libros

Domingo, 9 de agosto de 2015

TAO LIN

MADE IN TAIWAN

Aunque no lo sea, Taipéi parece la primera novela de Tao Lin, virada a representar la voz de una generación, recreando los ecos de la Menos que cero, de Easton Ellis, en los ochenta. Polémico, solipsista, jugando siempre en el borde de la figura de un escritor abúlico y sin mensaje que comunicar, Lin abre sin embargo líneas inciertas e inquietantes de su narrativa hacia el futuro.

 Por Rodrigo Fresán

Tao Lin (Virginia, 1983), aquí viene de nuevo, amarlo u odiarlo. O las dos cosas, parece. Yo lo odié a la altura de su Richard Yates y, de verdad, no me gusta odiar a la gente. En especial si son escritores. Y la duda es si el exhibicionista polimorfo y perverso Lin es escritor o, apenas, alguien que escribe. Es decir: alguien que conoce los mecanismos primarios a la hora de combinar una serie de caracteres pero que no tiene un gran interés por lo que se puede llegar a conseguir con su ordenamiento, por eso que llamamos literatura. Tampoco, en sus pronunciamientos, Lin parece muy entusiasmado por leer. Interrogado acerca de qué inspiró su séptimo y hasta ahora más celebrado y acaso más ambicioso libro (y pase a editorial de renombre en Estados Unidos), Taipéi, Lin respondió: “Nada”. Y apenas amplió: “Tenía que hacer algo porque estaba sentado sin hacer nada. El motivo principal probablemente fue el de conseguir algo de dinero. Y el tema de la novela es aquello sobre lo que más sé. Así que no hubo ninguna inspiración en particular”.

Y el poco inspirador tema de Taipéi son las idas y vueltas de un tal Paul, 26 años, habitante de Nueva York, escritor. Una especie de sonambular zombi que lo lleva a Las Vegas, al matrimonio y a otras camas, al Taiwan de sus ancestros al que han retornado sus padres, a la tienda de la esquina, a Ohio y a Toronto, a presentaciones de libros en Brooklyn rebosantes de escritores tan cool, a la Costa Oeste, y a todos esos sitios que puedes alcanzar con la punta de tus dedos desde un teclado y una pantalla.

Taipéi es, también, compulsivamente confesional, solipsista, autobiográfica (Lin la definió como “una novela de doscientas cincuenta páginas destilada de veinticinco mil páginas de mi memoria”) pero distante y como envuelta en una nube informática de diálogos robóticos y drogas varias especialmente diseñadas para adormecer los sentimientos. Aunque, a diferencia de lo que sucede con otras ficciones químicas, para nunca modificar demasiado el comportamiento de los usuarios y así no actuar como todos esos locos que van por ahí sintiendo y reaccionando a todo. Así, Paul como todo un American Psicofármaco. Lo que no le impide a Lin (se ve que algo le importa su entorno) lanzar con poca puntería algún dardo al fantasma de David Foster Wallace. Lo que no deja de ser triste pero sensible. Porque –aclaremos que Lin no tiene el talento estilístico de un Samuel Beckett o de J. G. Ballard o de un Don DeLillo o de un Andy Warhol a la hora de llenar el vacío absoluto– lo que distingue a Taipéi es el ocasional y contado momento en que Lin se despega de esa suerte de narcisista autocrítica (que es la misma de la supuestamente graciosa serie Girls) y se muestra sentimental e inseguro redimiendo y enalteciendo a más de una página de Taipéi despegándola de un simple versión new novel del nouveau roman. De algún modo, ahí, entonces, es como si Lin dudase en traicionar a la química de su precedente generacional Bret Easton Ellis (quien tuiteó que “Con Taipéi Tao Lin se convierte en el estilista en prosa más interesante de su generación” para agregar, que “lo que no significa que Taipéi no sea una novela aburrida”) para irse a tomar una taza de té con el Haruki Murakami sin gatos que hablan.

Todo esto para decir que Taipéi -a su muy retorcida manera la contracara complementaria y la hermana melliza, pero muy diferente, de Saliendo de la estación de Atocha de Ben Lerner produce la satisfacción un tanto culposa de un Big Mac. Pero no deja de ser un paso adelante en algo que tal vez sea un callejón sin salida pero que, por ahora, coloca a Lin en el mismo peligroso sitio en el que alguna vez se ubicaron gente como Francis Scott Fitzgerald, J. D. Salinger, Jack Kerouac y el ya mencionado Ellis: voluntarios e involuntarios voceros de su generación. Y ya se sabe el peligro que implica ser considerado testigo de tu tiempo joven. Porque la vida es muy corta y muy larga al mismo tiempo.

El final de Taipéi –con un Paul algo transfigurado y hasta un poco romántico y, las comillas son suyas, “agradecido de estar vivo”– ofrece esperanzas de que Lin crezca o que, por lo menos, se mueva en alguna dirección con algún objetivo más o menos preciso.

Taipéi. Tao Lin Alpha Decay 304 páginas

Mientras tanto y hasta entonces, ante los mejores momentos de Taipéi –que se lee como una buena primera novela– cabe preguntarse que habrá sentido alguien de cincuenta años (la edad de quien firma esta reseña), enfrentado en 1920 a la lectura de la muy juvenil y dislocada y debutante y signo de sus tiempos A este lado del paraíso de un Francis Scott Fitzgerald con veinticuatro años de edad.

¿Irritación? ¿Desconcierto? ¿Impaciencia?

Lo cierto es que apenas un lustro después Fitzgerald publicaba El gran Gatsby.

Y que todo –y no sólo su propia existencia– parecía inspirarle.

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