Dom 30.01.2011
libros

Amigos son los amigos

En busca de recrear un costumbrismo barrial sobrio, Los hijos únicos es la visión de un nuevo narrador sobre la educación sentimental de los ’90 en un pueblo bonaerense.

› Por Damian Huergo

Una de las tendencias que se insinúan entre lo que se ha dado en llamar “nueva narrativa” argentina es la de prescindir en general de los dones más volados de la imaginación y armar –nuevas– versiones regionales o barriales del eficiente costumbrismo. Muchas veces estas fórmulas se mezclan con las de la imaginería bizarra y dan buenos libros. Otras, son como líneas paralelas que continúan su viaje –en solitario– hasta el infinito. En Los hijos únicos, Manuel Crespo, escritor y periodista, ordenó en su primera novela el material en bruto de su pasado en un pueblo bonaerense. Y si bien ningún recuerdo es fiel a lo recordado, Los hijos únicos logra captar esos años de adolescencia donde se crece con la sensación vertiginosa de que los acontecimientos se precipitan alrededor de uno cuando en realidad pasa poco y nada.

La historia es sencilla. Pedro, un joven periodista, se acaba de mudar solo –por primera vez– a un departamento en la Capital. Rodeado de cajas embaladas con ropa, vajilla y libros, apura la nostalgia y escribe sobre sus años en Coronel Labrado, el pueblo donde creció. Aclara que no lo hace para rastrear su identidad ni para saber dónde está parado sino que como su admirado Faulkner, su objetivo es hacer literatura con su aldea. Pedro –parafraseando a Pirandello– es un autor en busca de sus personajes. Y los encuentra en su propio pasado. Los protagonistas de Los hijos únicos será entonces el grupo de cuatro amigos que Pedro integró en su adolescencia. Aquellos con los que experimentó sus iniciáticas vías: borracheras, sexo, la proximidad de la muerte, el paso de los videojuegos a las disquerías, como si se tratase de las escalas de llegada a la primera juventud.

Crespo narra en primera persona historias que son parte de la mitología privada del grupo de amigos de Pedro –visible alter ego del autor–. Anécdotas que resultan familiares para cualquier joven de clase media (las diferencias sustanciales no son territoriales sino económicas) que haya crecido en los noventa. Recorre fiestas de egresados, triángulos amorosos que recuerdan conflictos de series juveniles (al fin y al cabo la televisión fue la gran educadora sentimental de la época) y hasta el iniciático viaje de mochilero al sur. En este torrente de historias –-estructuradas cronológicamente– se destacan el relato oral de Ramón (donde cuenta con aires de Fontanarrosa el levante de una “porteñita”) y el sinsabor del encuentro sexual de Pedro con la reina devaluada de su adolescencia, diez años después.

Los hijos únicos –ganadora del certamen “Laura Palmer no ha muerto” en 2010– es una novela sobre las primeras amistades; sobre aquellos seres humanos que uno empieza a querer –por primera vez– sin los mandamientos sociales de los lazos sanguíneos. Sin embargo, a diferencia de otras historias sobre el primer núcleo fuerte de la amistad –como Río Místico de Dennis Lehane o la reciente Pinamar de Hernán Vanoli–, en Los hijos únicos no hay una trama sobrevolando que dé contención a los relatos dispersos, más allá de los contrastes que el paso del tiempo provoca en los personajes. Queda entonces la sensación, entre historias agridulces y buenas anécdotas, de que la cuestión esencial de esa educación sentimental se queda atrapada en una profundidad a la que solo los personajes pueden llegar a asomarse.

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