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Domingo, 9 de enero de 2011

> SOBRE SU LIBRO LATA PEINADA

Dejándose llevar

 Por Martin Abadia

Esa discreta aberración que siento por las reseñas no debería empañar el hecho de que de alguna manera estas líneas puedan convertirse en lo póstumo de una. Las escribo entonces por cierta irresponsabilidad que me compulsa de vez en cuando y parte de ella se debe a que no leí Lata peinada como un libro bueno, de principio a fin, pero lo ojeé, lo ojeé mucho. Parte se debe también a saber que puedo escribir sobre Ricardo Zelarayán quien a su vez escribió Lata peinada con más irresponsabilidad que la mía ahora mismo, dejándose llevar, dejando que la lata se peinara sola y finalmente se formara, se compusiera en mí y en otros como yo que la ojearon, la ojearon mucho. Tanto tiempo en esta vida esperando un libro que pudiera abrirse en cualquier página y se ofreciera al ojeo. Con ese riesgo de que la lectura sea infinita. Con ese otro de que el lector también lo sea.

Pero es uno también el ojeado y uno también quien peina esa Lata, y no se trata de lugar de lector alguno, esa vanidad tan visitada por quienes leen y además, escriben sobre literatura. Es otra cosa. Es darse cuenta de que Zelarayán supo cabalmente que sólo una literatura bootleg era apropiada a su imaginario, una permeabilidad tal que en lugar de aprolijar las dudas, las hilachas, la rebarba de la obra, lo expusiera todo, todo lo que una obra en ocasiones parece no ser, e inclusive, todo lo que una obra pide no ser. Caigo en la cuenta entonces de que se trata de un cierto tipo de honestidad.

Zelarayán es hombre de apósitos, hombre del desglose de una identidad a la que podemos creer, más que vaticinable, más que acechadora, prescindible. Aun la novela negra más audaz ha practicado la evanescencia y esa necesidad del siglo XX de no resolver una identidad más que haciéndose cargo de todas a la vez. Fue esa la mirada de René Crevel en su Etes-Vous Fous?; fue ese también el motivo de la narrativa de William Burroughs. En Lata peinada, por el contrario, no hay elenco corroborable, ni tan siquiera estructura para lo polifónico de un cruce de voces que aguarde, hacia el final del camino, en una convicción. Incluso, difícilmente haya personaje alguno más que en manifestaciones esporádicas de uno, avisos de uno, indicios que lo presumen, signos que lo denotan, rastros que advierten que lo hubo alguna vez.

Esa vocación por la literatura como un reguero de pólvora, como efecto dominó de la apariencia, se verifica en que Zelarayán no impone más que acción a la imagen, velocidad de la imagen, una escritura de asalto permanente de los sentidos, de ligero galope ciego, cuando el fragor de un revólver que abre fuego a tiempo es el aroma de la literatura en tiempos en los que la vida, si uno no se abalanza rápidamente sobre ella, le entra a pedradas por la ventana.

En Lata peinada, en consecuencia, la imagen no aspira a cristalizarse, no se esculpe como en aquel viejo sueño de Gautier, sino que viaja y muta al viajar, abre abismos en un horizonte que es siempre el mismo y siempre es otro, y la valentía de Zelarayán –tal como fue la de Néstor Sánchez, viejo discípulo del Kerouac más agudo– es tímbrica, ya que sabe a ciencia cierta que quien busca lo que no existe no se demora en el virtuosismo de la altitud de la nota, sino en el bronce helado de su sonido al subir, la buena mala hora de asomarse y aullar cuando, en la oscuridad de un cuarto de pensión, nos quedamos solos con todo lo que estuvimos escuchando por ahí, en la calle, en cualquier bar, palpando con desgano un vaso de vino tibio, pastoso.

No obstante, esta intención importa una salvedad: al tiempo que Lata peinada se ampara en un pulso musical, el transfondo es pictórico. Zelarayán no propone al bootleg de cada original –cuando en Lata peinada a cada visión bien pueden seguirle una o más variaciones de tono– como sustento inmediato de la obra; quiere que el empaste, la sumatoria de capas y capas interiores que conducen a la obra final, sea no la técnica sino la misma obra. Quiere, en suma, que veamos cada intento de llegar a totalizar una obra como un fin y no como un medio. Para Zelarayán no existe algo así como un original.

“La bifurcación –escribe– implica tal vez desesperación, pero nunca dispersión. A veces la bifurcación es una útil sangría, una lucha contra la deriva.”

Toda tentativa de trama, en consecuencia, queda abolida por el impulso, todo deber para con la literatura, toda actitud de story-teller se vulgariza en tanto y en cuanto el lenguaje cobra un papel fundamental en función del sueño de expresar más que del mero contar lo que pasa por ahí. Importan entonces los elementos estéticos, el artificio, la beligerancia y el achaque del idioma, el gobierno mismo de las cualidades interpretativas. Su lector, por tanto, no puede tratarse de uno que rearma una obra que se ofrece fragmentaria, sino de aquel otro que, frente a la fragmentariedad y aun a la propia negativa de Lata peinada de llegar a ser novela, precisa algo que la crea novela, la haga novela, le entregue el fantasma que todo cuerpo precisa para ser cuerpo. Ese lector entiende al fin que no puede más que dejarse vencer por el universo al que asiste y ser siempre lector de un propósito, de una propuesta de literatura trepidante que se escapa para no quedar atrapada en ninguna verdad, ya que si una propuesta de novela es ya una novela, tanto como una propuesta de lector es ya un lector, Zelarayán, que perdía por ahí sus papeles, que fechó Lata peinada en la urgencia de un dietario, es esa propuesta de autor que, irreductiblemente, encuentra un autor en la lectura.

“Sueños y pensamientos que se transfieren. Sueños que no se sabe si son sueños. Sueños ajenos transferidos que interfieren en otra persona como en el caso de las interferencias radiales. Personajes en apariencia soñados que después resultan de ‘carne y hueso’ en la novela”, escribe Zelarayán en el apartado de notas de Lata peinada.

Zelarayán supo que este juego de escribir la vida precisa amateurismo y baile, cuando sólo quienes aman lo que hacen pueden hacerlo devenir real para los demás, cuando no hay vidas más vividas que las vidas amateur, vidas de quienes, viviendo mal y bien al mismo tiempo, van viviendo y van, sin darse cuenta, honrando esta vida. Bailándola.

Se lee el hacia el final de “La Gran Salina”, aquel bellísimo poema de La obsesión del espacio,

del tren que pasa de noche indiferente
junto a lo que ya se sabe
y no se sabe

De entrevisiones como éstas asomó Ricardo Zelarayán.

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