Domingo, 27 de enero de 2013 | Hoy
Del escritor de éxito señalado por Cortázar al escritor secreto perdido por el mundo como un vagabundo de Kerouac, Néstor Sánchez es uno de los secretos más extremos de la literatura argentina. Si bien libros como Siberia Blues, Nosotros dos o La condición efímera han sufrido olvidos y rescates, es sobre todo su figura y un muy personal derrotero lo que últimamente convocó las aproximaciones entre la biografía y la autoficción de Sobre Sánchez, de Osvaldo Baigorria, y El drama sin atenuantes (Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo). A partir de estas obras y de la errante figura de Sánchez, pueden trazarse los linajes plebeyos y nómadas de lúmpenes, hippies, beatniks y crotos que se abrieron paso desde la contracultura de fines de los años ’50 hasta los últimos avatares del nuevo siglo, dejando una huella física y experimental en la literatura contemporánea.
Por Miguel Vitagliano
Néstor Sánchez (1935-2003) publicó la primera de sus cuatro novelas, Nosotros dos en 1966, por el impulso entusiasta de Cortázar. Antes había sido bailarín de tango y hombre de barrio con una esquina de jazz. Después, escritor de prestigio, traductor de francés e italiano, lector de la editorial Gallimard, y a mediados de los ’70, impulsado por las enseñanzas de Gurdjieff, dejó todo para vivir como indigente, primero en California y luego Manhattan, como linyera, homeless, clochard, lumpen, sin que nadie supiera nada de él durante años. Regresó al país a mediados de los ’80 con un libro de relatos, La condición efímera (1988, reeditado por Paradiso en 2009), y la convicción de que ya no volvería a escribir.
Aun en los tiempos en que se publicó su último libro, los anteriores permanecían en las mesas de saldos de las librerías de Corrientes. Imperturbables, como si Sánchez se hubiera disuelto en la indiferencia de la guía telefónica de las lecturas. En los últimos años la situación ha tendido a revertirse con la reedición de alguno de sus textos, y sobre todo ahora con la publicación de su biografía, Sobre Sánchez de Osvaldo Baigorria (Mansalva), y El drama sin atenuantes. Conversaciones de Néstor Sánchez y Carlos Riccardo (Letra Nómade, 2012).
Dos libros que se resisten a acomodarse a las expectativas, prefieren hacerlas caminar y moverse constantemente, tal como hizo Sánchez en su vida. El drama sin atenuantes, que reúne cinco conversaciones del verano de 1989, es un diálogo “escrito” de a dos y desgrabado por uno solo acerca de las posibilidades de la escritura. Es el testimonio más pleno sobre el derrotero de Sánchez en las enseñanzas (el Trabajo, como él lo llama) de Gurdjieff que lo conduciría a la renuncia de la escritura: “Todo libro escrito es un libro que uno nunca volverá a escribir. Todo proceso auténtico de escritura es un proceso de pérdida”. No hay opción para Sánchez y, sin embargo, Riccardo (1956) insiste en lo contrario, y en encontrar una grieta en ese vacío autoimpuesto: “La escritura, en su disyuntiva ética, ¿desemboca siempre en silencio o locura? Uno puede resguardarse también en la razón...”. Sánchez sostiene que ya se le ha vuelto innecesario escribir, Riccardo reclama construir una nueva necesidad que lo haga posible.
En Sobre Sánchez, Osvaldo Baigorria da por sentado el camino de esa posibilidad, y con tal convencimiento que convierte la biografía de Sánchez también en un impecable relato autobiográfico que llega a leerse como autoficción. Un contrapunto en el que las similitudes no hacen sino marcar las diferencias: el escritor biografiado que deambulaba como lumpen por la isla de Manhattan, y el otro que comienza a escribir su libro al mismo tiempo que decide irse a vivir a una isla de Tigre. Dos estados para dos islas.
Los trece años que distancian a uno de otro le permiten a Baigorria realizar una lectura diferenciada sobre un horizonte similar de experiencias culturales. Porque también Baigorria supo de Gurdjieff, pero a través de un discípulo del gurú, mientras trabajaba como sembrador de árboles en la frontera de Canadá con Alaska entre fines de los ’60 y principios de los ’70, antes y después de lanzarse a la vida en comunidad, a la experiencia hippie, las drogas, el toque lumpen, robar por despecho una carísima edición del Kaddish de Allen Ginsberg expuesta en los escaparates de City Lights y después venderla para comprar la entrada a un recital de Ginsberg y Gregory Corso, dos de los beatniks que fueron guías luminosas para Néstor Sánchez.
Pero la cercanía no hace sino catapultar la diferencia, y una alternativa. En parte, generacional, y en parte ideológica. Los trece años de distancia, señala Baigorria, definen a Sánchez como beat con su modelo en Kerouac, y a él como hippie teniendo a Jimi Hendrix en el altar profano. Un cambio que implicaba que el jazz cediera ante el rock, y que en Argentina no hubiera lugar para el tango entre los jóvenes de los ’70, como sí lo había tenido para la franja etaria de Sánchez. El tango nada arrastraba ya de “lascivo ni marginal”, representaba la “cultura popular paterna y dominante”, y además “en decadencia según decían los mismos cultores con nostalgia”.
Una biografía-autobiográfica que nada tiene de complaciente y menos de celebración, y mucho sí de indagación sutil sobre una trama social que aún hoy nos marca las pisadas. Y lo lumpen, una y otra vez, que Baigorria insiste en leer por igual en Sánchez y en su propia historia. Lo lumpen como condición pasajera, como estrategia y como trampa. Uno fue homeless a los veinte años en la misma ciudad en que el otro lo sería una década más tarde y a sus cuarenta. Hay “un terruño compartido pese a las diferencias”, dice Baigorria y piensa en cierta homofobia patriarcal de su biografiado.
En El drama sin atenuantes, lo lumpen es una lengua que no se escucha, se mantiene intacta para no “atenuar” la conversación entre el narrador (Sánchez) y el poeta (Riccardo), circunscripta al punto límite de una experiencia. Esa cualidad hace que los dos libros se complementen a la perfección. El encuentro de Riccardo y Sánchez se da en presencia y se hace presente en la lectura, pero también hay algo más: en las conversaciones del ’89 Riccardo está por publicar Cuaderno del peyote y tiene 32 años, la misma edad que tenía Sánchez cuando corregía las galeras de su segunda novela, Siberia Blues (1967), y descubrió o se lo impuso por primera vez que debía hacer un cambio rotundo en su vida, lo que pronto habría de conducirlo hacia Gurdjieff. Dice que sintió “la necesidad grande de terminar con cierto aspecto” de su vida y del mundo de sus personajes, “terminar con un lenguaje, con la condición de lumpen que está en Siberia Blues”, sí, “y me di cuenta de que no sabía orientarme”.
Lo lumpen es un filo que corta, y a veces concentra el orden de las lecturas aun cuando cree desgarrarlas. Un vocablo con distintas acepciones, algunas de ellas opuestas, y que conviven sin mucho desconcierto en la cultura argentina. Baigorria se detiene a definir al menos tres. La primera deriva del término utilizado por Marx, “el lumpenproletariat”, para definir a los “trabajadores desclasados”, los trabajadores ocasionales pero también a los vagabundos, e incluso a los delincuentes. La segunda, en franca oposición a la anterior, alude al uso reivindicativo que, en especial, proviene del anarquismo y que reconoce como políticas las prácticas contra el orden establecido de los sectores marginales. Ninguna de las dos, sin embargo, es la que Néstor Sánchez convoca cada vez que pronuncia la palabra “lumpen” para referirse a sí mismo o a sus personajes, sino una tercera, “una acepción –dice Baigorria– más milonguera, más del arrabal”: el lumpen como aquel que no es otario, el que no cae en la red, el que se resiste a ceder, digamos, a una vida mocasín.
Las palabras son caballos de Troya cargados de otras palabras, y son históricas, jamás se quedan quietas. En la primera acepción, por ejemplo, se sostenía el epíteto despectivo “lumpen” que la izquierda, más o menos tradicional, acostumbraba a utilizar para referirse a quienes no se reconocían como parte de un colectivo definido por la clase, y que por lo tanto representaban la ausencia de la solidaridad, actuando solo por propio egoísmo y en base a un espurio beneficio inmediato. Una taxonomía que supo, también, volverse rígida y excluir a todos aquellos que presentaran una diferencia (“los desviados”) con respecto a quienes se erigían en portadores del único sentido. ¿Podría mantenerse sin matices hoy esa concepción, muy extendida décadas atrás, cuando las representaciones colectivas tradicionales tienen borroneadas sus características identitarias y han emergido nuevas subjetividades políticas? La pregunta redunda también en la orientación de cada lectura: ¿desde qué acepción de lo lumpen se lee aquello que se presenta como tal?
Hay situaciones en que el planteo de las preguntas abre más posibilidades que las respuestas, y ésta es una de ellas. ¿Habrá un tipo de acepción de lo lumpen que resulte más cómoda al statu quo de las sociedades de control en las que vivimos? ¿Algo que sintonice mejor con el estado de cosas que, justamente, se pretendería alterar o cambiar? Se podría leer en Cortázar, tan afín a Sánchez en su fervor por el jazz y los beatniks, un episodio de Rayuela que resulta un buen antecedente: el encuentro sexual de Oliveira y una clochard en una noche junto al Sena. Oliveira se decide lumpen siguiendo la tercera acepción, mientras que la novela presenta ese acto de su personaje con el sentido de la segunda; es decir, como una provocación al orden literario. Aunque no mucho: altera las reglas, pero mantiene el mismo juego. Manuel Puig, en cambio, arremete contra la primera acepción de lo lumpen en El beso de la mujer araña, contra la rigidez plagada de estereotipos de cierta izquierda revolucionaria hacia la posición del homosexual, “el desviado”. ¿Cuál será la acepción elegida por el lector en cada uno de los casos?
Tampoco lo lumpen puede homologarse al malditismo, esa figura mítica del escritor que invierte la ingenuidad del poeta-beatífico por la enfática realidad de su contrario. Es una condensación romántica que arrastra un relente aristocrático, mientras que el lumpen lleva consigo el plebeyo olor de lo barrial. El lumpen hace la suya, el maldito se decide por lo que nadie se anima ni puede hacer. Resulta difícil, aun así, trazar la diferencia. Es más, zanjar la diferencia absteniéndose del peso que puede gravitar la deriva hacia la locura.
¿Osvaldo Lamborghini maldito y Néstor Sánchez lumpen? Si hay respuesta, ésta define sobre todo el estado de una literatura. La pregunta no radica ya en conocer qué se lee, sino en qué cosa se busca (leer) en esas lecturas; no es lo mismo. La editorial que ha publicado Sobre Sánchez dio a conocer en 2008, Osvaldo Lamborghini, una biografía, de Ricardo Strafacce, un estudio pormenorizado de más de 800 páginas en un país donde escasean las biografías de escritores. Basta con hacer la prueba de nombrar a ocho autores argentinos del siglo XX para comprobar que de la mayoría no se encontrará una completa biografía.
Cortázar viaja de París a Centroamérica para reunirse con dirigentes sandinistas cuando Néstor Sánchez deambula por EE.UU., y Manuel Puig dicta cursos de literatura en Nueva York mientras Osvaldo Lamborghini en Buenos Aires se ilusiona por un comentario fugaz y peregrino de que Puig podría difundir sus textos, allá tan lejos habiendo tan poco bien cerca.
Cuando Néstor Sánchez escribe Diario de Manhattan, las notas de un diario sobre su experiencia como clochard (en La condición efímera), no piensa en ningún juego sino en el Trabajo que le hará tomar mayor conciencia de su cuerpo. Así, se decide hacer todas y cada una de las tareas habituales con la mano izquierda, quiere sentir ese desacomodamiento. Sencillo resulta encender un cigarrillo con la mano torpe, menos escribir con ella, aunque al conseguirlo disfruta con la sensación de “devolver el cuerpo a los cinco años”. Lo más complejo era aprender a afeitarse con la izquierda y anota, como si le ordenara a un muñeco: “Todo lo hará a partir de ahora el flanco izquierdo, incluyendo afeitarse”.
Baigorria interpreta la recurrencia de ese hábito cotidiano. Dice que “como linyera que se precie, sabía que lo único que debía mantener limpio a la vista era el rostro”. Y añade, acaso también para sí, como si mirara al espejo su propio rostro de profesor universitario que alguna vez fue otro: “Después de los cuarenta años, cada uno es responsable de su cara”.
Baigorria no conoció en persona a Néstor Sánchez, sí a su hijo Claudio, nacido en 1960, el que supo encontrar al padre luego de buscarlo durante años. Claudio cuenta que apenas lo vio en el aeropuerto se sorprendió ante la falta de equipaje: “Venía a quedarse en la Argentina después de 18 años de ausencia y apenas traía un bolsito vacío de tela de avión. Digo vacío porque se notaba que no tenía peso ni bulto”. Era 1986. También lo notó avergonzado por su boca casi sin dientes. Diario de Manhattan está dedicado a Carlos.
En una de esas páginas Sánchez registra que ha pasado por el bar donde Gurdjieff solía escribir y atender a quienes se interesaban en sus enseñanzas. El lugar ya es otro y sentencia: “Cuando un hombre empieza a trabajar en sí mismo, todo le habla”. Claudio dice que creyó que con Gurdjieff tenía un salvoconducto que le impediría vivir como los demás “que nacen, laburan, se reproducen y mueren”.
Aquella idea que a Sánchez se le había impuesto por primera vez al publicar Siberia Blues, ya lo tenía atrapado mientras escribía El amorh, los orsinis y la muerte (1969) y no iba a soltarlo. Como dice en El drama sin atenuantes: “Se creó en mí la contrariedad moral de que si estoy frente a un conocimiento objetivo, vasto, que contiene una cosmología, mi escritura va a ser una especie de atributo inmoral, (...) quiero decir que la escritura en esa dimensión pertenecería a un orden de misión de un hombre que ha comprendido y sabe por qué escribe”.
En 1969 la editorial Sudamericana publicó El amorh, los orsinis y la muerte y Osvaldo Lamborghini su primer libro, El fiord, con el sello Chinatown, una primera edición que aún podía encontrarse en oferta con los libros de Sánchez en las mismas librerías hasta entrados los ’90. Lamborghini escribió una reseña sobre El amorh... en la revista Periscopio –el nombre adoptado por Primera Plana luego de la prohibición de agosto del ’69– en la que invitaba al “goce de la lectura” de ese texto en que “lo marginal se vuelve central”. Sánchez no habría compartido una opinión semejante al leer El fiord, según cuenta la biografía de Strafacce. “Será lo primero que escribiste, pero para mí es una porquería”, fue lo que al parecer le dijo a Lamborghini en un encuentro ocasional en la casa de Germán García. En Sobre Sánchez Baigorria vuelve sobre el asunto sin llegar a mucho, y acaso no importe demasiado, o no debería importar. Quizás mejor sería preguntarse qué cosa hay en una causa que no sea sino una justa verdad siempre diferida.
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