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Domingo, 10 de octubre de 2004

Heker novelista

POR ROGELIO DEMARCHI

Hablar de Heker como novelista es una excelente oportunidad para despanzurrar un triste y lamentable lugar común de la crítica literaria argentina que dice que la argentina es una literatura de cuentistas. No hay buenos novelistas; cuanto mucho, las novelas buenas envejecen con suma rapidez y se tornan ilegibles. Un dato no menor: llegan a afirmarlo novelistas que a veces hacen de críticos.
Heker ha publicado, hasta aquí, dos novelas: Zona de clivaje (1987) y El fin de la historia (1996). La primera, por la que obtuvo el Premio Municipal de Literatura, exhibe una actualidad que desmiente sus 15 años de existencia; la segunda, de 8 años, aún reclama ser leída desde la poética que la sostiene.
El método compositivo varía según el caso, y está al servicio de lo que se quiere contar. En ambas, una mujer cierra una etapa de su vida. Pero mientras en un caso el centro gravitacional es su intimidad afectiva, en el otro se trata de la fuerza con que la Historia cae sobre ella.
En Zona de clivaje, Irene es una especie de “lolita” con aspiraciones intelectuales que mantiene una tortuosa relación amorosa entre sus 17 y sus 30 años con un donjuanesco profesor universitario 13 años mayor. Sin presentarse como el paradigma de una época, Irene se deja llevar por su voluptuoso deseo, colocando como exótica defensa sus veloces, frías y sesudas observaciones. Si el cinismo puede ser visto como un manto de indiferencia cuya función es ocultar las verdaderas emociones, entonces Irene es una cínica adorable que desafía todo el tiempo al profesor: ¿podrá este buen hombre, no iniciarla sexualmente, que de última es lo más fácil, sino descubrir que para ella el pacto incluye un falso involucramiento en las historias paralelas que él sostiene, como una manera de tantear cuán cerca del placer está el dolor?
El título “zona de clivaje” (vetado en su momento por una editorial importante, de modo que la autora, en su defensa, retiró el libro y siguió tocando timbres hasta recalar en Legasa) remite a los planos donde la perfecta estructura de un cristal se torna vulnerable. Si en un sentido la narración pone bajo el microscopio a la pareja, en otro, el cristal es la propia Irene. Y la novela da cuenta de ello introduciendo al lector en el cerebro de Irene, de modo que sabemos lo que el profesor desconoce; por ejemplo, que cuando él, ansioso, le cuenta que dentro de una hora se acostará con otra, ella se pregunta si tiene que gritar, arañar, arrancar cabelleras o terminar la relación. “Pero una cosa más fuerte que su instinto –¿una curiosidad malsana e impiadosa?– contiene todo clamor. O tal vez, por un error de la naturaleza, su instinto consiste exactamente en esto: en saber que ahora hay que abrir grandes los ojos, con una expresión no exenta de admiración no exenta de terror no exento de alegría (las comas faltan a propósito), y científicamente preguntar” cómo hizo, para que él la mire deslumbrado y sostenga que ella no se escandaliza nunca. “Nunca”, responde Irene, tajante.
En El fin de la historia, el eje es la relación entre una integrante de la cúpula de Montoneros –que, tras ser secuestrada y torturada, termina colaborando con los militares– y su amiga intelectual –que desea escribir una novela que “refleje” épicamente el sacrificio de esa mujer. Pero cuando ésta descubre que aquélla no ha muerto, y que su tragedia no está investida de un halo de heroicidad, decide abandonar su proyecto. Aquí, entonces, no bastaba con contar los sucesos desde un punto de vista determinado sino que había que montar (casi) un panóptico que permitiese observar hasta la intimidad de un torturador y una torturada. La apuesta –arriesgada como pocas– desató una ola de críticas que superó la barrera de la reprobación y cayó, en algunos casos, en el baldío de la ridiculez: en su anhelo, como correspondía a una novela semejante, de “desdibujar los límites entre documento y ficción” para que el texto fuera literario, “con todo lo que esto implica de sinuoso y ambiguo”, según declaró, Heker construye una poética y una política de la ficción que no pueden ser aceptadas por un amplio espectro de la crítica. Lo que me devuelve al primer párrafo: cuando los críticos anuncian la muerte rápida de las novelas argentinas, ¿no estarán hablando de lo que ellos no pueden leer?
Las novelas de Heker son una buena definición práctica de lo que significa ser un novelista: saber decir, saber contar, saber llevar al lector más allá de lo que éste puede desear al sentirse seducido por un libro. Y entonces uno, que no sabe si va a quererlo todo, quiere más.

Rogelio Demarchi es autor del ensayo De la crítica de la ficción
a la ficción de la crítica acerca de los debates generados en diversos
medios por El fin de la historia.

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