libros

Domingo, 13 de octubre de 2002

Leer para vivirla

POR RODRIGO FRESAN (Desde Barcelona)

Domingo por la tarde, leyendo Vivir para contarla. Me traje la autobiografía de García Márquez a casa hace unos días. Vi cómo entraban en la editorial de la calle Travessera de Gracia los inmensos paquetes de este libro inmenso. Pedí permiso (o no) y agarré uno ahí nomás. El libro comienza con una oración pequeña y funcional, más comienzo de novela que de vida. O tal vez sea lo mismo: hay vidas que disfrutan de las bondades de las novelas y la novela vivida de Gabriel García Márquez –en la tapa de Vivir para contarla aparece un niño de ojos inmensos con una galletita en la mano– empieza así: Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Y el joven Gabito acompaña a su madre. Y nosotros también. Allá vamos.
Conozco escritores a los que no les gusta leer vidas de escritores. Vaya a saber uno por qué. Misterio. A mí me encanta y me encantan. La primera que recuerdo haber leído fue esa curiosa cripto-autobiografía de Jack London titulada Martin Eden. Tal vez por eso mis ficciones estén llenas de personajes escritores. Lo siento: los escritores me parecen muy buenos personajes. Es más: he llegado a leer autobiografías de escritores –o biografías a cargo de los dueños o usurpadores de su posteridad– sobre cuyas obras no sé nada y tal vez no vaya a leer nunca algo firmado por ellos. Pero una vida de escritor es siempre interesante porque nos permite vislumbrar en ella la estructura oculta de una existencia, los ritmos, las alturas y las bajezas, la página en blanco, los deliciosos latigazos de la tinta o las ráfagas de la máquina de escribir, los aciertos y las erratas. Una no-ficción de un ficcionador.
De García Márquez leí todo menos Noticia de un secuestro y alguno de sus volúmenes de artículos periodísticos. Así que empecé a leer su vida –luego de varios largos anticipos aquí y allá– sabiendo con lo que iba a encontrarme. Lo que no sabía es lo del principio: que me iba a meter en una gran novela donde, a las pocas páginas, el rostro famoso del colombiano ganador del Nobel sería suplantado por el de otro personaje del colombiano ganador del Nobel. Creo que hay que ser muy pero muy buen escritor para conseguir que un lector se olvide de que lo que está leyendo es verdad y no ficción. En eso estoy.
En cuanto a mi relación personal con García Márquez, sé que vino a mi casa cuando yo era chico, pero yo no recuerdo nada. Tiempo después, mi padre –junto a Rodolfo Terragno y a Tomás Eloy Martínez– estuvo metido en el proyecto de un periódico dirigido por García Márquez que se llamaría, borgeanamente, El Otro, y que no salió nunca. Hasta entonces yo sólo había leído los cuentos de La Cándida Eréndira. Un día me expulsaron de un colegio en Caracas, no dije nada a nadie, y me dediqué –como si todo siguiera igual– a leer en las escaleras de un centro comercial o en una biblioteca. Pasaba todo el horario escolar leyendo y después volvía a mi casa fingiendo haber tenido un día fácil o difícil en ese tercer año de secundaria invisible y apócrifo. Fue por esas mañanas ilegales cuando leí Cien años de soledad y El otoño del patriarca y, creo, fue también entonces cuando aprendí lo que es y puede llegar a ser eso que se conoce como “el universo de un escritor”: el privilegio y el coraje de alguien a la hora de reescribir el mundo de todos para que éste encaje con las coordenadas propias, secretas y más íntimas. No hace mucho, en diciembre de 1998 –luego de que mi mujer, para mi espanto, me lo trajera casi a la rastra– conversé con García Márquez por unos minutos en el estacionamiento de un hotel de Guadalajara, bajo un sol implacable. Hablamos del clima y de la comida; y yo no me atreví a decirle que jamás me he repuesto –y, por suerte, probablemente nunca lo haga– de la primera lectura de Crónica de una muerte anunciada, un texto que aterroriza y alienta por su perfección. Es decir: allí, más allá de todo truco o recurso, García Márquez me enseñó que se puede llegar a escribirun libro inmejorable. No sé si es algo que corresponda agradecerle como colega, pero jamás se lo agradeceré lo suficiente como lector.
Así se lee ahora su vida y así sigo leyendo yo a García Márquez. Abrir uno de sus libros siempre es irse de viaje, volver a ese sitio de donde salen todas sus cosas. Que todas esas cosas vuelvan a una autobiografía magistral no sólo es un acto de justicia poética: es, también, un premio para el lector que ahora la lee para vivirla y para el escritor que vivió para contarla.

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