libros

Domingo, 18 de julio de 2004

EL EXTRANJERO

SWEET LAND STORIES

E.L. Doctorow

Random House
Nueva York, 2004
148 págs.

 Por Rodrigo Fresán

Estará el que piense que Edgar Laurence Doctorow –como en el célebre monólogo de Marlon Brando en Nido de ratas– es uno de esos muchos escritores norteamericanos que pudo “haber sido un contendiente” en la lucha por el puesto más alto de las letras de su país, pero sin embargo... En cambio otros –me cuento entre ellos– están seguros de que este neoyorquino nacido en 1931 decidió tomar un camino diferente y más interesante una vez que hubo probado que estaba a la altura del peso más pesado. En cualquier caso, el debate está abierto: ¿un buen escritor que firmó algunos grandes libros o gran escritor que produjo libros imperfectos? Todo parece indicar que a Doctorow –siempre por la suya y a su propio paso– la cuestión no parece interesarle mucho. Y que Mailer se preocupe de esas cosas. Lo cierto es que no le faltan hitos –en uno u otro sentido– en una carrera que ha dedicado a una suerte de reescritura novelística de la historia de su país donde se apuntan obras maestras como El libro de Daniel (1971), la perfecta Ragtime (1975) o La feria mundial (1985); así como experimentos más o menos logrados pero siempre ambiciosos: la modernista El lago (1980) y la milenarista Ciudad de Dios (2000). Su tema –desde que arrancó en 1969 con esa reinvención del western que anticipa a Cormac McCarthy y que se tradujo como El hombre malo de Bodie– siempre han sido las fluctuaciones de la potencia americana y, como precisó un crítico, el uso de mitos nacionales para acabar deconstruyéndolos. La cuestión vuelve a aparecer en su breve pero amplio segundo libro de cuentos luego de ese otro pequeño conjunto de milagros que fueron los relatos con nouvelle reunidos en Vidas de los poetas (1984). Si Vidas de los poetas exploraba el modo en que funcionaba la cabeza de un escritor y cómo su vida doméstica (narrada al cierre en la magnífica novela corta) se iba filtrando en una serie de estampas (los cuentos que la antecedían); Sweet Land Stories se ocupa de la materia en bruto del imaginario criminal y alucinado –esos otros “héroes” del imperio– retratándolos con una delicadeza por momentos desconcertante: no hay golpes de efecto aquí; hay, en cambio, sutiles caricias de afecto y todo suena más acústico que eléctrico. Así, por sus páginas desfilan asesinos (“A House in the Plains”), secuestradores (“Baby Wilson”), reinventores de sí mismos (“Jolene: A Life”), fanáticos religiosos (“Walter John Harmon”) y agentes de la CIA desencantados, intentando resolver el misterio casi victoriano de la súbita aparición del cadáver de un niño latino en los jardines de la Casa Blanca luego de un paranoico discurso de Bush. Este último relato –”Child, Dead, in the Rose Garden”– cierra el libro coronándolo y es, más allá de la calidad de su prosa y la elegancia de su estructura, un prodigio técnico: en apenas treinta páginas, Doctorow se las arregla par hacer entrar las seiscientas páginas promedio de cualquier thriller estilo John Grisham & Co. con una gran historia y, al mismo tiempo, demostrando la colosal estupidez del formato. Lo más parecido a un Big Mac súbitamente convertido en pieza de sushi. O algo así. Seguro que ya hay alguien en Hollywood pensando en cómo alargarlo primero y filmarlo después.

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