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Domingo, 23 de diciembre de 2012

La última editorial del siglo XX

En la última edición de la Feria del Libro de Guadalajara se le otorgó a Adriana Hidalgo y a Fabián Lebenglik, directora general y director editorial de Adriana Hidalgo, el premio al Mérito Editorial, una distinción que ya habían recibido Antoine Gallimard, Francisco Porrúa, Jorge Herralde y Daniel Divinsky, entre otros. Ambos estuvieron presentes y aquí se reproducen fragmentos de los discursos pronunciados al recibir el galardón, donde se rememora la creación de la editorial en el último año del siglo XX y el rol del editor en tiempos en que la tecnología, a través de Internet, ha planteado nuevos desafíos a la profesión, a los escritores y a los lectores.

 Por Fabián Lebenglik

Cuando comenzamos con Adriana Hidalgo nuestro proyecto editorial a fines de los años noventa, tomamos como modelo no sólo la tradición de la edición independiente argentina, sino también el trabajo y los catálogos de varios de los editores que hoy están aquí presentes y que en algunos casos también han ganado este mismo premio en ediciones anteriores de la FIL. Ellos, ustedes, marcaron en parte el camino para construir a lo largo del tiempo un catálogo valorable. Allí... (es decir, aquí) queríamos llegar.

Publicamos los primeros libros en 1999, por eso me gusta decir que somos la última editorial del Siglo XX.

La gran cantidad de periodistas que nos están entrevistando en estos días coinciden en preguntarnos qué será de los editores y de la edición con las imposiciones de la tecnología. Creo que el trabajo de los editores va a ser cada vez más necesario, cualquiera sea el formato, soporte o modo de transmisión y publicación de los textos. El lugar del editor es crucial en la cultura contemporánea. Internet transformó los textos, la música y las imágenes en fluidos magmáticos, muchas veces indeterminados y de origen incierto. El editor formado, con ojo entrenado, tiene y tendrá la tarea de encontrar y dar sentido a ese magma abrumador. El editor se encarga de seleccionar textos, libros y autores; descubrir, dar a conocer, indagar en la lógica de los textos y acompañar al escritor en la tarea de publicación; también el editor busca generar nuevos lectores, traduce o hace traducir lo más interesante de otras lenguas; es un intermediario entre los autores y los lectores. El editor también debe construir un catálogo que ofrezca una suerte de biblioteca, de guía de lectura confiable. Esa siempre fue y seguirá siendo nuestra tarea, especialmente ahora, cuando la tecnología está produciendo una profusión abrumadora e indeterminada, que muchas veces se neutraliza a sí misma.

Por otra parte, el deseo que cientos de millones de personas tienen de sobreexponer su intimidad en las redes sociales transforma el lugar del editor en un trabajo ideal para los pudorosos como yo. Porque desde un perfil bajísimo se logra muchas veces estar en el centro de la escena a través de los libros publicados.

En mi caso, comencé a formar parte del mundo editorial cuando estaba en la última etapa del colegio secundario, en la década del setenta, como corrector freelance de la editorial Emecé, para la colección de El Séptimo Círculo que había fundado Borges. Desde la adolescencia tuve claro que el deporte es insalubre y prefería la literatura.

Comencé en el “infierno” de la Argentina de los setenta y del séptimo círculo borgeano y dantesco, que es, en términos literarios y simbólicos, precisamente, el círculo de la violencia: corregía las pruebas y galeras de la mejor literatura policial.

A partir de entonces trabajé en varias editoriales literarias y periodísticas; en los primeros años ochenta comencé a trabajar en la editorial El Ateneo, donde recorrí todo el espinel editorial, desde corrector y corrector de estilo, hasta editor, director de colecciones y de uno de los departamentos editoriales. Paralelamente me formé y gradué en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Este premio que hoy nos dan en la FIL me impide realizar dos prácticas muy argentinas: la queja y la acusación de que hubo un complot. Es evidente que no puedo quejarme y menos puedo atribuir este reconocimiento a que se han complotado para beneficiarnos. A pesar de que admiro a Groucho Marx, hoy no voy a suscribir su negativa a ser miembro de un club que lo admita como socio. Yo sí quiero formar parte de este grupo en el que el premio de la FIL me coloca, junto a editores que admiro.

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