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Domingo, 21 de febrero de 2010

No voy a parar

El Extranjero > Cuando en 2007 dio a conocer Then We Came to an End (conocida en castellano en 2008 como Entonces llegamos al final), una notable “novela de oficina”, Joshua Ferris logró situarse como una joven promesa literaria. Pero 2010 arranca con la deslumbrante revelación de su segundo libro, la historia de un hombre cuya vida transcurre bastante normalmente hasta que advierte que no puede parar de estar en movimiento.

 Por Rodrigo Fresán

No hay año en que no aparezcan escritores notables en los Estados Unidos, pero el 2007 fue el año del joven Joshua Ferris y de Then We Came to an End. De pronto y sin mucho aviso (aunque Ferris ya había publicado en revistas de prestigio y antologías alertadoras de nuevas voces) ahí estaba ese chico con look de nerd elegante nacido en Illinois en 1974 y una novela de ambiente oficinesco que nada tenía que envidiarles a clásicos del paisaje como El hombre del traje gris de Sloan Wilson, La pianola de Kurt Vonnegut, American Psycho de Bret Easton Ellis. Así, Ferris –quien había trabajado dentro de las tripas de la bestia– reportaba lo que sucedía en una agencia de publicidad de Chicago, 2001, recortando personal golpeada por la disolución del espejismo dot.com. Todo narrado por un yo plural (un nosotros corporativo que sonaba a los mejores relatos de Donald Barthelme y que apenas esconde el terror por ser identificado y singularizado) funcionando como guía por un territorio salvaje donde se corre el mortal peligro de que te roben la silla. Y es esta apuesta que resultaba ganadora a la hora de narrar el fracaso –un amplio reparto de uniformados y uniformes pero cada uno con sus propias y características taras y virtudes– lo que hacía de la publicada en español como Entonces llegamos al final (RBA, 2008) un verdadero tour-de-force narrativo en el que el lector, de a poco pero con seguridad, se iba con los diferentes personajes.

La novela fue definida por Nick Hornby como una cruza entre esa obra maestra de la BBC que es The Office y Kafka; pero lo cierto es que Entonces llegamos al final recordaba aún más a aquel Don DeLillo “gracioso” –el de Ruido de fondo y End Zone– cruzado con la piadosa observación social de Douglas Coupland y la compulsión maniática de David Foster Wallace. Pero a lo que más y mejor evocaba todo eso –en tono y en forma– es a la que probablemente sea la mejor novela “de oficina” jamás escrita: Algo ha pasado de Joseph Heller, tanto mejor que su célebre Trampa 22 y al tierno cinismo de los relatos de Harry Towns de Bruce Jay Friedman.

Más allá de todo esto, el debut de Ferris fue finalista por el National Book Award por ese año junto al gran Jim Shepard (no confundir con el no tan grande para mí Sam Shepard) y poco importó que el premio fuese a parar, con justicia, a las manos de Denis Johnson y su Arbol de humo. Una cosa estaba clara: Ferris había llegado para quedarse y su empleo no corría riesgos salvo el de cómo enfrentarse al conflictivo segundo libro luego de un primer día en la oficina tan exitoso.

Y aquí viene The Unnamed.

Y The Unnamed no sólo es mejor que Entonces llegamos al final sino que es mejor que tantos otros libros. Porque The Unnamed es eso que se conoce –a falta de mejor término– como “obra maestra”.

Y el protagonista de The Unnamed –narrada en tercera persona del singular– es un tal Tim Farnsworth. Uno de los tantos protagonistas del Sueño Americano: felizmente casado con la hermosa Jane, socio admirado y envidiado en un bufete de abogados top (otra vez, guiños a Joseph Heller), padre de hija adolescente con problemas normales (Becka, que aporrea su guitarra para cantar sus blues) y, nada es del todo perfecto, desconcertado poseedor de una rara dolencia. Una de esas enfermedades freaks acerca de las que suele escribir Oliver Sacks (y Sacks tiene un perfecto cameo en The Unnamed) y que es aquello “sin nombre” o “innombrable” a lo que se refiere el título del asunto. Y la cosa es así: de tanto en tanto y cada vez más seguido (el lector siente un escalofrío cada vez que lee y escucha eso de “Ha vuelto”), Tim Farnsworth sufre arrebatos incontrolables que le hacen dejar lo que esté haciendo (el amor, recitando un alegato, mirando televisión, lo que sea), ponerse de pie, y salir a caminar hasta la extenuación en una desconocida y extrema variante de lo que se conoce como síndrome de piernas inquietas. Lluvia dura o sol furioso o nieve pesada. Vestido o desnudo. Allá va, allá sale Tim Farnsworth. Y Jane o Becka se quedan en casa, desesperadas primero y resignadas después, esperando la llamada telefónica de Tim Farnsworth que, después de salir de su tránsito de sonámbulo despierto, les pedirá que, por favor, pasen a buscarlo por cafeterías insomnes o bordes de autopistas o bancos de plaza.

Y eso es lo que cuenta The Unnamed con envidiable salud: las idas y vueltas de un mal tan bien escrito, las visitas a médicos, las esposas en la cama que no se utilizan para juegos sexuales, los desajustes en la vida familiar y laboral, la creciente angustia de Tim Farnsworth (luchando contra ese otro yo que lleva dentro y que no lo deja quieto) y quienes lo rodean a lo largo de décadas, los problemas de salud (tremendo ese instante en que el “héroe” descubre que se le ha caído un dedo del pie por la hipotermia y lo siente, suelto, dentro de su calcetín) y, finalmente, en párrafos de un lirismo emocionante, la victoria final y casi zen de un derrotado desde el principio que, involuntariamente, ha conseguido ese utópico nirvana de estar fuera de todas las cosas y caminante sí hay camino.

De este modo –y a pesar de lo que alguien postuló en cuanto a que “las visiones de un hombre en movimiento son difíciles de precisar”– acabamos viéndolo todo como Tim Farnsworth. Y sus visiones son de una claridad pasmosa.

The Unnamed es, también, una de esas contadas novelas a las que ninguna descripción les puede hacer justicia. Es –al igual de lo que sucedió con Being Dead de Jim Crace o Remainder de Tom McCarthy, también libros patológicos– algo que no se parece a otros salvo a sí mismo. Algo que hay que experimentar para comprender, admirarse y, sí, enseguida envidiar. Sanamente.

Si hay algo de justicia, The Unnamed debería llevarse el National Book Award y estamos en enero, el 2010 recién empieza, pero –aquí ahora, tan movilizado por estas páginas a las que me cuesta dejar atrás y a las que, enseguida, vuelvo a leer desde la primera de ellas– se me hace difícil pensar, ojalá me equivoque, que leeré algo mejor a lo largo de este año.

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