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Domingo, 2 de marzo de 2014

ADIÓS AL MONO

Hasta el domingo nadie se había acordado de él, salvo algunos amigos. Pero su público, la gente, los millones que lo ovacionaron durante diez años en el Luna, esos, es decir, nosotros, no nos acordamos de él. Es feo recordar esas cosas, pero es así. Y miren que a Gatica lo veíamos todos los días. Me acuerdo de una vez a las siete de la mañana, hace de esto menos de un año. Estaba sentado en los escalones del subte de Dorrego y Corrientes pidiendo unos pesitos para un vaso de vino, aunque estaba tan borracho que ni veía. Tenía una flor en el ojal del saco mugriento y un agujero en el pantalón. Apenas podía mover su pata dura. Pero no pedía como un mendigo. Parecía uno de esos hijos únicos, esos chicos mimados que le piden de prepo las cosas a papá. Y papá éramos nosotros. Y además pedía con bronca, como si le correspondiera. Y la gente lo miraba con algo de miedo. Era esa misma gente que lo había visto por Corrientes “con un coche así de grande, de dos cuadras y media”. Era la misma gente que lo había visto prender habanos con billetes de mil y pasearse con esas grandes camisas floreadas por Florida, rodeado de chicas y amigos. Y la gente le tenía miedo. ¿Cómo podía haber caído así? Dicen que alguna vez, cuando ya estaba en la mala, pero todavía tenía coche, aunque viviera en Villa Miseria, un día atropelló a un pibe al que le tenía bronca. Porque, aunque eso tampoco está bien decirlo, el Mono era cruel. ¿Se acuerdan de aquel boxeador que lo desafió un día y que él podía haber liquidado en el primer round? Pero no. Le pegaba despacito; y cuando se caía, lo sostenía. Y así lo hizo durar siete rounds. El tipo quedó medio ciego.

Pero la culpa no la tenemos nosotros, ni tampoco él. Allá por 1942, cuando lo descubrieron, era un cabecita que recién llegaba de San Luis y lustraba zapatos por la Avenida de Mayo. Y entonces, por 1945, su estrella comenzó a crecer. Millones de pesos pasaban por sus manos, millones de manos lo aplaudían todas las noches, los grandes titulares lo nombraban en todos los diarios. ¿Qué hubiera hecho usted, lector, en su lugar, si toda la vida hubiera corrido la coneja, y si lo único que tuviera en este mundo fueran dos puños magistrales para abrirse paso a toda costa?

Y eso le pasó a Gatica. A costillas suyas hubo muchos que se enriquecieron. Y él, pobrecito, convertido en personaje de la noche a la mañana, inflado a pesar suyo por quienes siempre lo usaron como negocio; como llegaban, se iban. Al final sólo servía para que algún periodista ganapán hiciera una nota sobre su caída.

Y casi todos lo dejaron solo, en ese oscuro final sin victoria ni aplausos, en la sala del Rawson, un martes por la noche.

Su época dorada comenzó por el ’45 y se extinguió en el ’56. Después, sus tragicómicas tenidas con Karadagian, por el ’57, en Boca, marcaron el primer paso del descenso. Es curioso. Pero surgió de abajo, como el 17 de Octubre y en ese mismo año. Su trayectoria termina poco después de la contrarrevolución de septiembre. Porque Gatica nunca dejó de ser de abajo. En el ’56 lo metieron preso porque después de ganar una pelea agarró el micrófono y dijo: “Le dedico este triunfo a un amigo que tengo en Panamá”. Y otra vez, ya en el ocaso, vagando por el Luna, recordando ovaciones de otros tiempos, se encontró con un ministro de la “libertadora” que le preguntó cuándo iba a volver a pelear. Gatica, ya medio borracho, lo enfrentó con ese gesto fanfarrón que le gustaba tanto y, mirando al figurón de arriba abajo, le dijo: “¿Y a usted quién le dio audiencia para hablar conmigo?”.

Cuando en el ’51 fue a Nueva York, le dijo a Perón: “General, voy a volver con la cabeza de Williams”. Pero Gatica era así. Le gustaba desafiar al mundo entero. Puso la cara, como de costumbre, y lo durmieron. Y eso hace que quizá Gatica sea más humano, más querible. Peleó, ganó, perdió, lo tuvo todo, millones de pesos en las manos y se quedó sin nada y, casi, sin nadie. Salvo con Morán, que le dio una mano. Y con sus familiares que nada podían contra su naturaleza, que fue cruel, sobre todo consigo mismo. Los empresarios que se hicieron el gran negocio con él lo inflaron como a un globo. Y cuando no les sirvió para nada, lo dejaron reventar en cualquier parte.

Un día, en su edad de oro, se apareció en la redacción de un matutino con su galera, sus dos enormes anillos en la mano izquierda –“como el rey de Inglaterra”– y su bastón de puño de marfil. Fumaba cigarros de hoja y usaba chaleco de seda. Se sentó sobre la mesa de un redactor deportivo y se dejó sacar –con esa cara de chico fanfarrón– la gran foto que dio testimonio de su hora de gloria. Detrás quedaron la vieja máquina de escribir y las fotos de los otros campeones, pegadas en la pared que le hacía de fondo.

El jueves de la semana pasada lo vi, a las dos de la mañana, desde un taxi, en la penumbra lluviosa, con un frac que le quedaba demasiado grande y una magnolia en el ojal, igual a la de aquella fotografía hoy ya amarillenta. Era el portero de una cantina y bajo las luces de la marquesina, en esa calle de barrio, saludaba con la mano a todos los taxis, a todos los autos, a todos los camiones que pasaban. Como si la gente desde los autos lo saludara a él. Estaba borracho, pero tenía en los ojos el sabor a multitud de otros tiempos. Muchos de los que pasaron ni siquiera lo vieron. Pero él los saludaba igual.

“Gatica –me dijo el taximetrero con un aire raro, entre sobrador, abrumado y familiar, como si hablara de algún pariente lejano que ya no tenía remedio–. Qué bárbaro”, dijo. Y nos quedamos callados. La noche del miércoles, cuando la radio anunció que se había muerto el gran sucesor de Firpo y Suárez, fuimos como muchos otros al estadio donde iban a velarlo. Un boxeador fuera de combate, uno de esos que ahora andan por la pizzería y los cafés vecinos al Luna Park, estaba charlando, despacio, con un vigilante, contándole cómo, cuando ya no era nadie, Gatica iba al Congreso a pedir por sus compañeros en desgracia, y entraba diciendo: “Abran cancha, que ahí viene el primer boxeador argentino”. Contó también las veces que había repartido billetes de a mil, como si fuera papel picado entre la gente pobre, en los colectivos que pasaban por su casa cuando había una fiesta y que él paraba de prepo, haciendo bajar a los más zarrapastrosos para que vinieran a tomar una copita. Y entonces pensé en el hombre lleno de vino que el domingo pasado, después de vender muñequitos en la cancha de Independiente, perdido entre este público, pero viendo a ese otro, y muerto para él, que lo había idolatrado hace apenas siete años, tropezó bajo las ruedas del 295. Alguien dijo que se gastaba todo y tomaba mucho. Y pensé que, después de todo, nadie podría reprocharle ahora que tirara la plata, que se pusiera en curda, que antes se hubiera llevado al mundo por delante. Porque nadie habría hecho otra cosa si hubiera tenido que andar por la recova del Once pidiendo limosna cuando era chico y la sociedad lo obligaba a pegar trompadas para poder comer. Y fue entonces cuando esa misma sociedad lo usó, lo chupó, le sacó bien el jugo y lo tiró a la basura. Y esa es su historia. Y un poco también la de todos nosotros, aunque no usemos galera ni bastón. Aunque no seamos campeones. Por eso es que todos lo despedimos hoy. Por esa sorda bronca apenas insinuada y por ese horror que nos despierta su historia. Y por eso le decimos: “Adiós, Mono”.

Aguafuerte publicada en la revista Compañero, el 14 de noviembre de 1963.

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