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Domingo, 9 de septiembre de 2007

NOTA DE TAPA

El arte de la fuga

Niño mimado en los ‘60, ejemplo del escritor experimental y rodeado de un halo de intelectualismo y bohemia, Néstor Sánchez se convirtió en enigma, secreto y seña de la literatura argentina. Su vida tuvo rasgos de aventura y misticismo, fue peregrino y volvió a su tierra, donde a pesar del tiempo y el olvido, en los últimos años se lo vuelve a recuperar a través de la reedición de sus libros.

 Por Sergio Núñez y Ariel Idez

”Se me acabó la épica”, respondía lacónicamente Néstor Sánchez desde un fondo de tangos radiales en su casa natal de Villa Pueyrredón a la pregunta de por qué había dejado de escribir, en lo que sería su última entrevista (fue publicada precisamente en este suplemento, el 10 de octubre de 2001). El caso de Sánchez, fallecido el 15 de abril de 2003 a los 68 años, es uno de los mayores misterios de la literatura argentina. Celebrado en la década del 60 junto a Manuel Puig como el renovador del género novela, señalado como una de las promesas más firmes de las letras locales y difundido por las editoriales más importantes de la época, Sánchez fue considerado uno de los escritores latinoamericanos con mayor proyección. Pero de pronto cayó en el olvido. Sus libros desaparecieron de las librerías y su nombre pasó a ser una contraseña entre un reducido núcleo de seguidores. Las decisiones que Sánchez tomó a lo largo de su vida tuvieron mucho que ver con eso. Y el mercado editorial no le tuvo mucha paciencia.

No obstante, hace pocos años su obra empezó a ser reeditada merced a sellos independientes. A la reaparición en 2004 de su primera novela Nosotros dos (Alción), en 2006 se sumó Siberia blues (Paradiso), el mismo que acaba de publicar Cómico de la lengua, la única de sus cuatro novelas que aún no se había publicado en el país. Precisamente, en la mencionada entrevista, Sánchez se quejaba de que su obra no había sido bien comprendida y citaba como ejemplo que esta obra —editada originalmente en 1973 por Seix Barral en España—, no tuviera una versión local.

La novela poemática

En 1955, un Sánchez de 20 años gastaba las suelas de sus zapatos en el salón del Club Atlanta, donde se destacaba como diestro bailarín de tango e incluso llegó a integrar una compañía con Juan Carlos Copes. Aunque poco después decidió abocarse de lleno a la literatura y su pasión por los poetas franceses lo llevó a frecuentar al grupo reunido en torno de la mítica revista de la generación del 50, Poesía Buenos Aires. Tanto que Edgar Bayley, Francisco Madariaga y Enrique Molina se convirtieron en sus amigos y lo alentaron a publicar sus primeros textos. Sin embargo, como según sus propias palabras, la poesía no se le daba, optó por una apuesta tan arriesgada como original: forjó lo que él mismo bautizó “novela poemática”, un género que nació y murió con él y que exige del lector una adhesión por resonancias musicales antes que por el progresivo develamiento de una trama.

Tras un comienzo dubitativo con el libro de relatos Escuchando a tu hijo, del que más tarde renegaría, Sánchez se abalanzó sobre la literatura con ímpetu. Su primera novela, Nosotros dos, fue publicada en 1966 por Sudamericana con el espaldarazo de Julio Cortázar, a quien Sánchez había enviado el manuscrito y citaba en un epígrafe con un fragmento de Rayuela. Esa supuesta cercanía hizo que muchos vieran en Sánchez a un mero epígono de Cortázar, aunque en verdad lo profundizó, casi lo llevó al extremo utilizando procedimientos al borde de la ilegibilidad.

Para comprender el aporte que implicó su obra en una década obsesionada por el realismo crítico y el compromiso de cuño sartreano, basta decir que Sánchez incorporó a la novela algunas de las experiencias claves en la cultura popular del siglo XX como el tango, el jazz y el cine. Pero no lo hizo desde la óptica del referente; lo importante no es que sus novelas hablen de tango, de jazz o de cine, sino que son tango, jazz y cine.

Sus influencias abarcan desde Cortázar hasta sus contemporáneos y admirados escritores beatniks, especialmente Allen Ginsberg y Jack Kerouac, pasando por James Joyce, el surrealismo y algunos poetas franceses como René Daumal y Guillaume Apollinaire. El mismo Sánchez se jactaba de que sus novelas “no se podían contar por teléfono”, ya que no hay que preguntar de qué tratan sino a qué suenan. La lectura de su obra muchas veces exige volver sobre un párrafo, precisamente en el momento en que el lector descubre que se dejó arrastrar por la música de la frase y perdió el sentido de lo que se estaba diciendo. Así, si Nosotros dos resuena bajo la cadencia del tango, Siberia blues (1967) lo hace bajo los estándares del free jazz, del que Sánchez había extraído su heterodoxa metodología de trabajo, tal como lo enunció en El lenguaje jazzístico suerte de manifiesto personal publicado el 25 de julio de 1967 en el semanario Primera Plana. Según escribió, “Concentrándose en este ejemplo (el del jazz), la novela —finalmente arte—, una vez que los invasores se dediquen a las ciencias ocultas y a las religiones monoteístas, podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no quede nada de ellas. O sea, lo mismo que acaban de cumplir ciertos músicos de jazz: primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo”.

Sánchez operó de igual modo con la frase: un comienzo convencional y una progresiva expansión que fuga del sentido para instalar su propio ritmo hasta retomar finalmente “lo que se quería decir”, como si el idioma fuera su propio instrumento musical. A su vez, un párrafo puede contener los diversos planos temporales de una cronología fracturada y recobrada según los vaivenes evocativos de la memoria. Este dogma creativo le imponía ir siempre a la página en blanco “sin ningún plan de escritura” para liberar allí las fuerzas puras de la improvisación. De ese modo lo recuerda su hijo Claudio: tirado en el suelo y tipeando frenéticamente su Remington a fines de los ‘60, mientras sonaba a todo volumen un disco de John Coltrane o Sonny Rollins.

La aparición de Siberia blues y su mundo de lúmpenes aristócratas confirmó todo lo insinuado en su antecesora y el escritor ocupó la consagratoria doble página de la sección Textos de Primera Plana, por la que ya habían pasado Cortázar y Puig. Sus artículos se publicaban en el diario El Mundo y en revistas de vanguardia literaria, y hasta se midió con Borges en una entrevista que le realizara para la revista Artiempo y en donde le reprochó que su pasión por la metafísica no hubiera ido nunca más allá de una actitud filológica.

El miedo a la muerte

Pese a este despegue, Sánchez no se sentía cómodo. Lo aquejaba la mayor de sus obsesiones: el miedo a la muerte, que lo acompañaba desde el fallecimiento de su padre, cuando él sólo tenía 14 años. “Condenado a tener conciencia cotidiana del nunca pero nunca más, siempre me llamó la atención la forma en que mis semejantes desaluden el drama y viven, en realidad, como si fueran eternos. Mi único consuelo de la angustia permanente fue escribir. Al hacerlo, solo atiné a recordarle a mis semejantes que se iban a morir a plazo fijo”, recordaría a fines de los ‘80.

Angustiado por lo que llamaba “la estafa biológica”, Sánchez partió en busca de algunas certezas en los años ‘60. Visitó Chile y Perú, donde se inició en la doctrina del místico ruso George Ivanovitch Gurdjieff. A su regreso escribió El amhor, los orsinis y la muerte, publicada en 1969. En este caso, el tono nostálgico y evocativo de sus anteriores obras fue reemplazado por una experimentación radical. Los rumores indicaban que la había escrito bajo los efectos de la droga, lo que fue negado por el propio Sánchez, al tiempo que admitía haber experimentado con la marihuana por imitación de la beat generation, pero que no había podido escribir nada en ese estado.

De todas formas, el autor no participó de la polémica alrededor de su tercera novela, ya que había dejado otra vez el país y a su familia, al amparo de una beca del programa de escritura de la Universidad de Iowa, que dejó luego de cuatro meses por no poder soportar “ese desierto, esa soledad espantosa”. Así fue como aterrizó en Caracas y se vinculó a la editorial Monte Avila, para la que realizó traducciones y preparó la antología Veinte narradores argentinos, que incluía textos de escritores jóvenes como Ricardo Piglia, Miguel Briante, Héctor Libertella y Germán García. De Venezuela voló a Roma, donde vivía su hermano Carlos. Ya allí, ante la imposibilidad de ganarse la vida y a pesar de su “asco creciente por el boom de la literatura latinoamericana”, optó por probar suerte en Barcelona: “Solicité humildemente una traducción en Seix Barral y me contestaron con un montón de dinero como anticipo de la reedición de mis tres libros. Un pequeño milagro. Dije, mintiendo, que tenía una novela en marcha (ya no quería ni siquiera escribir) y me pagaron por mes, durante un año, lo que terminó siendo Cómico de la lengua.

En esta suerte de regreso, Sánchez hizo uso de un recurso remanido: el hallazgo de un manuscrito. Salvo que lo utilizó a la manera de Macedonio Fernández, para crear una ficción dentro de la ficción que le permita al narrador hacer presente la escena de la escritura y parodiar los recursos de la novela realista. En esta obra también es evidente la influencia de las doctrinas de Gurdjieff, a las que el autor ya estaba muy ligado, sobre todo, en la figura de Alejandro Kressel, un maestro que imparte enseñanzas y ejercicios de orden místico a los personajes. Pero la novela se sostiene gracias a la escritura de Sánchez, poblada de neologismos y juegos de palabras, y alimentada por esa respiración tan particular que le confiere a cada página un carácter único e inimitable.

De España, Sánchez se trasladó a París, donde la prestigiosa Gallimard lo recibió con los brazos abiertos. Le encargaron varias traducciones y le publicaron Nosotros dos y Cómico de la lengua. Durante su estadía parisina también escribió una adaptación cinematográfica de El amhor, los orsinis y la muerte que le presentó a François Truffaut, quien opinó que era un excelente guión para escribir una novela. Sin embargo, ni su pasión por el cine ni la cercanía de sus amigos Cortázar y Héctor Bianciotti pudieron apartarlo de su recurrente obsesión con la muerte. El fallecimiento de una hija de ocho meses, producto de una nueva relación, agudizó su crisis y perturbó su equilibrio psíquico. Así, la escritura como vía de conocimiento trascendente dejó de ser una opción y se aferró aún más al misticismo. “Creí que con los libros de Carlos Castaneda y la enseñanza de Gurdjieff se podía conquistar más vida y llegar a los 300 años. Fue un convencimiento delirante que me tomó por entero”, confesaría a su regreso a Buenos Aires. En esa apuesta a todo o nada, Sánchez decidió seguir las indicaciones de su instructor, quien lo envió a Estados Unidos para que se encontrara a sí mismo. Así fue que desapareció de los lugares que solía frecuentar, cortó todo contacto con sus conocidos y soltó amarras de su vida de escritor consagrado para enfrentarse a una experiencia que lo pondría al límite de sus fuerzas físicas y mentales. El manuscrito que incineró antes de partir tenía un título por demás elocuente: El arte de la fuga.

Experiencia extrema

Apenas llegado a Estados Unidos, Sánchez dictó talleres literarios en una universidad de Los Angeles hasta que, siguiendo a rajatabla la doctrina de Gurdjieff —que recomienda apartarse de los automatismos de la vida cotidiana para conseguir una mayor atención sobre el presente—, se convirtió en un vagabundo que recorría las calles de San Francisco y Nueva York, durmiendo en autos y casas abandonadas. Un registro de estas experiencias puede hallarse en los relatos de La condición efímera (que Sudamericana publicaría en 1988), especialmente en “Diario de Manhattan”. Allí, al comentar un viaje de costa a costa en un bus Greyhound, Sánchez alumbra un momento de extrema condensación poética: “En alguna medida este ómnibus célebre es el colectivo digamos ciento diez, de colores vivos, en tren de conducirme a la matinée del cine veinticinco de mayo”. Su aislamiento alcanzó tal punto que en Argentina un grupo de lectores le rindió homenaje, creyéndolo muerto. No obstante y para sorpresa de todos, Sánchez regresó en silencio al país en 1986.

Desgastado por sus años de homeless, había solicitado ayuda a su familia para que lo repatriara, y así fue que se reencontró con su hijo Claudio y se instaló en la casa que su madre todavía conservaba en Villa Pueyrredón. Tras una larga recuperación de los estragos que le había provocado aquella experiencia callejera, Néstor Sánchez logró reunir algunos apuntes tomados en esos años y con ellos compuso los relatos del ya citado La condición efímera, que terminaría siendo su despedida de la literatura. Después intentó seguir escribiendo e incluso preparó la solicitud para una beca Guggenheim, a la que finalmente no se presentó. Decía que lo trababa “la sensación global de haber dicho ya todo”, sentía que “la escritura había alcanzado la vida” y ya no podía crearse a sí misma como antes: la épica se había extinguido.

En esa época también coordinó talleres literarios y recibió el apoyo de varios lectores consecuentes como Pablo Ingberg, Hugo Savino, Mariano Fiszman y Roberto Raschella, que no lo habían olvidado y con quienes solía encontrarse en algunos bares de Chacarita. Sus últimos años transcurrieron entre penurias económicas, promesas incumplidas de algunas editoriales de reeditar su obra y la triste certeza del final tan temido. Al igual que sus personajes, Sánchez vivió animado por un perpetuo instinto de fuga. Alguna vez habló de haberse querido ir, sin saber con precisión adónde, pero “sin duda para siempre” y de dejarse atrás a sí mismo para terminar con las frases hechas. Y en ese afán de desprenderse de su existencia como de una antigua piel, quizás haya logrado vivir sus anhelados 300 años.

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