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Domingo, 30 de noviembre de 2003

RESEñA

Campo de batalla

Canción de paz
Fogwill

Paradiso
Buenos Aires, 2003
86 págs.

POR WALTER CASSARA

En un ensayo titulado “¿Existe una escritura poética?”, Roland Barthes define la poesía moderna, en antítesis con la lógica retórica de la prosa y el discurso clásico, como la puesta en escena de un lenguaje cuya función social no puede ser reconocida al margen de su momentánea y siempre cambiante articulación. Vale decir que si en el pensamiento estético del clasicismo, que Barthes hace extensivo al de la narrativa decimonónica, la retórica, como un conjunto de relaciones fijas y horizontales, garantizaba que una metáfora o una comparación pudieran dilucidarse y convertirse en la cosa que representaban, en la poesía moderna, los mismos o parecidos instrumentos forman una línea vertical en fuga; no son un medio para significar algo sino un fin en sí mismo, y no postulan un sentido sino su dispersión residual o su apertura representativa. Así la palabra poética –dice Barthes– “es signo erguido como un bloque o un pilar que se hunde en una totalidad de sentido, de reflejos y remanencias.”
Marcada por esa conciencia de la palabra como artificio (“Nada basta para armar un hombre/ y el poema es falso...”), hecha de reflejos, remanencias y variaciones, la poesía de Fogwill parece surgir de la confluencia entre la lírica más puntillosa y los kilos diarios de publicidad con que se alimentan los mass-media. En ella pueden congeniar perfectamente el “tono menor” y el vitalismo burgués de un Viel Temperley con el áspero sabor epigonal de la poesía de Leónidas Lamborghini.
Una mínima partícula de significación (una imagen o un concepto, una sílaba o un slogan) bastan para poner en marcha el texto que Fogwill aborda a la manera de un músico, tirando y recreando “temas” (hasta los más trillados) para luego introducir pequeñas e infinitas modificaciones. Al leerlo se pueden escuchar nítidamente los golpes de emisión de una voz con sus matices, sus estribillos y reverberaciones, que a veces conversa (“como sacado de un recuerdo/ vos, che”) y otras canturrea colocada en la repetición y el accidente de las palabras: “el piso, el paso/ en falso de la barranca./ Toda esa tierra deshaciéndose./ Toda esa gente que pasó./ Tantos carritos inventados/ cada mañana, llenos/ de palabras, cada mañana comenzando,/ volviendo a ser...”
Así Canción de paz –que algo tiene de canción, aunque nada de paz–, al igual que los anteriores (Partes del todo y Lo Dado), es un libro que opera como un campo de batalla donde el poema lucha por afirmar sus propias posibilidades y habilidades lingüísticas, al mismo tiempo que se proyecta sobre los restos de otros discursos, apropiándose y resignificando su energía simbólica, aliterando y alterando sus códigos. Sin embargo, al disponer los versos en largas tiradas de cierta regularidad métrica, el “efecto residual” queda, como en un sueño, atenuado; se desplaza de la forma al contenido del poema y así Fowgill se libra inteligentemente del ajetreado pastiche –ese recurso siempre a la orden del día con el que trafican los eliotianos de cada década– dando la sensación de que trabaja en una totalidad armónica y sistematizada.
En una época en que unos pocos delincuentes trasnochados y optimistas se abalanzan con formol sobre la escritura lírica, cacheteando efusivamente su benigno cadáver, quizás con la ignorada esperanza de revivirlo alguna vez, Fogwill se dedica todavía a cantar, o “es como si cantara por un momento”. Y lo hace muy bien, con una vocación por el artificio que termina persuadiendo al más incrédulo de los lectores. Canta no desde un melancólico bote salvavidas como lo haría un poeta de la modernidad, ni tampoco desde el bote de la basura como uno “posmo”, sino como un hábil tenor que confía más en su divismo que en las opiniones de esos pertinaces directores de escena o sepultureros de la metáfora.

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