libros

Domingo, 10 de octubre de 2004

NOTA DE TAPA

Desde los 60

Liliana Heker pertenece a una generación signada por los libros y la política. Desde los años ’60 se ha ido abriendo paso como una voz femenina y singular en territorio de escritores varones, y ha generado o participado en más de una polémica literaria (desde aquella recordada discusión con Cortázar hasta el debate alrededor de su novela sobre la represión). La reciente reedición de toda su obra de ficción en Punto de Lectura (Cuentos completos, Zona de clivaje y El fin de la historia) es una buena ocasión para repasar las marcas más personales y las huellas de la historia en una autora que se ha destacado como cuentista de raza y como audaz novelista.

Por Guillermo Saccomanno

“¿Cómo hablar de nuestra generación sin hablar de libros? Se podría trazar un itinerario de nuestras almas nombrándolos uno a uno.”
Así reflexiona Diana Glass, escritora de apellido salingeriano y voz narrativa de El fin de la historia. Este subrayado es crucial a la hora de analizar, además de la narrativa completa de Heker, en especial todos sus cuentos escritos y publicados desde 1966 hasta el presente. Que su primer libro de ficción se haya publicado en esa fecha, cuando asalta el poder el partido militar, es una marca que sellará además de toda su obra, también toda la literatura de una generación que asomaba entonces desde la izquierda y lo hacía con una precocidad narrativa formidable mientras el peronista Leopoldo Marechal estaba proscripto en vida en un departamento de Once, y Cortázar, su defensor estético, ya estaba en París.
Nombremos: Abelardo Castillo, Ricardo Piglia, Miguel Briante, Germán Rozenmacher, Héctor Lastra, entre otros, integran la nueva corriente que mirará tanto al peronista clandestino como al afrancesado de izquierda. Si aposentarse en Sur o colaborar en el rotograbado de un diario patricio es de tilingos, cuando no de cipayos, pertenecer a Hoy en la cultura es convertirse en monaguillo del PC. En tanto, los intelectuales de Contorno se fijan como misión superar el sectarismo de izquierda analizando qué hay de rescatable en ese fenómeno del peronismo.
Si clasificar escrituras de acuerdo con generaciones suele ser un facilismo para no indagar en las singularidades, no lo es menos la división en sexos y sexualidades. Por ejemplo: literatura femenina, por no entrar en otra segmentación como literatura homosexual. Cuando Heker se presenta en la escena literaria de esos años están en actividad, habilitadas entre otras voces femeninas, Beatriz Guido, Silvina Bullrich, Martha Lynch y Sara Gallardo. Anotemos: a Heker le disgusta esta distinción por género y en su colección de ensayos Las hermanas de Shakespeare lo aclara: “Si se estuviera estudiando de manera específica la incidencia de la homosexualidad en la escritura este estudio podría aportar algo al conocimiento de la homosexualidad, no de la literatura”. No obstante, aunque Heker se opone a estas etiquetas, asume la categoría de generación que, en este caso, al reivindicar los ’60, más que legitimar una categoría propone una reivindicación de la política y sus riesgos, una lectura en la que no claudiquen los intentos por una sociedad más justa a pesar de los fracasos del socialismo real. En este punto, la literatura de Heker es literatura “comprometida” pero ¿qué implica mostrarse partidaria de una literatura comprometida?
Habrá que aclararlo nuevamente: este compromiso no pasa, en la escritura, por una afiliación en especial sino por admitir que toda obra, al insertarse en el campo cultural, ingresa a un campo de batalla. Y de esta responsabilidad no se pueden excluir los autores. La del ’60 entonces, según Heker, es una generación (léase ahora la polivalencia del significante) de personas y una generación de libros. Libros que se leen, como no puede ser de otro modo, no sólo por su estilo (y el estilo ya no es un patrimonio exclusivo de la derecha) sino políticamente.
¿Cuáles son, a su vez, esos libros que formaron a Heker? ¿Cuáles los autores que la marcaron? Si se revisan las citas que Heker emplea como epígrafes para algunos de sus cuentos éstas corresponden a Borges, Arlt, Rilke, Maupassant. Evocarlos puede implicar el armado de un canon, el de El escarabajo de oro y El ornitorrinco, las revistas en las que Heker participa y escribe con una intensidad que no esquiva la polémica sino que por el contrario la provoca. En tiempos de la dictadura será cuando surja su temple más afilado de polemista al discutir con Cortázar el maniqueísmo afuera/adentro. Es decir, lo que se escribe en el exilio y lo que se escribe en el país. La polémica Heker/Cortázar de 1978, más allá de los argumentos que se exponen, pareciera indicar algo más sutil: la relación entre las escrituras de ambos. En particular, si se piensa la prosa de Heker como heredera de la tradición del reflejo cotidiano que caracteriza al Cortázar detector de las miserias de clase media, tanto más atractivo que el humorista que escandaliza tías. El de Heker, proveniente de Cortázar, es un registro capaz de componer, sin falsetes ni impostaciones, voces y atmósferas, recreando en el territorio doméstico de clase media un hervidero de enconos y frustraciones. Esta auscultación de “entrecasa” deviene una exploración impiadosa. Es aquí donde entra el “efecto Cortázar”: lo cotidiano visto en un primer plano que avanza hacia lo microscópico de un pathos: eso que transforma una trama mínima, de cámara, en una tragedia o una iluminación. “Cuando todo brille” y “Un resplandor que se apagó en el mundo” son buenos ejemplos. Al ahondar en la inspección obsesiva de lo cotidiano, Heker se distingue de Cortázar y cambia las reglas del juego narrativo: la mejor Heker es entonces aquella que prueba hasta dónde aguanta el realismo para hacer de la literatura, además de algo útil, una revelación que no signifique un lúdico plan de evasión sino de choque.
Sin quedarse atrás de los varones, disputándoles el subgénero “cuento de box”, Heker escribirá su cuento clásico de trompadas, “Los que vieron la zarza”. El realismo es todo un tema en esos años. Se polemiza en torno de su estrategia y sentido y el debate es, como no puede ser de otro modo, político. El asunto es, desde esta perspectiva, bastante simple: cómo hacer literatura sin caer en la bajada de línea. En este sentido, los cuentos de Heker se distinguen, además de por su eficacia narrativa, por la destreza para pasar de una descripción en tercera persona a la subjetividad de una primera, la construcción de un yo, sus humillaciones más recónditas, en los entresijos de la lucha de clases, sin apelar al mensajismo (“Un secreto para vos” y “La fiesta ajena”).
En varios de sus cuentos, las referencias literarias aluden a otro conflicto: el valor del arte como sustituto de la justicia en un mundo de clase media donde las conductas se caracterizan por la mezquindad y la represión. La clase media y su resentimiento resultan nodales para estos escritores que vacilan entre el rechazo a un sistema de producción literaria y la inserción profesional. “Casi un melodrama” permite rastrear este conflicto entre lo que la clase media puede pensar como belleza y lo que la realidad le ofrece como tal. Todo un clásico puede ser este cuento donde el oficinista casado es a la vez un escritor dominical: en su elección del arte interfieren la conyugalidad y los hijos. Esta antinomia hay que leerla quizá en una serie de polaridades que van más allá de la contradicción tolstoiana entre arte y matrimonio. Más bien la antinomia responde a una idea de la cultura como valor sagrado, donde lo real bloquea la libertad del sujeto de clase media que se ilusiona huyendo de las presiones de la realidad al suponer que el arte es un Parnaso exento de las determinaciones sociales y políticas.
Podría decirse que lo literario, en estos años ’60 es además de una afectación, un síntoma de los jóvenes de clase media que acceden a una instrucción reformista que en poco tiempo será atravesada por la Revolución Cubana y el declive económico de los gobiernos militares. La respuesta es más de clase que juvenilista: el infantilismo foquista será el camino revolucionario. Es decir, la tentación de distinguirse a través de un mecanismo narcisista erigiéndose en vanguardia. “¿Se animaría a decir que no le gusta todo esto, que ahora el pueblo los rechaza y eso no le gusta?”, se preguntará Diana Glass en El fin de la historia sobre su amiga, la guerrillera Leonora Ordaz. El oficinista casado que no puede escribir de “Casi un melodrama” anticipa en su mezquindad la visión de las cosas que tendrá la joven universitaria que pontificará sobre la vía armada para establecer un orden que no es, quizá, el del pueblo que presume salvar desde un redencionismo fatídico.
En los años ’60, las revistas literarias florecen con la misma intensidad que las polémicas que, en ocasiones, cuando la chicana es insoportable, se dirimen con los puños. Esas discusiones, vistas desde este módico presente, refieren una confianza inusitada en el poder de las palabras, equiparado con el poder de los fierros. “Mi ametralladora es la literatura”, declaraba Cortázar desde París. A la literatura, parece, se le podía exigir todo. Hasta que cambiara el mundo.
Desde París, Cortázar enarbola con sus buenas intenciones un pensamiento que parece provenir del unitarismo liberal. La literatura argentina válida es la del exilio, sostiene. En la simplificación Cortázar no advierte que, a pesar de la dictadura, en el país se escribe una resistencia. Con este argumento, Heker le sale al cruce a Cortázar. Vale la pena subrayar en la escritura de Heker una entrelínea, la apelación táctica al sobreentendido, porque en este tiempo es peligroso escribir de otro modo. Cortázar en cambio, desde París, tiene la libertad de llamar a las cosas por su nombre. Pero Heker, sobreviviente, no se achica y acepta el reto.
La polémica, en rigor de verdad, puede datarse antes con El libro de Manuel (1973) y continúa con El fin de la historia (1996). Dos apuestas diferentes para encarar una misma problemática: la lucha revolucionaria. El libro de Manuel repite varios trucos formales de Rayuela y es condescendencia con los jóvenes revolucionarios. He aquí entonces que El fin de la historia bien puede interpretarse como una respuesta (tardía) a El libro de Manuel. Es que en los veintitrés años que separan la novela de Cortázar de la de Heker han pasado, entre otros dramas, uno mayor: treinta mil desaparecidos. Heker narra sobre dos amigas, una escritora y la otra militante. Una, Diana, que busca escribir una historia, la de su amiga Leonora Ordaz, idealizando su militancia revolucionaria y la otra, la militante, en el calvario del chupadero, queriendo salvar además del pellejo, una hija. El análisis que hace Heker de la historia de las dos amigas es fino y minucioso. El planteo de Heker puede resumirse (con los riesgos de esta síntesis) en la convicción de que narrar es ya, en la territorialidad del contexto y la lengua, per se, un acto político. La historia, si vale la pena ser contada, merece serlo con sus contradicciones y no mediante el purismo que tiende a establecer categorizaciones simplistas como “los que se fueron/los que quedaron”. Si de territorialidad se discute, la tierra en debate es la lengua y la relación que con ella se establece, relación que compromete, ni más ni menos, a los cuerpos.
Volviendo a los cuentos de Heker, si algo llama la atención es cómo todo este debate los resignifica en un plano de compromiso menos declamatorio que el cortazariano y más concreto: lo cotidiano, no sólo en el nivel de contenido sino también en el lenguaje como espacio solidario con la problemática de sus receptores. El cuestionado Cortázar político, más agudo como escritor de cuentos, supo definir la exigencia del género a través de una metáfora boxística: mientras la novela puede ganar por puntos, el cuento debe noquear al lector. Aunque extrema, esta definición tiene lo suyo de cierto. No hay lector que recuerde todos los cuentos de Maupassant pero sí uno que se le brindó como experiencia reveladora. Cada lector hace con los cuentos de un autor su selección personal. En sus cuatro libros de cuentos, Heker entrega material más que suficiente para que cada uno haga su antología personal. Lo que no cabe duda es que no son pocos los cuentos que anotará en su memoria.
“El cometa era otra cosa: el cometa era una de esas felicidades que sólo pueden atraparse en los libros”, escribe Heker en “La noche del cometa”, uno de sus cuentos más perfectos y recientes correspondiente al volumen La crueldad de la vida. A propósito de este libro, el relato que da su nombrea la colección es un desconsolado retrato de la relación madre-hija, sus ternuras y sus rencores. Sin aspirar a la compasión, Heker construye una historia sobre los trastornos de la vejez. La felicidad, según Chejov, consiste en las ganas de ser feliz, unas ganas que se parecen bastante a la confianza de que, a pesar de las contramarchas de la historia, no sólo se puede sino que se debe aspirar a un mundo mejor.
Los cuentos de Heker son en gran medida chejovianos. La recopilación, según la propia autora, abarca toda su historia literaria. Pero esa historia, inscripta como está en un contexto, en una lengua, es además otra cosa. Es testimonio y también prueba de cómo la iracundia no desembocó en resignación, de cómo la persistencia en un oficio deparó un afán de comprensión que no divide el mundo en buenos y malos. En todo caso, como proponía Italo Calvino, en Las ciudades invisibles, se trata de ver quién en el infierno es menos infierno.

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