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Domingo, 24 de enero de 2010

FAN > UNA ESCRITORA ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: LILIANA HEER Y ALIENTO, DE KIM KI-DUK

El soplo de la vida

 Por Liliana Heer

Ver películas me pone de un humor extra-ordinario, más aún cuando vuelvo a verlas y logro hacer funcionar el lenguaje como un sacabocado de la imagen. Tengo una lista de preferencias, directores, escenas, actores, actrices. Los rostros me fascinaban antes, cada vez me intereso más por el director y sus elecciones: cámara, fotografía, montaje, guión, diálogos, punto de vista, ritmo y sobre todo ese imponderable que denominaría tempo experiencial. Lo que se ve, lo que no se ve, las reiteraciones, el esplendor de ciertos cuadros, esa manera de trufarse a sí mismos y rumiar que tienen algunos artistas y los vuelve inconfundibles. Una intensa pasión calma es el afecto que me liga a lo cinematográfico.

Este año me ocurrió algo sorprendente, comencé a ver un film de Kim Ki-duk y de pronto, ante una escena, como si mi cuerpo hubiera perdido la dimensión humana y fuese un manantial, sentí que lágrimas de una naturaleza ajena a la carne del padecimiento brotaban, caían. Lágrimas aplausos radiantes, contaminadas de soltura potencia arrojo inmediatez. Exceso de sensaciones. Irresistible. Pausa.

Expulsada del film aparecí en la computadora escribiendo un poema largo en primera persona narrado por la hija adoptiva, adoptada, amante, talismán, perla negra de Al Capone; pero ése es otro capítulo. La película gestora del incendio se llama Aliento, fue presentada en Cannes en el 2007 y exhibida escasas funciones en la Argentina. La adquirí en dvd caminando por la calle Florida.

El plot: la protagonista –Yeon–, escultora, madre de una púber, ocasionalmente engañada por el marido, ve por televisión un noticiero sobre el segundo intento de suicidio de un condenado a muerte. El locutor: “Jang Jin fue atendido en un hospital, la operación duró tres horas, permanece inconsciente, no va a ser capaz de hablar por un tiempo, las autoridades se proponen acelerar su ejecución para evitar que repita el intento”. Yeon sigue la noticia atentamente, en cierto momento baja el volumen pero no puede apartar su mirada de la pantalla. Cuando el marido regresa del trabajo, ella tiene en su cabello un broche con piedras perteneciente a la amante. “No es tuya, quítatela.” Forcejean. Yeon sale de su casa sin saber adónde ir, se sienta en la vereda de un bar, hay un diario en el suelo, se entera de que el suicida ha sido trasladado a la prisión de Hansung. Es medianoche, toma un taxi. “¿Adónde la llevo? A cualquier parte. ¿A cualquier parte? A la Prisión de Hansung.” Espera que amanezca, dice ser la ex novia, no la dejan entrar, permanece de pie ante el paredón, es observada por una cámara –esa cámara va a tener un protagonismo creciente–. Le permiten pasar, llaman al recluso 5796, que está en el pabellón de la muerte con el cuello vendado, junto a otros tres hombres. Le anuncian la visita, para atemperar su temor el guardia le informa que se trata de una mujer.

¿Sigo contando? No. Adoro el suspense, generar suspense.

Empiezo de nuevo. Mientras aparecen los títulos en fondo negro –signos en coreano– se escucha un sonido. Raspado. Un hombre talla con el mango de un cepillo de dientes los senos de una mujer. En el piso de una celda dos o tres cuerpos descansan, la mano de uno de ellos acaricia el rostro de alguien que jadea y sobresaltado despierta gritando cada vez más fuerte “Mamá”. Tiene cosido al uniforme el número 1024. El sonido crispado continúa, una mano dibuja, cava pezones, cintura, pelvis. 1024 mira a quien lo acariciaba acariciarse el rostro, olerse la mano, besarla; se desplaza hacia la parte inferior, hacia el sexo. 5796 lo deja hacer mientras observa atentamente el filo del mango del cepillo de dientes; acecha, se incorpora, le quita el instrumento. La sangre salpica el rostro del artista. 1024, desencajado, no para de gritar.

Mi secuencia favorita corresponde al momento en que Yeon y Jan Jing, a través de un vidrio con pequeños agujeros, entran en contacto. El, en silencio. Ella le cuenta –en tono bajo, entre accesos de tos– que a los nueve años, jugando a meter la cabeza bajo el agua, aguantó la respiración; se iba muriendo pero aun así siguió hasta el final, su cuerpo era como un globo a punto de estallar. Cuando abrió los ojos sus amigos estaban llorando, le dijeron que había estado muerta durante cinco minutos. “No recuerdo exactamente cómo me sentí entonces... A veces lo recuerdo claramente... No es malo... Dime si hay algo que pueda hacer... Aunque no sé si pueda... Lo que quieras.” Con un gesto, él le pide que se acerque, más, más. La cabeza de Yeon contra el vidrio. A través de uno de los agujeritos, no sin dificultad, él le arranca un cabello y eleva sus manos esposadas para mirarlo. “No vuelvas a hacerte daño”, alcanza a decir ella. Suena una chicharra. Terminó la visita. Jan Jing niebla con su aliento el vidrio, lo besa.

Terminó esa visita; en las cuatro siguientes –fiel a su estilo– Kim Ki-duk reproduce las estaciones. Primavera-verano-otoño-invierno y otro invierno son recreadas por la protagonista en un despliegue emocional y artístico insuperable.

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