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Domingo, 2 de agosto de 2009

Verano del ’72

Finalista del premio de novela Página/12, Ese verano recrea los tópicos más entrañables de los veranos de la adolescencia a través del filtro que impone la distancia.

 Por Nina Jäger

Ese verano
Moira Irigoyen

El fin de la noche
122 páginas

Julia, la narradora de Ese verano, es al mismo tiempo una niña de doce años, protagonista de una historia de vacaciones en Agua Azul en el verano de 1972, y una mujer adulta que escribe desde su extranjería en Canadá. La escritura puede ser, para ella, el punto de encuentro entre el pasado de fotos añejas y olvidadas y el presente de invierno en el que vive.

Finalista del Concurso de Novela de Página/12 2007 y Mención del Fondo Nacional de las Artes en el mismo año, Ese verano es un libro que forma parte de un proyecto editorial que publica sus libros a pedido.

En el primer capítulo, la novela sólo parece contar una de las historias, la que transcurre durante los días que la familia de Julia pasa vacacionando en la playa, con una recopilación que se mete en el detalle de escenas cálidas y personajes pueblerinos –el niño local que se hace amigo de la protagonista y la acompaña a la playa, el perro que vive con ellos durante vacaciones, un concurso que conmociona al pueblo y a sus visitantes–.

Las imágenes de ese verano no tienen tanto el tiempo y el color de una narración como la cadencia especial de un recuerdo. Porque ya en el capítulo siguiente aparece, siempre en letra cursiva, el momento y lugar ficcionales de la escritura –Canadá, cerca de veinticinco años después de esas vacaciones– y lo que solamente era una historia se convierte en el pasado mismo de la protagonista. No es que necesariamente aquel verano se reubique como un salto en el tiempo sino que se condensa, se pone en pausa y queda “unido a un espacio como en una gran cápsula. Cápsulas de pasado que desfilan ante mi ventana”.

En la segunda novela publicada por Moira Irigoyen el recuerdo no está teñido de melancolía ni la rememoración del pasado está cargada de nostalgia, sino todo lo contrario: la mujer adulta quiere explorar en su propio pasado movida por una curiosidad muy vital y literaria. “No me interesa como un ejercicio de introspección: en algún momento la vida pasada se convierte en prehistoria, en rocas precámbricas que ni siquiera exhiben ya la apariencia de la roca”.

Algo de su vida de extranjera en el invierno canadiense la lleva a hurgar en su pasado para encontrar lo propio. La escritura resulta un modo de “fijar un momento, de clavarlo con chinches en un panel de corcho” y de recuperar lo que parecía perdido.

Para la Julia adulta, escribir y recordar el calor de ese verano y sus personajes es como detenerse en el propio reflejo sobre la ventana cuando mira las huellas en la nieve del lado de afuera: es la posibilidad de ver lo propio, de verse a sí mismo, cuando lo que se mira en realidad es otra cosa. Por eso es que lo que está en letra cursiva, el presente adulto de la protagonista, tiene todo el tiempo, como Irigoyen dice procurar para sus libros, una condensación emocional, y eso lo convierte en la línea que une dos historias que, en realidad, son una sola. A este logro emocional de la novela cabe agregar que el control preciso del lenguaje por parte de la autora evita que Ese verano recaiga en un tono nostálgico. Porque probablemente lo más logrado de la novela sea la mesura en el lenguaje poético del recuerdo.

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