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Domingo, 15 de enero de 2012

Mi psicoanálisis

En una época recurrí al psicoanálisis. Era verano, justo empezaba la posguerra, vivía en Roma. Era un verano sofocante y polvoriento. Mi psicoanalista tenía un piso en el centro. Iba a verlo cada día a las tres. El mismo me abría la puerta (tenía esposa, pero nunca la vi). Su despacho estaba fresco y en penumbra. El Doctor B era un anciano alto, coronado de rizos plateados, un pequeño bigote gris, hombros altos y un poco estrechos. Llevaba siempre camisas inmaculadas, con el cuello abierto. Tenía una sonrisa irónica, y acento alemán. Llevaba en el dedo gordo un anillo de cobre con iniciales, tenía manos blancas y delicadas, ojos irónicos, gafas con montura de oro. Hacía que me sentara a una mesa y él se sentaba delante de mí. Sobre la mesa, siempre había un inmenso vaso de agua para mí, con un cubito de hielo y una rodaja de limón. Por aquel entonces nadie en Roma tenía heladera, quien quería hielo tenía que comprarlo en la lechería y lo rompía a golpes de martillo. Cómo hacía él para conseguir a diario aquellos cubitos de hielo tan lisos y pulidos fue siempre un misterio para mí. Quizás habría podido preguntárselo, pero nunca se lo pregunté. Sentía que, aparte del estudio y del pequeño recibidor que daba al estudio, el resto de la casa estaba, y debía estar, envuelto en el misterio. El hielo y el agua venían de la cocina donde quizá la esposa invisible había preparado aquella bebida para mí.

La amiga que me había sugerido que fuera a ver al Doctor B y que también acudía a su consulta, no me había contado mucho acerca de él. Me había dicho que era judío, junguiano y alemán. Que fuera junguiano era algo que a ella le parecía positivo y que a mí me resultaba indiferente, porque mis nociones sobre la diferencia entre Jung y Freud eran imprecisas. Es más, un día le pedí al Doctor B que me explicara dicha diferencia. Se extendió en explicaciones y yo, en un momento dado, perdí el hilo y me distraje mirando su anillo de cobre, sus rizos plateados por encima de las orejas y la frente de arrugas horizontales que él enjugaba con un pulcro pañuelito de lino. Me parecía estar en el colegio, cuando pedía explicaciones y después me perdía pensando en cualquier cosa.

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