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Domingo, 14 de abril de 2002

LEONID TSYPKIN: EL EXTRANJERO QUE AMABA A DOSTOIEVSKY

Memorias del subsuelo

Verano en Baden-Baden de Leonid Tsypkin es uno de esos “extranjeros” radicales, no sólo porque todavía no ha sido traducido al castellano sino también porque la misma versión original está marcada por una extranjería (espacial y temporal) que lo convierten en un clásico indiscutible de la ficción del siglo pasado.

 Por Alan Pauls

Verano en Baden-Baden empieza con un robo. El narrador, que viaja en tren a Leningrado, saca de una valija un libro prestado, lo abre en la página marcada y antes de ponerse a leer descubre la decisión que acaba de tomar su corazón: no, no lo devolverá. El libro –ex préstamo y ahora botín de una vasta biblioteca de tía– es una edición gastada del Diario de Ana Grigórievna, la segunda mujer de Fedor Dostoievsky. Algunas semanas antes, en Moscú, el narrador ha cruzado temblando toda la ciudad para dar con el encuadernador capaz de frenar la hemorragia de páginas que lo desangraba. Lo ha leído a toda hora, en todas partes: lo empezó, ya restaurado, en el tranvía, y sigue leyéndolo ahora, bajo la luz parpadeante del vagón, mientras afuera campean las tinieblas del invierno soviético. Ese libro es su Biblia: nada de todo lo que el narrador tiene para decir existiría sin él.
Pero ¿no hay en toda lectura apasionada un reflejo expropiador, una secreta pulsión delictiva? Algo de eso se insinúa en Verano en Baden-Baden, el libro del soviético Leonid Tsypkin que, publicado el año pasado por la editorial norteamericana New Directions, vuelve como un zombi del otro lado del mundo, no de Rusia sino de la URSS, del vasto imperio helado en el que el libro se escribió, que siempre lo ignoró y que terminó despojando a su autor de todo –hijo, trabajo, carrera, prestigio–, incluso del espectáculo, quizá consolador, de su propio derrumbe. En las primeras líneas del prólogo de la edición norteamericana, Susan Sontag se pregunta si aún quedan obras maestras por descubrir en las literaturas centrales –“las más patrulladas”– del siglo XX. La pregunta es retórica: “Hace unos años me crucé con uno de esos libros”, se contesta Sontag: “Se llama Verano en Baden-Baden, y yo lo incluiría entre los logros más bellos, excitantes y originales de la ficción y la para-ficción del siglo”.
Por una vez, la historia de un libro es también la de su autor, de la que quedó –a diferencia de otras obras notables escritas bajo el régimen comunista– tristemente cautivo hasta hace muy pocos años: una historia de anonimato y clandestinidad, represión y redención, adoración y martirio. Éstos son algunos de sus pormenores.
Leonid Tsypkin nació en 1926 en Minsk, en un hogar de médicos judíos. Tenía 15 años cuando sobrevivió al ghetto que acabó con una abuela, una tía y dos primos. En 1947 se graduó en la Facultad de Medicina; un año después se casó con la economista Natalia Michnikova y en 1950 nació Mikhail Tsypkin, su único hijo, cuyo nombre aparece ahora en Internet asociado con Harvard y con papers sobre política militar soviética. En 1957, tras haber eludido las purgas antisemitas de Stalin trabajando en un oscuro neuropsiquiátrico rural, Tsypkin se muda a Moscú, donde oficia de patólogo en el prestigioso Instituto de Poliomelitis y Encefalitis Viral. Los primeros escarceos literarios datan de principios de los años 60; escribe poemas que suenan a Marina Tsvetaieva y a Pasternak –sus dos máximas divinidades– y que mantiene escondidos en un cajón, como frutos de un hobby torpe o de una indecencia. Más tarde, a instancias del único pariente conectado con el mundo literario que tiene, Lidia Polak –la tía de cuya biblioteca expropia el ejemplar del Diario de Ana Grigórievna–, Tsypkin se decide a mostrarle sus cositas al crítico Andrei Sinyavsky; la cita no llega a consumarse: Sinyavsky es arrestado dos días antes.
Tsypkin no vuelve a las letras hasta fines de los 60, pero esta vez se pasa a la prosa. Escribe dos horas todas las noches, de regreso del instituto, después de una siesta, en una máquina Erika, alemana, de la Segunda Guerra Mundial. De esa época son El puente sobre el Neroch y Norartakir, dos novelas autobiográficas, y su absorbente devoción por Dostoievsky, cuyos archivos agota y cuyas huellas (biográficas y ficcionales) registra con minuciosas fotos de forense. En 1977, mientras empieza Verano en Baden-Baden, su hijo y su nuera emigran a los Estados Unidos. Las represalias no se hacen esperar: Tsypkin es excluido de las tareas de investigación y degradado al rango que tenía veinte años atrásen el instituto, con su sueldo reducido a la cuarta parte. En 1980 termina la novela y dona su álbum de fotos al Museo Dostoievsky de Leningrado, y al año siguiente accede a darle el manuscrito a un amigo periodista, Azary Messerer, para que trate de colocarlo en el extranjero. En marzo de 1982, después de esperar las visas dos años, un funcionario lo cita para comunicarle que “no se le permitirá emigrar nunca”. El 15 de marzo lo despiden del instituto. Ese mismo día recibe un llamado de su hijo Mikhail desde Harvard, donde estudia, anunciándole que el 13 apareció la primera entrega de Verano en Baden-Baden en el semanario émigré Novaya Gazeta de Nueva York, ilustrada con algunas de sus fotos. El 20, día en que cumple 56 años, Leonid Tsypkin muere de un infarto en su escritorio, mientras traduce un texto médico del inglés. En 1987, Quartet Books publica la primera traducción inglesa de Verano en Baden-Baden: ésa es la edición que sorprende a Susan Sontag y la deslumbra.
La historia es patética, pero lo notable del libro de Tsypkin es que ni su rareza formal, ni su prodigiosa convicción narrativa, ni su emoción parecen necesitarla. A mitad de camino entre el De Quincey de Los últimos días de Emanuel Kant y el Sebald de Vértigo (Tsypkin también soñaba con insertar sus fotos en el cuerpo de la novela), al narrador de Verano en Baden-Baden le basta con abalanzarse sobre su viejo ejemplar del Diario de Ana Grigórievna para pasar del otro lado del espejo: ya no viaja a Leningrado sino a San Petersburgo, la ciudad que caminó Dostoievsky, “ese hombre menudo, de piernas cortas, con cara de sereno de iglesia o de soldado retirado”. El Diario de Ana es al narrador de Tsypkin lo que la magdalena al hipersensible Marcel de En busca del tiempo perdido: el pliegue, la bisagra que pone en contacto dos dimensiones remotas del espacio-tiempo: el presente del narrador, anclado en el mortecino invierno comunista, que sigue los rastros de su escritor predilecto, y la franja de la vida de Dostoievsky que va desde 1867 –cuando, recién casados, Fedor y Ana viajan en tren a Dresde– hasta las 8.38 de una noche de 1881, cuando el doctor Cherepnin ausculta el pecho del escritor, arrasado por tres noches de hemorragia pulmonar, y lo declara muerto. Sí, Dostoievsky es el otro que huye y Tsypkin la sombra que lo persigue sin desfallecer, que lo asedia en Dresde (luna de miel, idilio, contemplación de la Madonna de la Capilla Sixtina), en Baden-Baden (casino, ruleta, dilapidación, encontronazos con Turguenev y Goncharov), en Ginebra (visión del “Cristo en su sepultura” de Holbein) y en San Petersburgo (agonía y muerte). Pero si Tsypkin viaja, y no sólo a Leningrado –destino lícito– sino también al exterior –destino prohibido–, es porque antes que un viajero es un lector, porque lee el Diario de Ana y lo glosa hasta el fervor, hasta hacerlo desaparecer, hasta robárselo, en una especie de trance transferencial del que cada tanto “vuelve” para ensimismarse en lo poco “propio” que le queda: la barba que ve cada mañana en el trolley (un eco insípido de la barba de Dostoievsky), una escena de posguerra, cuando, estudiante, Tsypkin vivía en el hospital donde trabajaba su padre, o la estadía final en Leningrado, con la visita al museo y la lectura del Diario de un escritor de Dostoievsky, el otro gran libro que Tsypkin vampiriza con su fidelidad de insomne. Sólo que esas “vueltas”, más que una salida, son el corazón mismo del trance. Tsypkin va y viene, lee y vive, viaja y se queda, retrocede y avanza, y el medio que le permite desplegar esa movilidad sobrenatural es algo tan viejo como la literatura: la frase. La frase es el verdadero trance de Verano en Baden-Baden: una frase compleja, facetada, “florecida”, capaz de enhebrar épocas y lugares y voces heterogéneas en un solo soplo hipnótico que puede durar toda una página. Una frase que tiene la lentitud y el vértigo de la lectura, y también su soberanía.

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