Domingo, 10 de mayo de 2015 | Hoy
Una biografía “autorizada” de Roberto Fontanarrosa, escrita a modo de homenaje, con testimonios de quienes más lo conocieron y apreciaron, parecería ir en una dirección previsible. Y sin embargo, El negro Fontanarrosa (la biografía), del periodista Horacio Vargas, es mucho más que eso: una inmersión sorprendente en el mundo del escritor y dibujante rosarino que ya forma parte del selecto grupo de los mitos argentinos. Vargas reunió material desconocido del archivo de Fontanarrosa, hizo una evaluación literaria de sus cuentos y novelas y rescató, entre otras, la historia de Ester, la novia desaparecida del Negro. Un primer paso imprescindible para empezar a rescatar y recordar a Fontanarrosa.
Por Angel Berlanga
El negro Fontanarrosa (la biografía): al extraordinario rosarino, humorista gráfico, escritor, autor de clásicos como Inodoro Pereyra o Boogie el aceitoso, le habría gustado este libro cargado de afecto que, con su historia, sus dibujos, las voces de sus amigos, sus cartas y sus fotos, hizo el periodista Horacio Vargas, también rosarino, también hincha de Central. Ya en el prólogo, nomás, el autor advierte que sintonizará el talante de su protagonista, y que seguirá “las instrucciones de su Manual Ilustrado”, unos consejos para lectores que Fontanarrosa dio en la Feria del Libro de Rosario de 2006. “Primero y principal –decía–, no tiene que ser un libro gordo. Un libro gordo me parece un abuso de confianza del autor hacia mi tiempo. Es como si aparece alguien y me dice: ‘Quisiera hablar con vos, ¿tenés dos semanas libres?’”. Letra grande, espacios en blanco “para poder entrarle”, diálogos (“me gusta escuchar a los protagonistas”), capítulos cortos: “Usted mismo se va a dar cuenta de la sabiduría del cuerpo humano: está leyendo un libro y de repente observa que sin darse cuenta su mano derecha va buscando las páginas hasta llegar a un capítulo”. Y remataba: “Si están bien escritos, mejor, pero siempre préstenle atención a estas consideraciones”. Doce años atrás, en una entrevista, Fontanarrosa decía que procuraba que no se filtraran a su trabajo señales de angustias personales: “Esto se inscribe en una cosa muy elemental: no tirar pálidas –decía–. No tirar pálidas. Uno por ahí lee libros de alguna gente que son como unos vómitos de todas las porquerías que tenían adentro, y dice: ‘Bueno, está bien, si les hizo bien contar... Pero hasta qué punto...’ Yo les rajo. Uno usa elementos dramáticos, de conflicto, pero que después termine todo con una sensación de desesperanza, de amargura... No es precisamente lo que quiero transmitir. En general, siempre he tomado a la literatura como un elemento de información, de diversión y de placer. Con eso la relaciono. También le rajo a la imagen del escritor torturado que dice ‘ah, lo que cuesta escribir, el sufrimiento que representa’. No, lamentablemente a mí no me pasa eso. Puedo estar tenso, buscando determinada palabra, pero en general me divierte mucho escribir. Si fuera un sufrimiento trataría de hacer otra cosa. Tampoco ignoro que para grandes escritores de la historia debe significar un sufrimiento y que eso da una espesura a su literatura. La mía no va a tener nunca esa espesura”.
Cuenta Vargas que tras hacer las biografías de Fito Páez y de Carlos Reutemann terminó agotado con el género, sin muchas ganas de reincidir, y que a partir de la idea de Perico Pérez, editor de Homo Sapiens, se fue entusiasmando. “Y ese entusiasmo creció con las respuestas que iba teniendo, primero de la familia, y luego de figuras clave en la vida de él, más allá de famosos y conocidos –dice–. Creo que sin el apoyo de Franco, su hijo, y de Gabriela Mahy, su segunda esposa, hubiera sido imposible abordar el libro. Acordamos que lo escribiría y así me convertí en el biógrafo oficial: eso me abrió muchas puertas. La más importante es haber llegado al archivo, ahí se dispararon un montón de cosas que yo imaginaba que iban a estar, y estaban. El punto de partida siempre fue que la biografía fuera un homenaje, obviamente. Y que tuviera material inédito. Eso es un valor que tiene el libro, que en realidad son varios en uno: hay mucho material gráfico muy valioso, cartas, manuscritos del Negro, que son de una calidez insuperable. También hay una recopilación de materiales que él escribía para Rosario/12, hace casi 25 años, textos breves que, decía él, muchas veces funcionaron como bocetos de cuentos que escribió. Hay cosas de su período publicitario, avisos sorprendentes, que tienen 40 años. Y fotos, muchas fotos inéditas.”
Fontanarrosa nació el 26 de noviembre de 1944 y largó el secundario en tercer año, cuando supo, contaba, que los manuales de física y química eran incompatibles con su metabolismo. “Si la introspección y la timidez son el común denominador de los humoristas, Fontanarrosa no fue una excepción –escribe Vargas–. No se atrevía, por ejemplo, a entrar a un kiosco a comprar caramelos. Su inseguridad era tan grande que recién estuvo tranquilo cuando vio que había algo que hacía bien: dibujar.”
Es más, no recordaba una época de su vida en la que no hubiera dibujado. Fascinado por las historietas desde chico, en la primaria ya hacía con un amigo una revistita de un solo ejemplar, Intrigas, que circulaba entre sus compañeros. Hizo un curso por correspondencia en la Escuela Panamericana de Arte: “Aprenda a dibujar historietas de la mano de Hugo Pratt, Alberto Breccia, guiado por historietistas cuyo origen autodidacta les otorga la autoridad total para esta enseñanza”. De adolescente su padre lo acercó a una agencia de publicidad: desde ahí ya lo junaron como excepcional. “En cincuenta años de estar en publicidad no he visto a nadie dibujar así –recuerda su jefe de entonces–. Tenía el poder de la interpretación, el poder de la expresión, el tipo resolvía en una hora lo que a otro le llevaría dos días. Indudablemente pasaban cosas distintas en esa cabeza.” En el ‘68 lo convocaron para ilustrar las tapas de la revista Boom, una publicación clave en Rosario, progresista, que representó un cambio de época en tiempos de Onganía. “La portada que hizo con el Rosariazo fue emblemática –dice Vargas–. Además, en ese momento las tapas de las revistas eran fotos, y ésta aparecía con una ilustración de él. Después ahí hacía su página de humor, y los avisos gráficos. Fue una experiencia importantísima para él. En esos años aprendió muchísimo de lo periodístico, del ambiente publicitario, de técnicas de impresión. Después, obviamente, lo más importante pasa a ser Hortensia, ahí está su despegue, una etapa de su vida mucho más popular. Y luego con Clarín, y Satiricón, se abre una brecha.”
A Vargas, que es editor de Rosario/12, lo impresiona la carencia de divismo y la humildad de Fontanarrosa, y cuenta que solían preguntarle si eso era una pose: era así de verdad, dice. “En una entrevista que le hice hace mucho, en los comienzos de Página, me dijo: ‘El oficio se aprende copiando’ –recuerda Vargas–. Me pareció espectacular. El decía: ‘No, los dibujantes son Sábat, Quino, Breccia...” Después él adquiere un perfil muy particular y sobresale con Boogie e Inodoro, que son dos hitos de la cultura popular, dos cosas que a la vez son totalmente distintas. El laburo con Inodoro, con un chiste por cada cuadrito, es increíble. Otra cosa que lo diferenciaba de los mortales era la capacidad de mirar, de observar que tenía, y cómo podía transferir eso a un chiste, a una historieta, a un cuento.” Vargas dice que la mítica Mesa de los Galanes primero en El Cairo y luego en La Sede, esa rutina en el bar entre las 19 y las 21 con los muchachos, era un escenario formidable para la observación y el oído de Fontanarrosa. “Cuando se volvió famoso, después de su conferencia sobre las malas palabras en el Congreso de la Lengua, la gente iba al bar a verlo, a ver al humorista, al chistoso –apunta Vargas–. Y era absolutamente lo contrario, un tipo que no hablaba, que se la pasaba mirando y escuchando, un tipo muy tímido que salvo cosas puntuales no se relacionaba con la gente. ‘¡Pero es un amargo!’, decían los que se encontraban con este personaje. El tipo, en realidad, estaba produciendo: aprovechó todo lo que pudo de esos diálogos con sus amigos sobre política, mujeres, fútbol. Era su cable a tierra.”
El Colorado Vázquez, uno de los galanes, contó en la presentación del libro en Rosario y también en la de la semana pasada en la Feria porteña que, en medio de una charla, Fontanarrosa le dijo: “El que anda bien para las biografías es El Nene”. Así le dicen a Vargas, que supo de ese comentario con su libro ya editado. El ojo de Fontanarrosa, otra vez.
A los 29 capítulos del libro, Vargas les sumó tres anexos; el primero contiene algunos discursos que dio en sus últimos años, junto a Eduardo Galeano y en el cierre del Congreso de la Lengua en Rosario, en Guadalajara, en la Universidad de Córdoba y en el Senado de la Nación; el segundo rescata algunos de sus textos para Rosario/12; y el tercero reproduce materiales fantásticos del Archivo Fontanarrosa. Alguna historietita de cuando era un pibe, su primer chiste gráfico en la revista Boom y la tapa que ilustró cuando el Rosariazo: fondo negro y la silueta blanca de alguien abatido, el brazo extendido que busca ya sin sentido y el chorreón de sangre. Están los primeros chistes para Satiricón, para Hortensia, para Clarín. Y episodios de historietas como Sir Uribur, para Zoom; del policial Jueves (hecho en 1965) y del agente secreto Ultra (del ‘72), publicados recién en la segunda mitad de los setenta en Tinta, “revista rosarina de los dibujantes solitarios”, que dirigían Sergio Kern y Elvio Gandolfo. Chistes para La cebra a lunares, algún episodio de Sperman para Fierro, las correcciones de alguna página de un cuento para los volúmenes que publicaba en editorial De la Flor. Y las fotos: de chico, con su madre, como escolta en la primaria, retratos de distintas edades, junto a su primera esposa y su hijo, con Daniel Divinsky y cuando viajó como corresponsal a los mundiales para hacer las columnas de la Hermana Rosa, con Jorge Valdano y con el ídolo canaya Aldo Pedro Poy, con Les Luthiers y con Serrat, mientras jugaba al fútbol y como hincha en la cancha de Central.
“Mi preocupación fue cómo meter la voz del Negro en el libro –dice Vargas acerca del tono de escritura que persiguió–. Y ahí encontré la opción de pasar de mi tercera persona a la primera de él, que se lee en bastardilla. Con el libro terminado pensé que también se podía leer como una autobiografía. El resto está planteado cronológicamente, con facetas de su vida en cada etapa. Ahí aparecen cosas puntuales, como su enfermedad; era un tema bastante conocido, pero surgieron algunas cosas íntimas que me siguen sorprendiendo.” A comienzos de 2004 empezaron a manifestársele los primeros síntomas de una esclerosis lateral amiotrófica que lentamente fue paralizándole distintas partes del cuerpo. “Es una enfermedad tan puta, ¿no? –sigue Vargas–. En los últimos días, en su última etapa, seguía pensando en sus chistes, en crear. Tenía sus asistentes, a los que les dictó algunas ideas hasta último momento. Cuando ya ni siquiera podía apoyar la mano para dibujar, hizo el dibujo del Canaya, para la camiseta de Central, y cedió todos los derechos. Esa imagen del tipo produciendo, pensando, creando, hasta el final, ¡es mucha vida!”
En efecto, cada capítulo se centra en alguna faceta y/o etapa de su vida. El fútbol aparece desde distintas vertientes: como jugador, como fanático de Central, como tema de conversación o de narrativa, como corresponsal. En uno de los capítulos se reproduce la charla que compartió con Osvaldo Soriano para el programa Tercer ojo: si les daban a elegir, los dos hubieran preferido ser futbolistas. Está también su amistad con Menotti y con Valdano. “El Negro sabía mucho de fútbol, en serio –dice Vargas–. Sé, incluso, que se carteó con Marcelo Bielsa, cuando era técnico de la Selección.” Hay capítulos dedicados a las sucesivas barras de amigos, a su hijo, a Liliana, su primera mujer. En un capítulo específico Elvio Gandolfo analiza sus libros de cuentos, su costado literario. En otro Vargas habla con el profesor de inglés particular de Fontanarrosa, que durante 25 años lo visitaba dos veces por semana: “A lo largo de ese tiempo fuimos tejiendo un vínculo rico, de suma confianza –dice Eduardo Saltzmann–. Conocí sus dichas y sus sufrimientos, sus amores y sus desilusiones, su particular manera de disfrutar y valorar la amistad, su gusto por los viajes y el fútbol, su sencillez, su ingenio brillante, su ímpetu creativo, su veta de galán”.
En otro tramo se aborda el trabajo de Fontanarrosa junto a Les Luthiers. ¿Qué dejó al margen este carácter oficial de la biografía? “El tema a resolver fue la cuestión del debate judicial sobre los derechos de autor del Negro, y yo sinceramente no me quise meter en ese tema, para mí el libro terminaba con su vida, y lo que vino después en todo caso será para otro autor –dice Vargas–. Fue una situación violenta toda esa disputa, esa polémica. Siete años después, ojalá las partes se pongan de acuerdo, como se pusieron de acuerdo para que yo hiciera esto. Y que sea un disparador para que su obra esté en un lugar público, llámese Museo del humor o Archivo Fontanarrosa, y para que se hagan muestras que se puedan llevar a distintos puntos del país. Eso sería un colofón fantástico para el libro.”
–Esta era Ester, el gran amor que tuvo el Negro.
Vargas se sorprendió ante la fotografía que le mostraba Gabriela, la mujer que acompañó a Roberto Fontanarrosa hasta el final. Estaban buscando materiales en el archivo y ella dijo, trascartón:
–Está desaparecida.
“Con esos datos empecé a reconstruir esa historia”, rememora Vargas. Fontanarrosa y Ester Felipe se conocieron en 1972, en una Bienal del Humor que se hizo en Córdoba: ella coordinaba y él era uno de los invitados. “Se enamoró, se venía de Rosario muchas veces a verla sólo a ella, era un amor medio platónico, la cortejaba... Y ella le dio bola”, le contó el viejo compinche de Fontanarrosa, Crist, el tipo que ahí hacía de celestino y que cuatro décadas más adelante, cuando la enfermedad le tomara al amigo su mano derecha, dibujaría por él para que sus tiras siguieran apareciendo en Clarín. En algún momento ella le contó a Fontanarrosa que militaba en el ERP; y poco después le pidió que no la buscara más, que no la encontraría. Ester se emparejó luego con Luis Mónaco y ambos alumbraron una hija, Paula, que tenía 25 días cuando sus padres fueron secuestrados, en Villa María, a comienzos de 1978. Veinte años después de eso, tras una charla que dio en Córdoba junto a Quino, Paula se acercó a Fontanarrosa y le dijo quién era: desde entonces se veían cada tanto, y se escribían mucho. En otra ocasión, Franco, el hijo de Fontanarrosa, tocó con su banda junto a la cantante Liliana Felipe, hermana de Ester. “Incluso muchos de sus amigos no sabían de esto, era algo que había trascendido poco, lo que muestra lo parco que era con sus cosas –dice Vargas–. Es una historia muy fuerte y cálida a la vez, aunque parezca una contradicción. Y está ese texto serio, sorprendente por venir de él, de una calidad extrema, que recuerda a los desaparecidos de Villa María.”
El monumento son siete piedras con un reloj en el centro. Y lo que escribió Fontanarrosa: “Ojalá que la memoria colectiva, la de quienes vivimos aquello, la de quienes reciban nuestro relato, haga de este Reloj del Sol un punto de encuentro, un lugar de juegos y un indicador de citas. Y ojalá también esa misma memoria haga que nunca más un reloj sirva tan sólo para contar las horas y los minutos y los segundos en la angustiosa espera de los seres queridos que nunca volvieron”.
Vargas conocía a Fontanarrosa por haberlo entrevistado, por cruzarlo en la cancha de Central, por coincidir en asuntos puntuales. “Pero no era uno de sus tantos amigos personales, y eso, creo, me permitió tomar cierta distancia para abordarlo –dice–. De lo contrario, esto por ahí se hubiera convertido en algo más lacrimógeno, y no iba a dar el tono que uno pretendía.” En el año que le dedicó al trabajo llegó a soñar con Fontanarrosa: un partido en un potrero, esperando ambos algún pase, como dos mediocampistas torpes de camisetas blancas que, intuye, eran las de El Cairo. Una de las fotos que descubrió en el archivo lo deslumbró: Fontanarrosa es un chico que empuña un revólver con el que le apunta a un amigo, que levanta las manos. Vargas quería que esa foto fuera la portada del libro, pero el editor, que se inclinaba por un retrato reconocible, ganó la partida. “Si hay una segunda o tercera edición, vamos a pelear para cambiar la tapa –dice Vargas, se ríe un poco–. Entiendo, igual, el criterio, y lo expresivo del Negro está en ese retrato. Pero además de la calidez, esta otra foto tiene un montón de cosas, el chiste de jugar a los cowboys con el amiguito en la azotea de su casa natal, y la expresión de su rostro, que para mí es muy fuerte. Ahí ya están sus rasgos, su sonrisa irónica, su mirada fuerte, sus ojos, sus ojos negros. Y están sus manos, las manos enormes y bellas que tenía para dibujar. Esa foto resume, me parece, una historia de vida.”
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