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Domingo, 16 de noviembre de 2014

EN UN LUGAR DE OCCIDENTE

Niño mimado de la intelectualidad española, hijo de familia de poder y prosapia periodística, José Ortega y Gasset pronto accedió a lo más conspicuo del pensamiento alemán, pero no llegó a construir, como fue su deseo y obsesión, un sistema filosófico completo. Y sin embargo, su talento ensayístico y sus incursiones políticas lo convirtieron en un escritor de indudable influencia dentro y fuera de España, incluyendo una marca destacable en la cultura argentina. Jordi Gracia, catedrático y autor del agudo panfleto El intelectual melancólico, accedió a sus cartas inéditas y armó una biografía quizá definitiva de Ortega y Gasset, tan completa como intensa y atrapante.

 Por Pablo E. Chacón

Si se atiende al tópico de que la lengua del ser (la lengua de la filosofía) en algún momento pasó de Grecia a Alemania, ese tópico, que suele atribuirse a Martin Heidegger, anularía cualquier meditación de ese orden no sólo en castellano sino en otras lenguas, aun las tributarias de raíz indoeuropea. Es en ese contexto, a principios del siglo XX, que José Ortega y Gasset, niño prodigio del periodismo y el pensamiento en español produce una cantidad de textos, ninguno de los cuales termina de cuajar en un sistema o una visión del mundo, tironeado como estaba por sus múltiples pasiones, distribuidas en diarios, revistas, libros, notas, escrituras, reescrituras y pedagogías políticas, por la presencia abrumadora de Martin Heidegger y por las circunstancias políticas europeas, y por sus amistades, afinidades electivas, entusiasmos y enconos, que es un poco (o mucho) de lo que habla, dice y narra esta monumental biografía –que parece escrita de un tirón– por el investigador catalán Jordi Gracia, de aire más o menos definitivo luego de tener acceso a la correspondencia (la mayor parte de ella inédita) de Ortega, además de cantidad de material sin publicar o en estado de boceto.

Gracia, a pesar (o gracias a) de poner a Ortega frente a Ortega (al Ortega articulista frente al Ortega pensador; al Ortega mundano frente al Ortega aislado, o al Ortega republicano frente al Ortega temeroso del poder de la masa), no deja de reconocer que en la cantidad de astillas que componen su obra hay, sin dudas, un núcleo duro que Jordi Gracia identifica de este modo: entender la existencia como el espacio de plenitud potencial de cada vida al margen de toda fe o dictado superior alguno. “La noción de felicidad va atada a la comprensión cabal de los propios deseos, no en bruto o en general, sino sincronizados y condicionados por las circunstancias reales de cada cual, no las imaginadas o las fantaseadas, sino aquellas que pueden garantizar una óptima explotación de los esfuerzos individuales por hacer lo que se desea. Esa raíz está completamente viva, como lo está el fundamento ateo de su enfoque de la existencia”, señala el biógrafo.

El ser necesita de otro que sancione su existencia. El ser indudable que hallamos es la interdependencia del yo y las cosas. Somos un ser indigente, menesteroso, escribe Ortega. Y se diferencia de su contemporáneo teutón, para quien aparentemente la historia es un dato menor. Existir será coexistir. El peregrino del ser de Ortega no es el pastor del ser de Heidegger, pero en ambos late una suerte de pulsión pedagógica, de reforma antropológica: el hombre no tiene naturaleza, es el grado cero del fundamento; el hombre tiene que autofundarse permanentemente. Si para Ortega la clave es la historia, Heidegger terminará arropándose en la develación del ser, anterior a ser arrojado al mundo, al desamparo y a la soledad de los espacios infinitos.

Sin embargo, a uno y a otro será la historia la que se encargará de desbaratar algunas de sus ilusiones: el historicismo de Ortega; el gnosticismo encubierto de Heidegger.

“Nos incomoda sobre todo la simplificación de algunos mecanismos de análisis sobre las masas, pero sobre todo nos asombra la ausencia de una perspectiva de raíz materialista o económica, es decir, marxista, para explicar ese comportamiento y las relaciones entre individuo y sociedad”, sostiene Gracia. “También pesa en exceso el tránsito de Ortega desde una pedagogía civil activa y socialista entre 1908 y 1919 y la subsiguiente desconfianza escarmentada hacia la maduración civil de las masas como animal incontrolable. De ahí que en el fondo La rebelión de las masas sea una llamada de alarma contra los totalitarismos y sus masas manipuladas.”

Por cierto, sería disparatado ignorar las circunstancias. El optimismo reformista de Ortega cuando llega a la Argentina por primera vez, en 1916, parece encadenado al supuesto triunfo civilizatorio de la Europa latina contra la también supuesta barbarie protestante y ortodoxa de la zona germanófila y eslava del Viejo Continente. Pocos años después, la Revolución de Octubre y la marcha sobre Roma, como soles en una noche sin perspectiva, estallan en el corazón de la razón: la rebelión de las masas es la de esas masas manipuladas, fogoneadas por la crisis económica y los liderazgos carismáticos que serían la razón, pero esta vez del totalitarismo.

La biografía de Gracia pone el acento sobre un Ortega feliz, protagonista, polemista imbatible, desde pequeño, en múltiples artículos e intercambios epistolares con las mejores mentes de su generación. Es un hombre sonriente que aterriza en el país del ganado y de las mieses en la cumbre de su gloria intelectual. Y así es festejado y recibido, entre otras por Victoria Ocampo, que organiza cursos, conferencias, presentaciones. Es un rey sin corona que ya prepara esa obra cumbre de la filosofía que se demorará una y otra vez en cantidad de proyectos. Ortega es un hombre bajo, pero su estatura es la de un gigante. A la Argentina volverá, pero ya no será el mismo.

Convengamos: el hombre en perpetuo peregrinaje representa para muchos la simpatía de Ortega por el liberalismo. A la manera del liberalismo británico, Ortega confía más en la vitalidad de la sociedad civil que en la institución estatal. Había escrito que “el advenimiento popular al pleno poderío social” era el hecho clave del siglo XX, advirtiendo que esa novedad era susceptible de riesgos inéditos. “La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en lugares preferentes de la sociedad.” Ortega enmarca “este fenómeno de la aglomeración dentro de la crisis de la modernidad”, como Ernst Junger y Alfred Doblin. Pero alarmado escribe: “Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo”. Si “la masa suplanta a la minoría”, entonces la masa requiere una orientación. Ortega cree que una elite ilustrada debe hacerse cargo de la dirección social.

¿Cuál es entonces su relación con Freud, en ese momento teórico de las masas?

–Bueno, tuvo la precoz perspicacia de entender que en sus interpretaciones había un mecanismo poderoso de desenmascaramiento del embuste y el disfraz. Entendió que la recreación de la conciencia humana que practicaba Freud ensanchaba el ámbito de lo real, aunque nos pusiese contra las cuerdas de lo que preferiríamos no saber y aunque incomodase algunas de sus observaciones sobre nuestra constitución emocional. De ahí que fuese uno de los primeros europeos en subrayar la potencia de pensamiento de Freud, tan temprano como en 1910 y en Buenos Aires. Y el principal responsable de la traducción al español de su obra completa.

¿A qué te referís cuando nombrás un mesianismo de Ortega?

–Se siente desde muy temprano llamado a redimir a España de su disolución histórica, y decide sin vacilar, no más tarde de los veinte años, que en él residen los dones para capitanear tanto la resurrección de España como país como las virtudes intelectuales que permitirán fraguar la nueva noción de lo humano, propia del siglo XX: una noción de la historia y del hombre desasida de fe alguna o de cualquier fantasía escatológica de trascendencia. Su ateísmo no fue corrosivo ni anticlerical: fue lúcido y consecuente.

José Ortega y Gasset. Jordi Gracia Taurus 687 páginas

¿Ortega muere amargado? ¿Cómo saberlo? Distanciado de muchas de sus amistades, aplastado por la máquina filosófica alemana (que engendrará mucho de lo mejor de origen francés, inglés y estadounidense), es ahora que se vuelve sobre su figura, esa singularidad sin par, ese nietzscheano lastrado de épicas, caballero de taco y talón acaso incapaz de rematar una pieza filosófica fundamental pero indudable antecedente de la singularidad continental y de la multilengua del pensamiento que, a pesar de sus requiebros, consiguió pensar en español a su país, a su continente, incluso a la Argentina.

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