libros

Sábado, 11 de mayo de 2002

RESEÑA

Días de radio

Creía que mi padre era Dios
(Relatos verídicos de la vida americana)
Paul Auster
Trad. Cecilia Ceriani
Ed. Anagrama
Buenos Aires, 2002
528 págs., $ 33

 Por Juan Forn

En mayo de 1999, los conductores del programa Weekend All Things Considered le propusieron a Paul Auster que colaborara regularmente con ellos, leyendo un cuento al mes. Auster aceptó reformulando la propuesta según una idea que le dio su esposa Siri Hustvedt: que los cuentos leídos no fueran suyos sino de oyentes. Los relatos debían ser verídicos y breves (no más de tres minutos de duración). Ninguna restricción, salvo que revelaran, cada uno a su manera, “las fuerzas desconocidas, grandes y pequeñas, trágicas y cómicas, que intervienen en nuestras vidas”. Ese esfuerzo colectivo permitiría conformar “un museo de la realidad estadounidense”, según Auster. A lo largo del año siguiente, la emisora recibió más de cuatro mil relatos, cosa que llevó a Auster, luego de seis meses de lecturas radiales, a “hacer justicia al proyecto” reuniendo los 180 más memorables en un libro editado y prologado por él, con el título Creía que mi padre era Dios.
Uno de los hallazgos de este libro es que los autores no son ni quieren ser escritores, tal como queda en evidencia en el modo en que se “firma” cada relato: solamente con el nombre de quien lo envió y el lugar desde donde lo hizo. Lo que el libro exhibe con sobriedad y nitidez es ni más ni menos cómo cuenta una historia una persona cualquiera.
Lo interesante, lo provocativo que tiene esta premisa –personas cualesquiera contando una historia– es que permite ver “el otro lado” de esa legendaria tradición de contar que caracterizan a la literatura y al cine norteamericanos: el modo en que ha incidido esa pasión en su enorme y anónima masa receptora, cuando le dan la palabra. Auster no elige el más feliz de los recortes al dividir el libro en diez salas de ese Museo de la Realidad Estadounidense: “Animales”, “Objetos”, “Familias”, “Disparates”, “Extraños”, “Guerra”, “Amor”, “Muerte”, “Sueños” y “Meditaciones”. Además de poco feliz en su arbitrariedad, crea expectativas panorámicas que los textos no alcanzan a cumplir. La primera sección ni siquiera merodea esa relación patológica de los yanquis con las mascotas. Lo mismo puede decirse de la segunda sección: brilla por su ausencia el fetichismo consumista que los norteamericanos han contagiado al mundo entero.
Con la sección “Familias” cambia drásticamente el registro y empieza lo mejor del libro, junto con los apartados dedicados a extraños (léase “desconocidos que nos llamaron la atención”) y a la guerra: la brevedad exigida por la radio no atenúa, y en muchos casos potencia el relato, equilibrando la crudeza de una anécdota aislada con lo que flota entre líneas, vívido precisamente por su ausencia. Acá sí que irrumpe esa dimensión casi mítica de la realidad norteamericana que su mejor literatura y su mejor cine supieron capitalizar. Cito sólo un ejemplo: hay una familia de padre viudo con cinco hijos entre los trece y diecinueve años, que parten a una casilla en la playa a embrutecerse de alcohol, para borrar un poco de sus retinas que su madre acaba de morir estrangulada en su propia casa cuando ninguno de ellos estaba. Pero el centro neurálgico del relato es lo que beben, tirados en la arena mirando el mar, cada uno con su trago, desde el mayor al menor. El cuento termina así: “Eso fue en 1980, aunque resulta difícil de creer porque sé que todos seguimos allí, meciéndonos hacia delante y hacia atrás, dejando pasar el tiempo, mientrasesperamos que las cosas mejoren” (firmado por Lucy Hayden. Ancram, Estado de Nueva York).
No es casualidad que en estas tres secciones sea donde abundan esas genialidades espontáneas que al escritor “profesional” suelen costarle sudor, y hasta sangre y alguna lágrima. Hay desde párrafos de apertura memorables (a riesgo de teñir al libro una morbidez que no tiene, cito este ejemplo: “Fue el año en que mi madre dejó de beber, así que fue dos años después que un conductor imprudente atropellase a mi hermana y la matase, un año después que mi padre muriese de un infarto en la escalera de casa, y ocho meses después que mi hermano muriese de sida, a dos meses de confesarnos su enfermedad”) hasta remates completamente telegráficos, donde en la última línea el cuento se dispara como chicotazo en una dirección completamente a contrapelo de donde creíamos, pasando por detalles revelados casi al pasar y bien avanzado el relato que producen el mismo efecto. Hay descripciones memorables (dice una viejita que cuenta un viaje con una amiga: “Entre las dos sumábamos tres ataques cardíacos, tres operaciones de cataratas, enfisema, artritis y un ataque de apoplejía; pero ningún audífono”), hay personajes memorables (en un hospital, un tipo que se corta las uñas y las guarda en un frasco después se las da a su novia, para que ella pueda despuntar el vicio de comerse las uñas, sin arruinarse las manos, que a él le encantan) y también hay momentos involuntariamente memorables (en un cuento de guerra, un tipo confiesa muy circunspecto cómo defendió, contra viento y marea, durante los años que pasó en un campo de concentración japonés, el reloj que le había regalado su madre, al que se le superpone sin remedio el hilarante episodio de Pulp Fiction protagonizado por Christopher Walken).
Después la cosa decae. La sección “Amor” y la sección “Sueños” son “territorio tomado” por esa fascinación convertida en vicio de Auster por las “casualidades simétricas”. En cuanto a los relatos de “Muerte”, decir que parecen salidos de un libro de Víctor Sueiro no sería un exceso. Auster deja para el final, y como acumulados al fondo en un bloque de “no cumplieron los objetivos pero merecen estar”, las “Meditaciones”. La sección tiene catorce relatos y ocupa casi cincuenta páginas. Uno de ellos es una reflexión sobre el martini (“Un sorbo de ese solvente frío como la lluvia de invierno y seco como el desierto, y el pasado y el futuro colisionan y cristalizan en un momento único: el presente”), otro es un monólogo increíble de una homeless de Arizona que se enorgullece de mantener su aspecto de persona burguesa (y así circular sin llamar la atención en museos, bibliotecas y demás lugares gratuitos “de bien”). El resto es bochornosamente americano en su peor acepción: superficial hasta el tedio, correcto hasta la asepsia, intolerante hasta la arcada. Podría decirse que en esta sección es donde Auster logra ese dichoso Museo de la Realidad Estadounidense que tanto pretendía.
Aquellos que le tienen un poco o bastante tirria a Auster lamentarán que haya recaído en él la tarea de darle forma de libro a esta formidable premisa, y no en alguien de intereses y apetitos más “omnívoros” (recordemos: había cuatro mil relatos para elegir): desde un Bellow a un Carver, desde un Mailer a un Cheever, por citar algunos nombres. Seguramente ellos hubieran incluido algo de sexo (que en el Museo de la Realidad Auster brilla por su ausencia) y un poco de carcajada (siendo Estados Unidos el país que reformuló la figura del monologuista en el stand-up comedian). Pero hay que ser justos: los méritos reivindican con creces los aspectos menos felices de Creía que mi padre era Dios. Y eso se aplica tanto para el interesado en las diversas variantes del género documental, incluyendo sus mestizajes literarios, como para aquellos que andan añorando una dosis de eso que le provocaban “aquella” ficción y “aquel” cine norteamericano de hasta hace unos años.

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