libros

Domingo, 8 de diciembre de 2002

RESEñAS

El nombre propio

Martin Bauman
David Leavitt

trad. Jaime Zulaika
Anagrama
Barcelona, 2001
464 págs.

por Daniel Link
La última novela de David Leavitt, editada originalmente en 2000 y traducida por Anagrama el año pasado, llega con considerable retraso a las librerías argentinas. Y, sin embargo, llega en el momento más oportuno, porque leída en continuidad con Vivir para contarla de Gabriel García Márquez (ver reseña en esta misma edición), Martin Bauman resulta, sorprendentemente, su reverso exacto, casi como si se tratara de un ejercicio de estilo destinado a contar lo mismo desde otro punto de vista: la mirada gay en el caso de Leavitt, la mirada heterosexual en el caso de García Márquez; la soltura conversacional como evolución de su militancia minimalista juvenil en el caso del norteamericano, la exuberancia y el barroquismo lingüístico en el caso del colombiano; la facilidad de una carrera signada por una sociedad opulenta vs. el hambre y los rigores de una vida latinoamericana.
Si, juntos, Martin Bauman y Vivir para contarla funcionan como el síntoma de una época es porque coinciden en su carácter autobiográfico (no importa tanto que Vivir para contarla se declare una “memoria” y Martin Bauman se presente como una ficción), a partir del cual sus autores retoman y reordenan las piezas de sus vidas que, antes, habían formado parte de sus ficciones. Y coinciden, además, en la perspectiva temporal del relato, que comienza hacia los veinte años (diecinueve, en el caso de Leavitt; veintidós, en el caso de García Márquez), retrocede hasta la infancia y avanza sobre los años de formación hasta los primeros éxitos reconocidos de ambos escritores.
La insolencia de una coincidencia semejante obliga a reflexionar sobre el espíritu que anima ambas narraciones: ¿cómo y a partir de qué premisas Leavitt y García Márquez (tan diferentes en tantos aspectos) publican proyectos semejantes? En todo caso, ese texto bifronte revela lo que está de moda en el contexto de la literatura internacional de la que Leavitt y García Márquez participan. Y lo que está de moda, además de las escrituras del yo, es una cierta perspectiva milenarista (la conciencia o el miedo de un final) que, traducida a dispositivo narrativo, encarna en la necesidad de contar la propia vida, ficción mediante (después de todo, la autobiografía es tan ficcional como una novela), antes de que la muerte impida el gesto postrero de volver sobre los propios textos.
Viejo y enfermo, García Márquez desanda sus pasos para intentar explicarnos de dónde sale su grandeza incomparable. Mucho más joven, Leavitt sabe, sin embargo, que el sida es una guadaña que pende sobre el “grupo de alto riesgo” que él no sólo integra sino del que pretende ser un entomólogo. Que ambos autores hayan encontrado en circunstancias personales el modo de dar con el tono de una época es un mérito que hay que agradecerles, porque ilumina nuestra propia situación frente a la literatura.
Si en Cumpleaños de César Aira ese miedo a la muerte se decía con todas las letras, en Vivir para contarla y, sobre todo, en Martin Bauman, aparece como presupuesto: la escritura de sí, la autoexplicación, la (auto)indulgencia o la impiedad son las formas de aparición de esa necesidad de reordenar las piezas de la propia literatura en otro relato, el relato postrero, presentado (curiosamente) como el relato primigenio.
Así, Martin Bauman vuelve sobre algunos episodios emblemáticos de Amores iguales y algunos cuentos del propio Leavitt, para declarar (pero muy lejos de todo gesto vanguardista) que vida y obra coinciden puntualmente y que la escritura no es sino la manera de ir y venir de una dimensión a otra.
Martin Bauman es un relato autobiográfico y también un roman-à-clef en el que el artificio de cambiar algunos nombres y callar otros apenas si oculta las figuras que habrían puntuado la vida de David Leavitt: el mítico editor Gordon Lish (que se llama en la novela Stanley Flint), la actriz Jodie Foster (que aparece sin seudónimo –ni falta que hace–), Adrienne Rich, Edmund White, las revistas The New Yorker (que en la novela es simplemente “la revista”) o Esquire (que se llama Broadway).
No importa si los pormenores de la vida de Bauman coinciden con los de Leavitt (como tampoco importa tanto si los pormenores de la vida de GGM coinciden con los del “personaje” de Vivir para contarla). Bien mirada, Martin Bauman es una novela de oficios, y la vida que cuenta en primera persona (la vida de un escritor) es el pretexto para trazar un fresco sobre el mundillo literario de los años ochenta (los años de Reagan), la “nueva literatura” norteamericana, de la que Leavitt fue involuntario portavoz, y la transformación de las viejas casas editoras en empresas de entertainment (los años de la mercadotecnia).
Por supuesto, Martin Bauman es la más proustiana (la más chismosa, la más inmisericorde, la menos patética, la más larga) de las novelas de Leavitt, sin llegar a provocar siquiera la milésima parte del efecto de En busca del tiempo perdido. En ese sentido, la obsesión norteamericana por reescribir a Proust sigue teniendo en Capote al más grande de sus representantes (y su intento sigue siendo el más noble fracaso).
Entretenida, Martin Bauman no es, sin embargo, una gran novela (como sí lo fueron Amores iguales y Mientras Inglaterra duerme), ni una novela “interesante” por sus excesos (como El lenguaje perdido de las grúas), pero tampoco es una novela mala (como Junto al pianista). Parecería ser una novela de transición, por el modo en que Leavitt ajusta cuentas con su propia autoindulgencia y su necesidad de gustar a toda costa, de “ir sobre seguro” (como varios personajes le reprochan a Martin Bauman). Entre esas tretas (del débil), habría que señalar que la perspectiva gay que Leavitt viene desarrollando desde el comienzo alcanza en Martin Bauman un punto de coagulación ya sin retorno. El hastío que provocan los segmentos melodramáticos de esta novela sólo podrían compararse con los peores episodios de Will & Grace o Queer as folk.
Si todo el artificio novelesco (lo sabía Proust) depende de encontrar los nombres propios de la literatura, es una pena que Leavitt no se haya animado a matar al canallita Martin Bauman para renacer de sus cenizas ficcionales y escribir la novela que, en su imaginación y también en la nuestra, le falta escribir: los Cien años de soledad norteamericanos.

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