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Domingo, 14 de junio de 2015

> ALGUNOS FRAGMENTOS DE APARECIDA, DE MARTA DILLON

EL LENGUAJE DEL AMOR

¿La encontraron? ¿Qué habían encontrado de ella? ¿Para qué quería yo sus huesos? Porque yo los quería. Quería su cuerpo. De huesos empecé a hablar más tarde, frente a la evidencia de unos cuantos palos secos y amarillos iguales a los de cualquiera. Iguales a esos que se enhebran con alambre y los alumnos manipulan como utilería en un aula de biología. Esquirlas de una vida. Destello marfil que desnudan las aves de carroña a campo abierto. Ahí donde se llega cuando se va a fondo, hasta el hueso. Lo que queda cuando todo lo que en el cuerpo sigue acompañando al tiempo se ha detenido, la hinchazón de los gases, el goteo de los fluidos, el banquete de la fauna cadavérica, el ir y venir de los últimos insectos. Después, los huesos. Chasquido de huesos, bolsa de huesos, huesos descarnados sin nada que sostener, ni un dolor que albergar. Como si me debieran un abrazo. Como si fueran míos. Los había buscado, los había esperado. Los quería.

***

El último verano, en Uruguay, ahí donde había recibido el anuncio del casamiento secreto de mi hija, ahí donde el viento le cobra al Cabo Polonio la audacia de meterse en el mar llevándose todo lo que crece unos centímetros por arriba del suelo, había observado los cuerpos exangües de los lobos marinos que se pierden de su manada y de las vacas que llegan desde quién sabe dónde y vienen a morir en la plaza como viejas cansadas que se entregan al sol. Cuerpos enormes que se corrompen impúdicos a la intemperie, a veces los arrastran lejos atados con cadenas a camiones sin poder llevarse del todo el hedor de la corrupción. Un mes es suficiente para saber qué pronto se pasa de esa hinchazón repulsiva del principio a la aparición de los huesos, después el mineral se funde rápido con su medio, la arena lo lame, lo acaricia, lo envuelve, lo traga; eso es todo. Lo había visto, lo había registrado en mi cuaderno.

***

¿Qué habré soñado esa primera noche con el cuerpo de mi madre aparecido? Me acuerdo de que nos dormimos muy tarde, que compramos una botella de vino en un bar frente a la plaza de la estrella roja, me acuerdo del temblor de la voz de mi hija cuando se lo conté, del eco de mi voz en su gemido inmediato, como si lo que le estuviera contando era que su abuela había mueto en ese momento, a ella que ni siquiera conoció a su abuela. Es que la noticia tenía la capacidad de comprimir el tiempo, como si se pudieran aplastar más de treinta años entre dos palmas, como a un mosquito. Por eso, ella no buscó a su reciente marido para compartir la noticia, necesitaba hablar con alguna de sus amigas más antiguas, una que la conociera de chiquita, una que hubiera estado a su lado a medida que ella iba comprendiendo todo lo que había detrás de esa foto ampliada tantas veces como para que su abuela mirara de frente, sola, recortada de un grupo. Por esa misma razón, yo necesitaba hablar con mis hermanas: Raquel, Alba y Josefina. Son mis hermanas porque nos encontramos en H.I.J.O.S en 1995, cuando creía que iba a morir en pocos años más.

***

Ahora, mientras escribo, les pregunto a mis hermanas si recuerdan cómo fue que les conté la noticia. Raquel me dice que fue Josefina quien la llamó y le dijo que habían encontrado a mi mamá. Y ella pensó que había aparecido mi mamá. “No los huesos, tu mamá. Por una fracción de segundos...”

Yo me acuerdo de algo más, me acuerdo que me dijo: “Ya no vas a ser más hija”.

Hija voy a ser siempre, pero si algo intento todavía, tres años después, es, justamente, apropiarme de esos restos. Desprenderme de una vez de ese ínfimo rescoldo sobre el que soplamos insistentemente para que arda por fin la llama que podría liberarnos. Para que se anime, para que tome cuerpo, que alguien diga algo, que transmita su voz, lo que vieron sus ojos, su brevísima vida lejos de nosotras, en definitiva y en singular, que la devuelva. La ilusión de que siempre hay algo más que saber o que buscar y no querer buscarlo ni preguntar para que no se agote, que no se apague el rescoldo; de eso se trata ser hija cuando tu madre está desaparecida.

Y resulta que me la habían devuelto. A mamá o lo que quedaba de ella.

Toda esa vida en su ausencia se me venía encima. ¿Y qué era eso? Un conjunto de hilachas, recuerdos aislados, su altura, a qué parte de su escote había alcanzado y cuánto me faltaba por crecer. Algo así como la ropa que encontraron junto a sus huesos: insondablemente familiar; nada más rascarla se deshace, polvo que vuelve al polvo después de haber pasado 35 años bajo tierra.

***

Me despierto abrazada a mi hijo, enredados los dos, piernas, brazos, su respiración constante sobre mi pecho, mi nariz sobre su pelo. Así dormía con mi hija mientras fue una niña; así crecimos las dos, entrelazadas. Mi maternidad es cuerpo a cuerpo. El aliento de las mañanas, el sudor de las noches, sus babas en los bocados que no engullen, la sangre en las rodillas, las migas entre las sábanas, las lagañas, los mocos, la sal de sus ojos; las cosquillas y las luchas. El lenguaje del amor no se habla, se inscribe.

Esa poesía material es la que aprendí de mi madre.

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Imagen: de Marta Taboada, del archivo familiar
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