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Domingo, 23 de octubre de 2005

NOTA DE TAPA

Historias breves

Acaba de publicarse Narrativa breve (Alfaguara), el volumen que reúne tres libros de cuentos y un puñado de relatos inéditos de Sylvia Iparraguirre, publicados a partir de 1988. Desde luego, se trata de una excelente ocasión para repasar con la autora, en esta entrevista, algunas constantes de una obra signada por la construcción minuciosa de personajes, atmósferas y territorios.

 Por Angel Berlanga


Hace poco más de un mes, en Manchester, fue quien abrió el encuentro internacional Patagonia, mitos y realidades. Poco después, en Junín, inauguró la primera Feria del libro que se hizo en su ciudad natal y en la zona del noroeste de Buenos Aires. Su agente, desde Frankfurt, negocia la renovación de los derechos de La tierra del fuego, “la novela que más viajó y la que más me hizo viajar”, dice. Por estos días acaba de aparecer el libro que reúne los libros de cuentos que había publicado hasta ahora y otros diez textos inéditos. Se sospecha que a esos datos, todos objetivos, a los que se podrían agregar algunos más, Sylvia Iparraguirre nunca los enunciaría así, de corrido: sería alardear. El verbo, que aparecerá condenado en alguna respuesta, bien podría ser la antítesis esencial de su escritura y, en consecuencia –o viceversa–, de cómo dice lo que dice en este piso de altos de la calle Irigoyen, equidistante o casi de las plazas Miserere y Congreso, donde vive junto a Abelardo Castillo.

Jorge Monteleone describe y explica, en el lúcido prólogo del libro, la evolución de la narrativa breve de Iparraguirre. Sostiene que si en los cuentos de En el invierno de las ciudades (publicado en 1988 y nunca reeditado hasta ahora) predominan “los personajes singulares y únicos”, en Probables lluvias por la noche (1993) lo hacen los que tienen una conciencia escindida, espejada, duplicada, y En el país del viento (2003) los que protagonizan remiten a lo colectivo y a lo histórico, a hechos individuales que presuponen la muchedumbre y forman parte de la memoria cultural, relatos que interactúan con leyendas, versiones y documentos. “De lo uno a lo dual y a lo múltiple”, apunta Monteleone, e indica que los microrrelatos del libro inédito Del día y la noche, que cierran el volumen, “abren otra perspectiva”, en la que “todo personaje se muestra ostensiblemente como una figura literaria”. “Ese es un libro que nunca se acaba, en el que por ahora hay unos 70 u 80 textos, al que le voy agregando otros –dice Iparraguirre, y cuenta que aparecen de manera bastante misteriosa, que provienen de distintas vertientes: “Sí, en algunos podría hablarse de prosa poética; otros son humorísticos, otros oníricos. A veces se montan sobre una frase, sobre el lenguaje, sobre ciertas dimensiones o intensidades. Hay una sección que se llama Caballeros antiguos, hecha en base a personajes reales o inventados, a los que pongo a funcionar en situaciones completamente anacrónicas. Podía haberlo publicado hace tiempo, pero lo dejo estar, me gusta dejarlo ahí, ir poniéndole textos que no necesariamente son cuentos en el sentido convencional o canónico. Es una cosa bastante secreta, ni los he leído en el taller de Abelardo, y me suceden de manera paralela a los otros libros que fui publicando”.

“Las historias salen de la literatura, uno ya no escribe sobre lo real: escribe sobre lo que lee. Al menos es mi caso –dice–. Proust, ese caudal impresionante, es lo más lejano que pueda imaginarse a un cuento, y sin embargo de su profunda agudeza y precisión para ver un personaje entero detrás de un gesto, de cómo se mueve y cómo habla, de todo eso sale un personaje propio. Una aprende a observar ahí, a darse cuenta; no es que leo cuentistas y veo cómo hacen sus cuentos. La literatura es toda, una enorme corriente donde uno está inmerso en la lectura, donde todo alimenta y se manifiesta, a veces inesperadamente. A veces escribo y suena una campanita, un tono, de algo que leí en Flannery O’Connor, en Katherine Mansfield, en Chejov, en Stendhal. Aunque también ocurría eso en mis libros de cuentos anteriores, queda mucho más en evidencia en los textos de Del día y la noche, porque están construidos en base a palimpsestos, a la superposición de lecturas y autores”.

Más allá de que no se cambian las estructuras ni los personajes de tu primer libro, son muy notorias las correcciones respecto a esa versión.

–Sí, me tomé un trabajo de meses, de revisar, de ver. Me gustaría que la versión que circulara fuera ésta; no tengo nada contra la primera edición, es muy linda y la quiero mucho. Pero una vez planteada la reedición estaba obligada a revisitarlos, a volver a ponerme en la tesitura de cada estilo, de cada registro, a buscarles la vuelta y pulir, sacar o reponer adjetivos, ajustar tuercas, ajustes en general. En fin, cosas que siempre tenía en mente hacer e hice ahora.

¿Qué escritora eras, cuando te fuiste a ver allá atrás en el tiempo, y qué escritora sos ahora?

–Es difícil decirlo. Lo que uno sabe es que el tiempo actúa sobre los textos; siempre hay un consejero fabuloso que es el cajón del escritorio, o el archivo de la computadora: dejarlos un tiempo para que maduren, para que caigan sus propios excesos e imperfecciones. El tiempo, en todo caso, opera como la lectura de los otros, porque para un escritor es muy difícil verse y ver su propia escritura. El proceso de separarse es tremendamente dificultoso.

En este caso hay un tiempo de

por medio.

–Es cierto, pero aun así, cuando uno vuelve a leer un texto propio recorre mecánicamente en la cabeza aquella frase que se te ocurrió en aquel momento, cuando estabas haciendo la historia. Vuelve como una reminiscencia; por eso digo que el mejor espejo es la lectura de los otros. Al volver a En el invierno de las ciudades vi que seguía determinadas líneas y me sentía cómoda con determinados tonos, como el humorístico, que aparece sobre todo en De carne somos, al que no le he tocado una coma. El humor me resulta muy confortable y es un tono que adopto con facilidad. El tono intimista me cuesta mucho más y tuve que trabajarlo más al corregir: en esos cuentos es donde se produjeron mayores defasajes. Ahora no pondría tal adjetivo, me digo, y entonces corrijo de acuerdo a mi criterio de ahora, pero sin traicionar nada.

¿Y no se modifica la esencia del tono? Aquellos parecían tener un grado más de desparpajo, unos bordes más filosos...

–Posiblemente estemos hablando de lo mismo. Yo prefiero hablar de precisión: me gusta la precisión. Y no tienen que ver con la matemática, ni con que no queden flecos; el fleco a veces es una precisión. A veces hay una deliberación en cierto gesto, en cierto dejar ir para después retomar. Ahora encuentro que puedo ir más allá, que puedo encontrar el adjetivo que en aquel momento no encontré y ahora se me ocurre más cercano a lo que recuerdo que quería decir. El otro día vi una entrevista a Morgan Freeman, un actor que me gusta mucho, y respondió algo que me pareció exacto cuando le preguntaron qué era actuar. “Decir los diálogos y no andar golpeándose contra los muebles”, dijo; lo contrario a toda grandilocuencia. Lo que hace un escritor, creo, cuando avanza en su oficio, cuando se hace más dueño de él, es estar en contra de cualquier alarde, sea del tipo que sea, de palabras, de posición o de poética. Muchas veces lo que uno hace mientras corrige es tratar de ir hacia esa simplicidad. Tan difícil.

Invierno, lluvias, viento, día y noche; esas palabras que aparecen en los títulos de tus libros remiten a lo climático, a lo temporal –y, en general, a la adversidad climática–. ¿Por qué será?

–Me doy cuenta de que aparecen, sí... En algún sentido profundo tienen que querer decir algo, aunque no alcanzo a darme cuenta de qué. A título de explicación, entre comillas, soy una persona que vive inmersa en el tiempo “natural”, me gusta la naturaleza, la lluvia, la desolación de la Tierra del Fuego y la Patagonia... Son experiencias muy fuertes en mi vida, mi contacto particular con la naturaleza de esa región pertenece a un orden, diría, superior. Desde que me acuerdo soy agnóstica y lo único que me conmueve en ese sentido tiene que ver con el orden de lanaturaleza. La adversidad aparece, sobre todo, en El país del viento, y constantemente pone a prueba a los personajes.

¿Por qué aparecerán tantos suicidas en tus relatos?

–Me acuerdo de una frase de Melville, que decía “el que no ha pensado en el suicidio sólo tiene un puñado de sesos”. En algunos casos tiene que ver con la construcción del relato; el personaje que se tira por la ventana en “Probables lluvias por la noche” es un hombre que tiene tres chicos y está en una situación económica muy precaria, pero a esto yo lo dejo traslucir apenas, porque lo central de la historia es que trabaja en una mesa de noticias y su compañero, que sabe lo que pasó en Bangkok, no sabe lo que le pasa a ese tipo. El suicidio, en ese caso, es un primer acorde de algo que crece sin parar: la neurosis en la ciudad. “Viva como en Bretaña” transcurre durante la época de Malvinas (hay un sticker en el colectivo que dice Argentinos a vencer) y la mujer que termina tomándose las pastillas es porque también vive una situación límite: hay un tipo que falta en esa historia, que puede leerse en clave de desapariciones; su recuerdo de los tipos que le pegan un tiro a un perro atado también compone una variante de lo que estaba pasando.

¿Coincidís en que uno de los temas más predominantes de tus cuentos son los encuentros inusuales que ponen en evidencia los desencuentros?

–Puede ser, sí. A mí el cuento, como género, se me da de una manera particular: en general no parto de una anécdota fuerte y cerrada, sino de un personaje. En todo lo que escribo lo que me aparece con mucha más fuerza, lo que determina, es la voz. El personaje es el punto de vista, aquel que está viendo o está siendo visto. No sé por qué se da así, me pasa igual en las novelas, aunque con otra dimensión y secuencia. Hay algo que me atrae muchísimo y son los personajes opuestos colocados en situaciones imposibles, o de ruptura, o transitorias, o completamente frágiles, cruces, puntos en los que la gente no debería encontrarse pero se encuentra, y después se separará. Es lo que le ocurre a la mujer que comparte un viaje con un conscripto en el primer cuento de El invierno en las ciudades; es lo que le sucede a la señora que piensa que no le pasa nada en la vida con el hipotético violador de “El pasajero en el comedor”. Me encanta zampar a un tipo tan exquisito como el filólogo de “De carne somos”, inmerso en su torre de marfil con Catulo y Mozart, en un supermercado un día de veda de carne, estrellarlo de golpe contra esa realidad.

¿Qué papel juega la composición visual en tu escritura?

–Yo he ido al cine desde que tengo uso de razón, y nunca he dejado de verlo. Eso me dio, más allá de escuelas, actores y directores, una especie de adiestramiento en el registro de imágenes y una memoria muy visual. Me gustan mucho, por otra parte, las artes visuales: pintura, arquitectura. Con Abelardo nos reímos: vamos a un lugar una sola vez y sé todo, pero no porque me lo proponga: registro. Y Abelardo en absoluto, tiene otro tipo de memoria, también muy específica pero de otras cosas, diálogos. Esa memoria del cine está en los cuentos, es operativa, distribuye imágenes. Incluso lo cinematográfico, el zoom, el acercarse, el detalle, el fragmento, el encuadre, qué se ve y qué no... Eso aparece espontáneamente, y cuando aparece lo sigo, inspecciono.

La pregunta es un poco amplia: ¿cómo interactúan con Abelardo como escritores, se leen, intercambian opiniones, en qué instancias?

–Nos leemos y cada uno sabe en qué proceso está el otro, aunque la escritura de cada uno sigue inscripta en un lugar privado. Pero claro, cuando uno tiene necesidad de saber, el otro es el lector privilegiado. Creo que los dos somos los lectores que tenemos más a mano, por un lado, y por otro los más estimados, porque sabemos que somos absolutamente veraces, que las críticas van a ser desnudas y sin reparos, y eso da un gran respaldo. Por otra parte, como nuestras lecturas son diversas, a veces confluyen y a veces divergen. A veces discutimos a muerte porque yo quiero que lea algo que a mí me interesa y a él en ese momento no, y viceversa. Le digo: “Leé esto, leé esto”, y me dice “No, ya lo sé...”. “¿Cómo que lo sabés, si todavía no lo...” “No, pero ya me lo sé, ese es un autor que ya me lo sé...”. Entonces a veces no coincidimos y otras sí, y caemos en la admiración común, porque estamos leyendo a Puzzo, a Tolstoi, a Borges, a Kafka, o al Martín Fierro, o a Arlt, y empezamos a hilar el hilo de esas literaturas... Abelardo es un lector recurrente de Borges, se lo sabe casi en la minucia, y son muchas las veces que nos detenemos en esa prosa irrepetible. Pero bueno, también otras cosas: nos encanta ver tenis juntos, vemos todo el circuito. Y si juega la Selección también la vemos. Yo soy fanática de Maradona, sea como sea y venga como venga: un poco irracional. En fin, una vida totalmente cotidiana, con ese cruce inesperado de la literatura, que es la pasión compartida.

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“Las historias salen de la literatura; uno ya no escribe sobre lo real. Escribe sobre lo que lee. La literatura es una enorme corriente donde uno está inmerso en la lectura, donde todo alimenta y se manifiesta, a veces inesperadamente.” Sylvia Iparraguirre
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