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Domingo, 13 de julio de 2003

POESíA

Todas las voces, todas

Aparecido sólo unos meses después del ya legendario Mate cocido (2002) pero anterior a éste en escritura, La edad dorada (Adriana Hidalgo) confirma esa rara especie sinfónica que despliega la poesía de Diana Bellessi.

por Delfina Muschietti

Si los títulos de los dos últimos libros de Diana Bellessi, Mate cocido y La edad dorada, no hacen sino referir a dos tonos diferentes, aparentemente contradictorios, la sabiduría de esta voz en realidad no hace sino multiplicar, proliferar y acoplar grados de esos dos tonos en despliegue de matices y modulaciones que se abren sinfónicamente mientras leemos sus páginas. Una tarea, por otra parte, que Bellessi comenzó en su cuasi-épico Crucerro ecuatorial (1981), que saludaba el fin de otra era, los años ‘70. En el cuasi está precisamente toda la cuestión: una lenta pasión por airecitos y personajes populares, un amoroso detenimiento en los sitios (nunca una palabra tan adecuada) y los pueblos de Latinoamérica, un oído atento a esas voces cotidianas y a esos rostros hallados en el camino. Y, al mismo tiempo, un aliento clásico y un volumen musical de afinada belleza formal.
Cada uno de los libros de la ya larga trayectoria de Bellessi parece detenerse en algún detalle, en alguna ramificación volátil de esa sinfonía (“sistema poético” lo llama Jorge Monteleone en el “Prólogo” a La edad dorada), para hacerla sonar en amplificación: volver visible un cuerpo de mujer amado por otra mujer en Tributo del mudo (1982) y Eroica (1988), tesoro natural que se labra deslumbrado en El jardín (1993), de regreso a una casa de la que nunca se partió en Sur (1999). Como constantes, siempre un puro ritmo cristalino frente a la voracidad del tiempo, el dolor de los que sufren, la imposible belleza de la luz, que regresa imperturbable cada nuevo día. Desde entonces, los poemas de Diana Bellessi surgen como la fiel y luminosa constatación de ese precario y efímero pero a la vez único lugar en el que vale la pena instalarse y dejarse crecer.
La aparición de estos dos últimos títulos demuestra que la obra de Bellessi parece haber alcanzado una sabia y madura incandescencia en el encuentro entre voz popular y voz culta, cruce de tradiciones y llegada de lo nuevo. Porque esta poesía es además siempre una generosa tarea de investigación: sobre las posibilidades rítmicas y sintácticas del verso castellano pero, al mismo tiempo, sobre las posibilidades de un “sujeto” (“Yo no estuve allí,/ solamente había/ esta nada que habla”), sobre el desarrollo de una vocación ética hacia la comprensión del otro. Cómo alcanzar un precario y siempre cambiante equilibrio entre el placer de la contemplación y la atenta mirada hacia lo que aflige brutalmente a los otros: “humildes”, “piqueteros”, “hermanita”, “negritos de extramuros”.
Una preocupación que angustiaba compasivamente al Pasolini de “La glicina” por los años ‘50 y que ya estaba en Juanele Ortiz, de cuya obra Bellessi es heredera y continuadora, mientras hace frente a los nuevos desafíos que la historia le depara. “Salimos/ a la Plaza sin los cuerpos.../ Memoria y justicia,/ no cadáveres..” pide, y rememora en el poema que precisamente concluye con el verso “se yergue la edad dorada”. Esta edad es tiempo de balance y maduración, de cruce de diferentes memorias. Pero la preocupación persiste, como un eje fiel de la balanza: hallar la lengua, hallar los modos para mantener una posición que no desmienta la mirada hacia lo bello ni aquella otra hacia “el dolor humano”. Se trata de una impostergable cuestión ética, que en este último libro aparece asida particularmente a la figura de una mujer: la de Simone Weil, misterio de filosofía, poesía y mística, y personalísima activista de la resistencia francesa, una de cuyas citas funciona como epígrafe de todo el libro. Contracara quizá de la otra también amada Simone de Beauvoir, la intelectual atea, que abriera ante Francia y el mundo en los ‘60 la problemática del género. Ésta ha de resonar siempre en la obra de Bellessi como uno de los constantes semitonos desplegados en su poesía con insistencia. Salvo que ahora ya no se trata del problema regional de minorías (feminismo, lucha gay), que era necesario poner en primer plano y hacer visible años atrás, sino de una vertiente más de la fina búsqueda de la “gracia”, la sabiduría que esta voz está resuelta a hallar sin pausa en el amor que quiere llegar hasta lo mínimo. “¿Nimiedad?” se pregunta ante la aparición del rojo del vuelo del carpintero, y allí parece abrevar todo el libro. No: amor del detalle que hace más grande y más sabio al que contempla, que profundiza su capacidad de amar, de excederse de su solo límite como individuo.
Rara esta experiencia de leer a Bellessi. Siempre ajena a cualquiera de las modas dictadas en los diferentes circuitos de la poesía argentina de las últimas décadas, su poesía recurre con insistencia en una serie de palabras que hoy podrían ser consideradas por esos circuitos como démodé: alma, divino, humano, hermana, retablo del edén. Con el mismo desparpajo Bellessi habla de calzones, zapatillas y patas en la fuente, y funde en una sola la imagen del Cristo-Cordero crucificado con la del padre que muere en el matadero de terapia. Del mismo modo, hace confluir mansamente, como las aguas de diferentes ríos, a antiguas y nuevas tradiciones poéticas: lírica española clásica, mística y barroca, copla popular, poesía indígena y poesía japonesa, la Biblia y Denise Levertov junto a la frase de la vecina del barrio, del tango, de la madre campesina.
Nada resulta disonante en esa paciencia de escuchar y reescribir, en esa voz que modula atenta mientras lee aquello nuevo que llega para ser escrito, para ser dictado. Y no se trata de obediencia o de pura celebración lírica, en estos versos: se habla también de resistir en soledad los embates de los contemporáneos en el campo literario, frente a la tarea en la que la poeta se instala: “No renunciaré, no,/ a nombrar esta belleza...”.
No es tarea ni decisión fácil porque significa buscar incansablemente esa “juntura/ de lo que cae y lo que nace”, que la edad dorada propicia, sí, pero que el paso del tiempo acorta en sus posibilidades. Y es también atravesar la tan denostada tensión lírica hacia la música de las palabras, la más antigua de las artes, y por eso mismo, una de las más difíciles: ¿cómo lograr, después de tantos siglos, un tono nuevo que atraiga la atención del que lee o escucha? ¿Cómo ser fiel al ritmo de “estos versos que llegan/ solitos” y al mismo tiempo no permanecer ajenos a los que sufren ahí afuera? Es un ejercicio de amor que La edad dorada emprende con valentía. Y allí nos sorprende con la cercanía de ese misterio dicho, allí se nos atrapa lentamente en la cadencia de cada poema que nos lleva a volver a empezarlo, como una melodía que queda sonando en los oídos y en el corazón (otra palabra “démodé”, cara a la poesía de Bellessi).
La edad dorada casi termina con ese puñado de semillas de araucarias que llegan hasta nosotros en plenitud de olores y sensaciones táctiles, y que el poema deja en el cementerio, “pegadito al ataúd” del padre, mientras desgrana una última frase, salvaje y sabia, en el círculo de las paradojas: “Todo empieza”. Ese mismo sabor nos deja La edad dorada, cuando terminamos de leer la última página y, casi sin darnos cuenta, nos disponemos a leerlo de nuevo, otra vez.

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