón junto al fuego de un hogar a leña.

El otro yo
Y sin embargo, este hombre luminoso y delicado estaba hecho, también, de la oscuridad más impenetrable. “A pesar del soleado veranillo que habita el lado de acá del alma de Hawthorne –escribe Melville–, el otro lado se ve envuelto en una diez veces negra oscuridad.” Y agrega: “Es la oscuridad de Hawthorne lo que más me sujeta y fascina... Este enorme poder de oscuridad que hay en él deriva de la noción calvinista de la innata depravación del hombre, del pecado original... Y ningún escritor ha blandido esta horrible idea con tanto terror como este inofensivo Hawthorne”. Una moral engendrada por una religión fundamentalista suele tener la capacidad de autoperpetuarse mucho tiempo después de que la religión original haya muerto o se haya debilitado, incluso entre hombres de otras religiones y tierras. Tal el caso de la doctrina calvinista de la predestinación, que sostiene que todos merecemos el fuego, y que Dios (en su infinito capricho, más que misericordia) ya ha elegido a quienes han de salvarse, y ha pasado por alto (“preterición” es el nombre técnico de esta divina distracción) a quienes irán al infierno. No es difícil detectar los ecos de esta doctrina en la moral cotidiana de los estadounidenses: en los conceptos de born winner y born loser (ganador de nacimiento y perdedor de nacimiento, respectivamente); en el estigma moral que se asocia a los que fracasan; en esa cualidad que William Burroughs (otro incansable inquisidor del alma puritana) consideraba las más insidiosa de las adicciones: la adicción a tener siempre razón y a sentir que lo que uno hace es siempre lo correcto: el self-righteousness (término que, como carecemos de la figura moral equivalente, no tiene traducción en nuestra lengua).
Hawthorne encarna esta moral puritana, y a la vez la abomina; la lleva en la sangre, la conoce como un enfermo a su enfermedad incurable, y jugando con esta materia –peligrosamente, como quien juega con fuego– dio forma a varios de sus cuentos y a su más conocida novela, La letra escarlata. El argumento es conocido: una mujer inglesa, recientemente llegada a la colonia de Massachusetts, tiene una niña que no puede ser de su ausente marido. Los severos puritanos la obligan a llevar una letra A (de adúltera) cosida sobre el vestido, a la manera que luego popularizarían los nazis, con símbolos análogos. El marido, que llega al pueblo ocultando su identidad, decide dar con el otro culpable, y una vez que sus ojos de predador se fijan en el reverendo Dimmesdale, lo persigue con el fanático encarnizamiento de Ahab a la ballena, hasta obligarlo a revelar la letra A que éste también porta, grabada sobre la carne. La letra escarlata es la primera novela norteamericana, que, según James, “pertenece a la literatura y por vez primera nos permite enviar a Europa algo de calidad tan exquisita como cualquier otra que hayamos recibido”, y leerla provee -aún hoy– la mejor llave para entrar en ese exótico mundo de la moral estadounidense, en el cual una nación entera es capaz de discutir si su presidente debe o no ser destituido por jugar al dip con un puro y una becaria, y sólo consiente en “perdonarlo” cuando lo ha confesado públicamente, y con lujo de detalles.

Con el Diablo en el cuerpo
Si hay un hilo negro que recorre la obra de Hawthorne, es la sospecha (o convicción) de que la busca de Dios –sobre todo en el fanatismo y la intolerancia– lleva al encuentro con el diablo, y que los puritanos, en su celo por expulsarlo del mundo, habían terminado por arrojarse a sus brazos, y en ninguno de sus escritos logró plasmarla como en “Young Goodman Brown”, relato que Melville (con justa razón) consideró “tan profundo como Dante”. El joven Brown se despide un tarde de su joven esposa Faith (“Fe”) y se interna en el bosque nocturno donde tiene una cita con el diablo. Se siente el primero de su raza en dar este paso, y se pregunta qué pensarían su abuelo y padre, o los hombres y lasmujeres piadosos de su aldea. El diablo le informa que todos ellos han recorrido este camino antes, y al mirarlo bien, el joven Brown reconoce en él los rasgos de su propio abuelo. Llegan finalmente a un aquelarre que se celebra en el medio del bosque, donde se mezclan la brujería india con el culto satánico, los hombres y mujeres más píos de la aldea con sus habitantes más disolutos e inmorales, a cuya cofradía Brown y su esposa serán esa noche iniciados. “Aquí –dice el diablo–, están todos aquellos que desde la infancia habéis reverenciado. Creísteis que eran más santos que vosotros, y os avergonzasteis de vuestros pecados, al compararlos con sus vidas rectas y aspiraciones celestiales. ¡Y sin embargo aquí están todos, venerándome! Esta noche tendréis acceso a todos los crímenes secretos; sabréis cómo los mayores de la iglesia, con sus barbas entrecanas, susurraron palabras de malicia en los oídos de sus jóvenes criadas; cómo muchas señoras, ansiando los atavíos de la viudez, dieron a sus esposos una bebida a la hora de acostarse, permitiéndoles dormir el último sueño en sus regazos; cómo apuraron jóvenes imberbes la hora de heredar las riquezas de sus padres; cómo hermosas damiselas cavaron pequeñas tumbas en sus jardines, convocándome, como único invitado, al funeral de un infante. Por la simpatía que vuestros corazones humanos tienen para con el pecado, os será dado olfatear todos los lugares donde se ha cometido un crimen, y exultantes obtendréis la visión de la tierra entera chorreando de culpa, convertida en una poderosa mancha de sangre... Ahora por fin, estáis desengañados. El mal es la naturaleza del ser humano. El mal será vuestra única felicidad. ¡Bienvenidos una vez más, niños míos, a la comunión de vuestra raza!”
Brown no se deja tentar, y grita a su esposa: “¡Faith, Faith, eleva los ojos al Cielo y resiste al malvado!”. El aquelarre se esfuma como un sueño, y Brown se encuentra solo en medio del bosque. Todo está pronto para un final feliz, pero Hawthorne tiene otra cosa en mente. “¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque, y fue apenas un sueño salvaje el aquelarre? Que así sea, si así lo prefieres. Pero fue un sueño de mal agüero para el joven Brown. Se volvió un hombre severo, triste, desconfiado, hasta desesperado... Y tras muchos años de vida, cuando su cadáver, blanco como la escarcha, fue llevado a la tumba, seguido por Faith, una anciana, sus hijos y nietos, una virtuosa procesión que también incluyó a muchos vecinos no grabó palabras de esperanza sobre su lápida, pues la hora de su muerte fue de sombría desesperanza.” En otras palabras, lo mismo da que haya sido un sueño o una experiencia real: lo decisivo es que Brown cree ahora en la maldad innata del hombre, y un velo oscuro lo separa para siempre de sus semejantes, pues la doctrina proclamada por el diablo no es otra que el credo puritano, y Brown se ha convertido, finalmente, en la más triste clase de hombre que la humanidad se ha permitido crear: un puritano de alma. Hawthorne nos ofrece así dos relatos: uno admite una explicación psicológica (el sueño); el otro, sobrenatural (el encuentro con el diablo), y es así el precursor de Otra vuelta de tuerca de Henry James, acechado por análogos fantasmas.

Contar el cuento
Poe, en varios artículos publicados entre 1842 y 1847, descubre en Hawthorne la forma ideal del cuento que él practicaba, aprobando todo salvo la tendencia a alegorizar. “La emoción más profunda que despierta en nosotros la más lograda de las alegorías, en tanto alegoría, es el sentido apenas satisfecho de que el artista, con su ingenio, ha superado una dificultad que hubiéramos preferido no se tomara el trabajo de acometer”, sostiene Poe a propósito de su maestro. Es comprensible: a fin de cuentas Poe es Hawthorne sin la alegoría, y difícilmente se encontrará mejor ejemplo de lo que va de uno al otro que en la lectura que Poe hace de “El velo negro del pastor”. En este relato el pastor de un pueblo de Nueva Inglaterra decide un buen día, sin motivoaparente, cubrir su rostro con un velo oscuro. Ese mismo día entierran a una joven. Hawthorne, como era su costumbre, explicita el sentido del relato al final: “¿Por qué tiemblan al mirarme? ¡Tiemblen al mirarse unos a otros!.. Cuando el hombre no se oculte, en su vanidad, del ojo de su Creador, atesorando el repulsivo secreto de su pecado: entonces considérenme un monstruo, por este símbolo bajo el cual he vivido y he de morir. ¡Miro a mi alrededor, y sobre cada rostro, veo un velo negro!”.
Poe, en cambio, afirma que esta pobre moraleja es para la gilada, que creerá que “la moral puesta en boca del pastor nos da el verdadero sentido del relato; pero sólo las mentes afines a la del autor advertirán que se ha cometido un crimen de oscuro tinte (que se refiere a la `joven’ enterrada)”. Poe lee la alegoría moral como cuento policial, y así convierte el relato de Hawthorne en un precursor de la serie Dupin.
Faulkner no abunda en homenajes explícitos a Hawthorne, quizá porque su obra entera constituye uno tácito. Se parecen hasta en los mínimos detalles: Hawthorne agregó una w al antiguo apellido Hathorne, Faulkner una u al ancestral Falkner; ambos crecieron en las únicas sociedades aristocráticas en decadencia que los EE.UU. conocieron; en los dos el pasado echa sobre el presente una doble carga (la del pasado esplendor, la de los crímenes que se cometieron para alcanzarlo) y lo ahoga –porque el esplendor ha pasado pero permanece el pecado–: la persecución de las brujas en Hawthorne, la esclavitud en Faulkner. La descripción de la antigua mansión de los Pyncheon en La casa de los siete tejados, situada en la calle que ha pasado de ser la más elegante a la más sórdida, donde la última descendiente se oculta de la vista del pueblo, reaparece en “Una rosa para Emily”, quizás el mejor cuento de Faulkner, y la decadencia de los Pyncheon es modelo para la de todas las familias aristocráticas de Faulkner: los Sartoris, los Compson, los Sutpen... ¡Absalón! ¡Absalón! puede parecer un intento de reescribir La casa de los siete tejados, que tras un primer capítulo formidable cae víctima de la tendencia de Hawthorne (señalada, entre otros, por Henry James) de convertir a su personajes en cuadros estáticos.
De las fantasmagorías de Hawthorne son también hijas directas las surrealistas visiones de guerra de Ambrose Bierce, y el horror de un mundo de adictos (a las drogas, al poder, al dinero, a la religión) de William Burroughs. La capacidad generativa de Hawthorne es tal que no se limita al campo de la ficción. Si ubicó a sus propios ancestros en la casa de los siete tejados, mudando el apellido familiar de Hathorne a Pyncheon, unos cien años después un Pynchon (otra vez el escamoteo de una letra culpable), descendiente a su vez de una antigua familia puritana, escribiría una serie de novelas de potencia comparable, en una de las cuales, El arcoiris de gravedad, nos encontramos con una antigua familia puritana, los Slothtrop, que desciende de un ancestro rebelde, autor de un tratado sobre la centralidad de los preteridos en el mantenimiento del equilibrio moral del universo humano.
En “El acercamiento a Almotásim”, Borges imagina un hombre de luz cuyo reflejo, atenuado al ir pasando de alma en alma, es sin embargo todavía perceptible en aquélla de hombres viles, e induce a un peregrino a remontar esta progresión descendente en busca de la luz originaria. Un peregrino literario de análogo ánimo puede comenzar por un destello de belleza en un autor cualquiera, aún uno malo, y perseguir este reflejo huidizo por caminos cada vez más luminosos, hasta llegar a Borges, Onetti, o García Márquez; Burroughs, Pynchon o Arthur Miller, caminos alternativos que inevitablemente confluirán en las grandes avenidas de Faulkner, Bierce, James, Melville y Poe, y al cabo de su peregrinación tendrá acceso a la estancia donde lo espera Hawthorne, sentado en su sillón, irradiando la luz conjunta de la luna y de las ascuas; quienes en cambio decidan partir de un exiguo pozo de sombra, en busca de una oscuridad cada vez másimpenetrable, también llegarán al final del recorrido al mismo sillón y al mismo hombre.

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