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Domingo, 28 de septiembre de 2014

EL NOMBRE DE UN DESTINO

Monólogos de un poeta, apelaciones a la lengua de los malones, a destinos sudamericanos y argentinos de personajes que sin ser ni militantes ni malandras, ni gauchos ni fugitivos, tienen algo de ellos, están en otra parte. Lucho Maidana ataca es la historia de un hombre encerrado en la cárcel y en la incesante sucesión de unas confesiones sin rumbo cierto. Y es la obra más reciente del poeta Luis O. Tedesco, una experiencia de lenguaje fuerte y vertiginosa.

Por Perla Sneh

Quiero decirlo de entrada y con palabras de Marina Tzvetáieva: este libro tiene algo de milagro. Quizá por eso –porque, como bien dice Lucho, “un rato de milagro es mucho para cualquiera”– lo leí de a tramos, a veces tropezando en su sintaxis poderosa; otras, forzándome a interrumpir, arrancándome a conciencia de su vértigo, cosa nada fácil ya que, desde los mismos epígrafes, leía cautiva del fraseo que no me soltaba, de su sonoridad rotunda, su economía por momentos bíblica (y con esto quiero decir: una exuberancia que no desconoce la parquedad). Quizá sea el milagro de una vida más allá de la vida contada en endecasílabos; aunque exagero un poco, no todo es endecasílabo en esta escritura para nada encasillable en las taxonomías académicas. Dejemos esa discusión para los comisarios dominicales, así se distraen y nos dejan tranquilos para volver a esta poética –llamémosla tedesquiana– que se desgrana en un ritmo que hace que no dé lo mismo no leer este libro en voz alta: escrito con la oreja, el ojo lo lee escuchándolo y su sabor nos pasa por la boca.

Cito, menos por ejemplificar que por paladear: Iverna la fiera, averna el subrepticio, murmuya el dinosaurio y el emboscado, en sus noches de juerga solitaria, chupa de ahí el licor de su reír desesperado.

Podía ocurrir –ocurrió– que cuando interrumpía la lectura –a veces, no sé, hay que hacer la cena, “la vida consciente es difícil de abolir”–, me preguntaba dónde estuve. Como pregunta era extraña, como cuando uno va a nadar y, al salir, nada vale preguntarse en qué lugar del agua estuvo; sólo puede decir que era el mar y que a veces uno sacaba la cabeza pero volvía a sumergirse.

Hay, en este mar, estelas de sonoridad estricta y belleza no menos: “Me sorprende que brioso de palabras le meta denuedo a mis remilgos, entonces digo disparates, sociologizo que soy otro, señuelo de hombre en dicción de libertá; alguien apetecido por el ente, digno de ser descolonizado, o feligrés de la gnosis cadavérica; mejor no, mejor me quedo en el barrio y me atengo al formulario” (página 56).

Son decires tan contundentes como la materialidad misma de este libro que, con su porte desbordante, preludia el lugar que tomará esta escritura en el lector que se aventure a ella, un lector que –vayan sabiéndolo (el que avisa no es traidor)– no saldrá igual que como entró. Puede pasar que, si uno no se cuida de tomar aire en la mayúscula, llegue boqueando al signo escandidor: su desenfrenada sobriedad puede dejarnos sin aliento. Y en ese respirar asediado uno nunca sabe a dónde va; de la desolación a la carcajada, todo ocurre sin aviso: los devaneos desopilantes sobre el posible estilo de un carnicero; un partido de fútbol entre fósiles idiosincráticos; los asesinos monologados en su crimen; incluso ese instante en que fulguramos como datos, como ampoyas subcutáneas reventando en la objetividá; es un flash, no más que un flash en la interna fabulosa del suceder; luego caemos, caemos como la sombra cae en la oscuridá de su simiente (página 383).

En algún momento pensé, mientras leía, en La vuelta del malón, de Della Valle, con sus incensarios revoleados como boleadoras, sus indios con portafolios y sus cruces cabeza abajo. Me dirán que me equivoco de libro; puede ser, pero hay algo desatado –aunque, insisto, frugal– en Maidana, que no es un libertario, ni un militante, ni un ideólogo, tampoco es un sicario, sino un hombre en pie de guerra con las pocas palabras que le quedan, que son muchas, precisas, tiernas, impiadosas. Importa, creo, pronunciarlas hoy, aquí; importa que se nos queden en la boca.

Porque lo primero que Lucho Maidana ataca es la lengua. Y lo hace con un idioma pisoteado, barroso, mugrecido de sublevos contra los ardides del doblez archivista, el idioma burocrático del saber instrumental (página 18). Para este embate, Tedesco compone –en el sentido musical del término, pero no sólo– una oralidad que no es mera imitación de lo hablado, sino su destilación en el lirismo de una voz que puede modular gongorismos canyengues con arcaísmos de diccionario, lenguajes de quilombo con prosas latinas; un lirismo que no perdona nada, ni la ortografía; por eso puede suprimir sin aspavientos la “de” final de un sustantivo para bajarle el bronce a la abstracción o sofocar la castiza resonancia de la “elie” con una ye arrastrada como gemido de bandoneón.

No pienso resumirles nada. Sólo diré que esta escritura tiene sus armas. Entre ellas, las preguntas: hay al menos dos que se toma muy en serio. Una es ¿quién soy?, pregunta que no flota entre vapores filosóficos, sino que se retuerce en la formulación maldita, grabada para siempre en nuestra piedra, por una figura ya tan argentina como el prócer, el torturador: ¿quién sos?, ¿quién carajo te creés que sos? Lucho pone en escena esta pregunta no porque se crea nadie en especial, sino porque entiende que la vida le reclama ciertos actos. Y él no los rehúye.

Pero para no digo responderla sino lidiar con la pregunta, Lucho se hace otra: ¿debo matar? Nótese que no dice no matarás, nótese que ni siquiera se refugia en la negación virtuosa del infinitivo (no matar). Lucho –esta escritura– no enarbola mandamientos quizás porque –está dicho claramente– no le aconseja a nadie meterse a dirimir con la palabra pecado (página 138). En cambio, nos deja solos con la historia para situarnos, como podamos, en esa trama de hilachas misteriosas concedidas a la objetividá (página 393). Lucho, por su parte, monologa su pregunta: ¿debo...? Porque para matar primero hay que decirlo, masticarse las palabras, “masajeados por la muerte”: Lucho Maidana ataca: con estas palabras me inicié en los dispositivos para matar.

¿Debo matar?: la pregunta no cede ni para Tedesco, ni para Maidana, ni para el lector; las voces –aunque se trate de un monólogo, éstas son muchas, si bien todas atrapadas en la misma intemperie– las voces, digo, se trenzan en la conjugación fatídica: matar, haber matado; debimos haberlo matado; el hombre que matará, matar como yo maté; yo maté y no maté; mataron; matar ratas, matar personas. El verbo no cede y tampoco la pregunta que, ni siquiera una vez formulada, se queda quieta, como lo inmóvil permanece inmóvil mientras la amenaza, una vez desmesurada, chapotea desvanecida en la raíz del odio inamovible.

Odio: No digo que sea fácil, pero hay que seguirle el tranco a esa palabra cuando no se disfraza de culpa, ni ruega perdón por su pasado, pero, tampoco, se desentiende de nada: No te detengas, ya mataste, ya se hizo tu justicia, ahora sólo te queda recordar que alguna vez fuiste acariciado. (página 62).

Lucho sabe de su acto meditado con paciencia y no desconoce lo que sabe. Sin embargo, ni siquiera una vez consumado el crimen, se apaga la pregunta: “¿debí, finalmente, matarlos y pudrirme para siempre, solo y para siempre con mi cabeza olfateándome, hurgando la posibilidá de mi cadáver?” (página 150).

Dije mar y dije milagro, ahora digo fuerza; una fuerza que funciona así (de nuevo, Tzvetáieva): ¿Piensa? No. ¿Hay pensamiento? Sí. Pero sin su gesto volitivo; es el pensamiento lo que trabaja en él, cava pasos subterráneos y, de pronto –con el estallido de luz– hacia afuera.

Con esa fuerza –la de un decir sin saber de qué lado tiran las palabras– esta escritura despliega las huellas de la ruina del presente en las narices mismas de tanto sociólogo de pantalla, convencido de que la historia puede escribirse sin tragedia y con definiciones abstractas; porque Lucho Maidana ataca no es el título de un relato distópico, sino que es el nombre de un destino, un posible destino de palabras argentinas. A cada uno le cabe preguntarse qué es participar en un destino semejante.

La fuerza también es la de un tiempo, un tiempo que se remansa y que se precipita, un tiempo que pide ser perdido para, en esa pérdida, ser nuestra ganancia: es la fuerza anacrónica de un nudo rítmico de casi cuatrocientas páginas que resuenan con la contundencia de un aforismo y, así, sacuden ese ideal de brevedad hoy corporizado en no más de ciento cuarenta caracteres. La abundancia, entonces, no es derroche, es –sepamos apreciarlo– un don generoso.

Lucho Maidana ataca Monólogos en contexto de encierro. Luis O. Tedesco Grupo Editorial Latinoamericano 400 páginas

Para agradecerlo, debiéramos incluir aquí mucho más: frases como Mamá cuando reía el azul de la glicina parecía pinturita, la oya humeaba y una sábana fresca, blanquísima, flotaba sobre mi cama (página 375); el pudor de las citas, que sitúan más que definen; los amigos que este texto convoca, entre la complicidad y la cachada; los personajes como el poeta Atalaj, que se parece a Tedesco hasta el plagio; la manera de andar con tantos, como cuando se pone viñesco (entre mis opciones de última está huir o suicidarme, página 57), o macedoniano (salvo los sobrantes, no me faltaba nada, página 55) o cuando, arltiano, reclama un cuadrilátero de box; también cuando “maniera la estampida” al modo en que Lugones “cianuraba el cielo”; (y ¡por favor!: no hablo de “influencias” sino de un modo de andar cerca); hasta hay algo de –no sé si me atrevo a decirlo– suplemento borgeano en las notas al pie de ese editor que dice que el libro bien puede leerse sin ellas; pero no le crean, sería como leer Rayuela sólo del “lado de acá”. Incluso, y ya fuera de los panteones literarios, está la “inspiración acelerada” de Hugo Savino, las “lágrimas blancas” que atribuye y desatribuye a Luis Gusmán, la glosa arbitraria de una idea brillante de Juan Ritvo. También quedan por decir la manera de tomarle el pelo al psicoanálisis habiendo casi inaugurado el texto con la palabra “conjetural”; el valor que cobra la palabra “padre” –hoy mercancía psi de las más baratas– invocada para el crimen; las mujeres –sobre todo la Rumana– que en nada se parecen a la Maga, justo ahora, que andamos de homenaje en homenaje; los sopapos literarios que Tedesco se da el gusto de pegar. Y hasta queda fuera algo más de la Tzvetáieva que, rusa como es, habla la misma lengua que Tedesco aunque use otro alfabeto, porque ambos escriben sin consuelo, sin medida, sin límites, sin apelación, sin paz. Y toda su lengua está en ese “sin”.

Dejo afuera, entonces, todo esto y mucho más porque, antes de cansarlos, quiero dejar bien en claro dos cosas: una felicidad y una advertencia. La felicidad –que no está exenta de un dolor profundo– es la de leerlo. Y la advertencia es: críticos adocenados: ¡abstenerse! (Como dije: el que avisa no es traidor).

Este texto de Perla Sneh fue leído en la presentación de Lucho Maidana ataca de Luis Tedesco.

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