Sábado, 14 de enero de 2012 | Hoy
La Galería Güemes recuperó su fachada sobre San Martín, la única original que le queda. Después de décadas, se puede ver el planteo original del ornamento y algunas piezas realmente únicas.
Por Sergio Kiernan
La Galería Güemes sigue dando un ejemplo de libro –de tomo, de ensayo– del valor agregado que es el patrimonio. El magnífico edificio de Gianotti acaba de inaugurar la restauración de su fachada sobre la calle San Martín, la única original que le queda desde el incendio sobre Florida en los setenta. Verla con sus cementos en orden, sus herrerías pintadas y buena parte de las broncerías originales en su lugar es un privilegio: deben ser muy mayores los porteños que se acuerdan de esta alzada magnificente en este estado.
En la medio inimaginable Argentina optimista y rica de hace un siglo, la Güemes fue un ejemplo espectacular del tipo de capital que se estaba construyendo. Florida, chiquita y llena de autos y carrozas, ya era la calle comercial por excelencia desde hacía rato. Ni la Victoria que luego sería Hipólito Yrigoyen, con sus tiendas de telas y moda, ni mucho menos la Corrientes tanguera le competían a la Gran Vía de las mejores tiendas. En ese mundo jurásico, “El Centro” tenía a la Avenida de Mayo como eje y a Gath & Chaves como joya. Un grupo de inversores le salió a competir y así nació la galería.
El proyecto no era una tienda de departamentos ni una galería a la manera italiana, como la que seguimos conociendo como la Pacífico. A su manera, era mucho más urbana y moderna, un complejo de oficinas y comercios, con un teatro en sus profundidades y una torre-mirador, con bar y confitería, en las alturas. La Güemes nació como el edificio más alto de la urbe, con la torre más rara y moderna posible –tanto que sigue llamando la atención por su ascetismo en pleno siglo 21– y con un estilo de lujo ecléctico, algo desaforado, de fiesta.
¿Qué es la Galería Güemes? Habrá que refugiarse en esa palabra tan baqueteada, “eclecticismo”, porque no hay otra que le quepa. Esta pieza única es salvajemente individualista pero hija de las licencias poéticas del Art Nouveau. Lo que explica sus curvas, sus apliques ovoides en el gran cañón principal, sus desmadres escultóricos. Pero no explica encontrar capiteles casi bizantinos, estatuaria clásica, arcos de medio punto. Y, en todo caso, ¿qué hacen esos guerreros aztecas marcando los rebordes de donde nacen las arquerías? La belleza y la riqueza de este edificio tienen raíces en esas preguntas, y pocas construcciones porteñas emboban y distraen tanto como ésta.
Lo que le pasó a la Güemes es típico y simple: de un edificio bello y moderno pasó a ser simplemente uno viejo. Con un siglo encima, ahora es vista como un valor, un espacio que simplemente no podríamos construir. Sus dueños decidieron hace unos años revalorizar lo suyo y mostraron que con inteligencia y rigor estético el patrimonio es marca y valor agregado. La historia empezó con un administrador astuto que comenzó a restaurar la galería en sí, el vasto cañón de triple altura. De esos trabajos retornó una nueva luz, una belleza que acostumbró a todos a mirar para arriba y a ver turistas embobados, cámara en mano, viendo algo que no existe en las Américas y es raro hasta en Europa.
Con el cañón renovado, los locales despejados, los kioscos en buen orden, la galería ganó piné y marcas. Tiene una ocupación del ciento por ciento en espacios comerciales y muy alta en sus pisos de oficinas. El teatro que descubrieron intacto en el subsuelo, hoy llamado Piazzolla pero en sus tiempos famosos como bataclán de lujo, le dio una vida nocturna poco común a las galerías. El proceso de restauración se expandió a cada oficina que se desocupaba y que, antes de ser alquilada nuevamente, era despejada de moquetes y pinturas tontas, divisiones y “mejoras” para retornar lo más posible al original.
En los pasillos internos del vasto edificio se pueden ver hoy cateos profesionales para encontrar las combinaciones originales de colores, primera parte de un plan de repintar todo como en 1912. También se ven vidrios en pleno despintado, portones y verjas que pierden capas de esmaltes, mármoles que salen del gris del tiempo. Hay planes para reponer copias de las infinitas palmetas de bronce que poblaban rincones y verjerías, y que fueron robadas. Y se habla, con un brillo en los ojos, del futuro del mirador, de la terraza, del bar allá arriba, que es una belleza.
Y ya se puede detener uno en la calle San Martín, que duele de angosta para disfrutar de la fachada. Quien sacrifique el cuello doblado hacia atrás verá a nuevo el formidable arco de acceso, sostenido por columnas pareadas de buen mármol italiano. Allá arriba se verá una suerte de ¿zigurat? ¿templo? que es simplemente el modelado de la fachada con órdenes de ventanales y un balcón con columnas. Por encima de la cornisa, el edificio parece terminar, pero no, apenas se retira para seguir subiendo, invisible en este ángulo.
A izquierda y derecha se verán los grupos escultóricos ornamentales de los locales, uno de ellos con sus pesados, notables hierros originales, tocados de un cobre que ahora asoma. Y por encima, en los balcones de fierros negros, vuelven a campear después de décadas las cuatro esculturas de bronce trompetero, del amarillo y duro, con un pulido y protección flamantes para bancarse el aire sucio de la ciudad.
Estas alegrías van construyendo, o reconstruyendo, un lugar de Buenos Aires que efectivamente anduvo perdido. Es un simple tema de pensamiento: el patrimonio es muy bello, está muy bien construido y es un atractivo natural para seres humanos. La ecuación le está cerrando a la Güemes, en un proceso que sigue y sigue.
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