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Domingo, 5 de enero de 2003

EL EXTRANJERO › EL EXTRAANJERO

Chabon jugando al béisbol

Con Summerland, Michael Chabon (premio Pulitzer 2001 por Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay), entrega la primera novela de una trilogía destinada a público juvenil. ¿Qué significa escribir para chicos y cómo hacerlo bien?

 Por Rodrigo Fresán

No hay nada más gratificante para un escritor que un lector joven, porque es un lector que le será fiel para siempre y que –cuando crezca– pasará el libro-talismán a hijos y a nietos y así hasta el fin de los tiempos, que en este caso no es otra cosa que el más constante de los continuará.... Lo saben los herederos de C.S. Lewis y J.R.R. Tolkien y Roal Dahl, y lo sabrán –segurísimo– los herederos de J.K. Rowling y Phillip Pullman: un clásico juvenil –como Peter Pan– no envejece nunca. Un clásico juvenil se lee varias veces en la vida y, siempre fue igual, es disfrutado tanto por niños que serán adultos, por adultos que fueron niños y por estaciones intermedias. La tradición es más UK que USA, pero a pesar de que los británicos suelen hacerlo mejor son los norteamericanos quienes se enorgullecen de un libro juvenil como piedra fundamental y fundante de su literatura: Las aventuras de Huckleberry Finn.
Lo que nos trae –luego de excursiones esporádicas como las de Ian Fleming, William Goldman, Paula Fox, Mordecai Richler, Lorrie Moore, Salman Rushdie y Stephen King– a la actual Era de Potter, cuando escritores y editores han decidido apostar fuerte y salir a buscar tesoros a territorios donde hasta hace muy poco nunca antes los habían buscado. Esta tendencia –como también lo es la literatura de vampiros luego del Lestat de Anne Rice o la de asesinos seriales cortesía del Lecter de Thomas Harris– no es reprochable, pero sí es conveniente separar el plomo (mucho) del oro (escaso).
Ejemplos de actualidad: La ciudad de las bestias de Isabel Allende y la primera entrega del Cuarteto Ararat de Clive Barker son puro plomo gris y pesado; mientras que el ecologista Hoot de Carl Hiassen y la terrorífica Coraline de Neil Gaiman se constituyen en breves pero inmensas obras maestras destinadas a perdurar. ¿Por qué sí y por qué no? Fácil. Y, lo que descubre cualquiera que lo haya intentado, dificilísimo: escribir para niños es mucho más complicado que escribir para adultos.
Así, Allende adopta el tonito didáctico de una maestra insoportable y progre de manual, Barker (a quien le había ido mucho pero mucho mejor con The Thief of Always) se limita a miniaturizar sus habituales horrores barrocos. En cambio, Hiassen presenta a un niño capaz de recitar con pedos la primera línea de la Oración a la Bandera norteamericana y Gainman opta por sentarse en el pupitre de al lado o leer con voz siniestra desde la cucheta de arriba. Gainman da miedo y Hiassen da risa (y Allende y Baker dan risa y miedo, pero de modos muy diferentes). Más allá de todo esto, y de todo cálculo mercadotécnico, hay un factor extra en todo esto de escribir chico a lo grande: es un desafío total, es una prueba difícil, es una tentación inevitable para un escritor.
El norteamericano Michael Chabon –orgulloso autor de la flamante Summerland– explica: “Arrastro la idea de esta historia desde los diez años. Y tal vez estuvo incubando adentro mío hasta ahora que tengo hijos propios a quien contársela. Sabía que quería que fuera algo muy norteamericano. Y que jugara con lo mítico. Ahí entró el béisbol como parte fundamental de la trama. Una cosa encajó con la otra sin dificultad: el factor fantástico y el factor deportivo y la sensación de que el béisbol ha dejado de ser lo que era”. Chabon –Pulitzer de Ficción 2001 por Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay– ya había explorado en esa novela el mundo pop y retro de la Edad Dorada de los comics de su país. En Summerland, con igual mirada de rayos X y músculo de titán, lo que explora es la mente infantil a la vez que revisita una multitud de clichés de los libros que nos marcan para siempre.
En Summerland hay otras dimensiones, una valiente amiga fiel, una madre muerta, un padre inventor, ciudades mágicas, monstruos feroces, deidades fulminantes y –por encima de todo y de todos– la redimible y antiheroica figura de Ethan Feld. Niño de once años que odia el béisbol y que, ya enla primera página de la voluminosa novela, sufre al ser “el peor jugador de baseball en toda la historia de Clam Island, Washington”. Por eso provoca la decepción de su padre viudo y fan declarado del tan arturiano como sádico deporte, donde se anotan tanto los logros como los errores. Para Chabon es muy importante la sensación de ser un perdedor como aspecto inevitable de la infancia y eso es lo que diferencia –para bien– a Ethan de Harry. Chabon explica: “Siento un enorme respeto por lo que J.K. Rowling ha hecho en sus libros; pero no puedo evitar cierta irritación ante el hecho de que Harry sea tan bueno para todo y que lo único que lo pone en peligro nunca sean sus inseguridades y torpezas sino la creciente maldad y poderío de sus rivales. Yo no podría escribir a alguien así, porque mi infancia nunca fue así. Uno jamás se siente tan infalible cuando es chico”.
Summerland no es un desvío sino un atajo. Una novela, digámoslo, “para grandes y chicos” que funciona tanto para los seguidores adultos de Chabon (no está escrita con esa vocecita infantiloide y cuchi-cuchi que a menudo caracteriza a las novelas iniciáticas) como para los que lo seguirán desde ahora (ya hay comprometidas una segunda y una tercera parte) y que le brindarán al autor la alegría de una vejez plena del amor de varias generaciones de lectores, así como de montañas de royalties muy muy muy altas: así de aaaaaaaaltas.
El único pero al asunto es que para que el libro funcione por completo –por ahí leemos que “un partido de béisbol no es otra cosa que el inmenso y lento artefacto que te ayuda a prestarle atención a la cadencia de un día de verano”– exige del lector un profundo y apasionado amor por el bate y la pelota. Cosa que no ocurre en demasiados lugares fuera de Estados Unidos y, al mismo tiempo, detalle que despega y disculpa a Chabon de toda actitud comercial y calculadora a la hora de ponerse a escribir para un público nuevo y recién hecho. Su coartada es de hierro y suena, como Summerland, entre épica y cotidiana: “Siempre supe que iba a escribir para chicos porque cuando era chico supe que iba a ser escritor”, dice, y se disculpa porque tiene que seguir escribiendo el guión que le encargaron para la segunda parte de Spiderman. ¡Yupiiiiiiiiiiiii!

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