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Domingo, 22 de agosto de 2004

EPISTOLARIOS

Un amor calvinista

Las cartas de amor que Ítalo Calvino le envió a su amante Elsa de Giorgi han salido a la luz, contra la voluntad de los corresponsales. Los principales diarios italianos aprovecharon el caso para amenizar la canícula europea con acusaciones políticas cruzadas.

 Por Ariel Magnus

Entre las incontables cartas de Italo Calvino (1923-1985) que reúne el epistolario de 1600 páginas publicado por Mondadori hay una del 30 de abril de 1955 dirigida al colega y editor Elio Vittorini en donde Calvino defiende la novela El coetáneo de Elsa de Giorgi (1915-1997). “El libro debe ser leído como las Memorias o los Epistolarios de las damas del setecientos, en donde la mundanidad, el salón, es un dato de partida que no puede no ser aceptado y a través del cual se presenta la crónica de la cultura, la política y la ‘pasión del siglo’. Todo lo que dices sobre el acopio de adjetivos y atributos es justo; a lo que habría que agregar un mar de superlativos que yo le hice tachar por entero. Pero es un hecho que este tipo de dama vive en superlativo.” Una escueta nota de la cronología aclara que ese año Calvino “comienza un romance con la actriz Elsa de Giorgi”. Un romance, calla la edición, que habría de durar tres años y del que quedarían cientos de cartas. Censuradas, tal vez, y no precisamente por falta de espacio.

Los amores difíciles
“En los últimos años estuve consolidándome en una polémica antivitalística”, escribe Calvino (soltero, 32) a Giorgi (casada, 40), “anduve defendiéndome de cualquier sugestión que no fuese controlada y racional, y ahora, cuando estoy preso de este nuevo amor que se encadena como una fuerza de la naturaleza, me siento compelido más que nunca a participar de todas las manifestaciones que tengan un sabor de vida lo más conciso posible, de alta noche, de frenesí, de pasión”. Frenéticamente apasionado, Calvino llegaba a escribirle a su “paloma”, su “rayo de sol”, hasta dos cartas por día, eróticas como las de James Joyce a Nora Barnacle, poéticas hasta la cursilería, felices, desesperadas. “Cara, levadura de mi vida, color de mi retina, perfume, sol, cuando te poseo me parece que siempre he de caminar por sobre el mundo como si anduviese a caballo”; “no sé qué hacer para apagar este infinito deseo de besarte, de comprimirte, poseerte, amor, donna mía, ídolo, dolor”; “un amor legendario, petrarquista, el nuestro”.
Calvino no sólo consiguió que la editorial en donde trabajaba de lector (Einaudi) publicara la novela de su amante clandestina (que ella dedicó a su marido), sino que confiesa en sus cartas una influencia literaria inversa: “Amor mío, nunca habría pensado que enamorarme de ti pudiese incidir tan profundamente en mí, al punto de tocar, de abrir una crisis incluso en la instrumentación técnica de mi trabajo, en mi estilo”. De hecho, fue a esa misma “Paloma” que le dedicó por esos años su libro El barón rampante (1957), y a ese mismo “Raggio di sole” (anagrama imperfecto de Elsa de Giorgi) sus Cuentos populares italianos (1956). Pero ¿quién era la donna que logró desestabilizar emocional y hasta estilísticamente a este autor con fama más bien de libresco y retraído?

La condesa obesa
Cuando conoció a Calvino, la actriz Elsa de Giorgi, conocida por Te amaré siempre (Mario Camerini, 1933) y otra veintena de películas, ya se dedicaba al teatro y había pasado a ser condesa. “La contessa marcusiana y algo obesa”, como la definía Rafael Alberti, según recuerda el escritor catalán Terenci Moix (1942-2003) en un artículo publicado en El País. Dice Moix: “A Rafael le divertía extraordinariamente aquella dama exuberante, hiperbólica, que en los años treinta había conocido un instante de gloria como rubia ingenua de las películas de teléfonos blancos. Pregonaba constantemente que había inspirado algún personaje femenino de Italo Calvino –su amante supuesto–; se definía como ‘donna di cultura’ y le gustaban los intelectuales más que a un tonto un rotulador. Publicó libros, tuvo un consultorio erótico en una teúve de su propiedad y se contaba entre las damas que protegieron a Pasolini. Muchos años después, él le dio un papel en Saló o los 120 días de Sodoma. Era una de las tres celestinas perversas. Rafael tuvo tiempo de reír agusto: ‘¡Por fin Elsa ha conseguido realizar su sueño: enseñar el culo a todos los italianos!’”.
Elsa debía el título a su matrimonio con el conde Sandrino Contini Bonacossi, un partisano hijo de un comerciante de objetos de arte que se había hecho rico durante el gobierno fascista. En julio de 1955, cuando el affaire con Calvino estaba en sus dulces comienzos, Bonacossi desapareció sin dejar huellas. Reapareció en 1956 con una carta desde Norteamérica en la que declaraba a Elsa su heredera universal. Veinte años más tarde se colgó en su casa de Washington. Para esa época ya se había separado de Elsa y la había borrado de su testamento. La última película de la diva que había trabajado para Pasolini, Visconti y Strehler (Pussière de diamant, de Fahdel Jaibi y Mahmoud ben Mahmoud, 1992) deja sospechar que su situación económica no era holgada. Tal vez fue eso lo que la llevó a vender las cartas comprometedoras en 1994, luego de utilizarlas en su novela He visto partir tu tren (1992). El Fondo de Manuscritos de Pavia recibió el material con la expresa prohibición de darlo a conocer en los próximos 25 años.
Políticas del amor
“Por caminos no necesariamente institucionales”, Stefano Paolo tuvo acceso a las cartas e hizo públicos sus descubrimientos (“¿Un hecho privado? No, un hecho público; por muchos motivos, literarios y culturales”) en dos artículos aparecidos en el Corriere della Sera el 4 y 5 de agosto pasados. El 7, La Repubblica publicó una irritada reseña de este “espionaje por el ojo de la cerradura”, y al día siguiente el Corriere calentó la discusión acusando a La Repubblica de creerse dueños de la cultura. Desde que cayó el fascismo, acusa Ernesto Galli della Loggia del Corriere, la izquierda italiana tiene el monopolio de la cultura, decide qué cosa es bella o no, democrática o no, y cuándo y cómo deben ser publicadas las noticias. En su inmediata réplica, Eugenio Scalfari (fundador de La Repubblica) le quita importancia al hallazgo (el amorío no era un secreto para nadie), acusa al Corriere de violar el copyright de los herederos de Calvino, establece que nada de eso ayuda a conocer mejor la obra del autor (Calvino asiente desde su tumba) y resta todo valor literario a las cartas: “Italo, conociendo la predilección de su amante por un cierto género de misivas adoradamente erótico, escribió esas cartas más con la mano de Elsa que con la propia”. A renglón seguido, se ocupa del antiguo complejo de inferioridad de la derecha respecto a la supuesta hegemonía cultural de la izquierda y aprovecha para recordar que la televisión nella sua totalità es patrimonio de Berlusconi. Al otro día apareció la respuesta del Corriere mofándose de los celos de La Repubblica por haberse perdido la primicia, insistiendo en la dictadura cultural del PC italiano y anunciado que ya la misma discusión muestra que esa hegemonía está llegando a su fin...
Las cartas de amor han devenido así en artículos de guerra, de un romance privado se hizo un debate político. O como decían ya hace años los maestros de París: “Todo es político, empezando por las cartas a Felice”.

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