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Sábado, 17 de agosto de 2013

De bancos y correos

Las esquinas del banco o de la sucursal de correos siempre eran puntos de interés en los pueblos y ciudades del país. Pórticos con frontis monumentales, flanqueados por pares de columnas sobre sólidos basamentos, intimaban y lograban sobradamente imponer la imagen de un Estado fuerte que, aun en los más recónditos lugares de nuestra geografía, se hacía presente con símbolos que lo acreditaban. Decididamente, enviar una carta o hacer un trámite bancario no tenía mucho que ver con las modestas oficinas multipago, y tampoco con los “oficiales de cuenta” cancheros de hoy. Aquellos halls públicos impactaban por su altura, sus lucernarios y la madera lustrada de sus mostradores con rejas doradas, relucientes.

Semejantes dimensiones hacían pensar que, aun cuando gran parte de la gente del lugar decidiera ir al mismo tiempo a ellos, todavía sobraría espacio. Parecían hechos para poblaciones más importantes, o por lo menos para lo que se pensaba que ellas podrían crecer, a futuro. A veces la realidad las desdijo, pero allí quedaron ellas, ubicadas sobre una esquina de la plaza principal, o a muy corta distancia sobre la calle principal. Dentro de un hipotético ranking edilicio local, liderado por el palacio municipal y el templo parroquial, estas sedes competían en importancia con los edificios de la escuela, de alguna asociación de socorros mutuos, del teatro y –extramuros– de la estación. Un ranking que se corporizaba en las reuniones sociales, a las que asistían los vecinos más respetados, como el intendente o delegado comunal, el cura párroco, los directores del banco y del correo postal, la directora o director escolar y el jefe de la estación. Desde luego, no les iban en zaga, y variaban según el perfil de cada ciudad, otros como el médico director del hospital, el juez de paz, el comisario, el patrón rural, el comerciante más próspero y los presidentes de las colectividades y clubes.

Como es natural, los protagonistas con los años fueron cambiando, pero en torno de las plazas todavía encontramos testimonios de aquel pasar, alejado de los correos electrónicos y el home banking actual. Y no sólo hechos jirones por una forzosa modernización, producto de nuevas estrategias comerciales y de una necesaria adaptación tecnológica y funcional, sino por la ceguera de un progreso mal entendido y, principalmente, por los procesos de vaciamiento del Estado, las reestructuraciones institucionales vacuas, y la falta de aprovechamiento racional de los recursos disponibles. Dentro de estos cambios, estas viejas estructuras edilicias nunca se pensaron como un patrimonio que podía transmitir valores de identidad corporativa no sólo desde el pasado sino a presente y futuro.

En la órbita del Correo Argentino, encontramos magníficas sedes históricas que cubren un arco estilístico ,y tipológico riquísimo, donde conviven el historicismo arquitectónico de monumentales palacios de correos como los de Rosario, Tucumán, Bahía Blanca y Concepción del Uruguay (este último, una residencia mandada a construir por Urquiza en 1870, de estilo italianizante y MHN), con sucursales racionalistas de las ciudades de Córdoba, Santa Fe, Mar del Plata, Córdoba, Mendoza, San Juan, Posadas, que traducen una voluntad de expresión del servicio postal bajo un signo de modernidad y eficiencia, poco común en la arquitectura oficial de los años ’50, cuando fueron en su mayoría construidos.

Otras de menor envergadura, pero igualmente valiosas, las encontramos en Bell Ville, Mercedes, Saladillo, Chilecito, Bigand o la modesta Yapeyú.

En el sur, siguiendo corrientes pintoresquistas, vemos sedes de interés como las de El Bolsón, Bariloche y San Martín de los Andes. Tal el panorama de oficinas y estilos que había hacia 1994, cuando realizamos un inventario sobre 390 oficinas en todo el país. No sería descabellado que de entonces a hoy debieran darse de baja muchos de los 55 casos seleccionados entonces por sus valores patrimoniales.

En cuanto a la arquitectura bancaria, la puesta al día –en general– no alcanzó una sangría similar (es decir, por achicamiento e inanición funcional propia) sino más bien por desfiguraciones totales y parciales. En especial por la introducción de cajeros automáticos, nuevas plataformas comerciales, tecnología de punta y toda la parafernalia corporativa que vemos de Buenos Aires a Beijing. Aterrizando sin piedad en las sedes históricas desde la Patagonia hasta el Litoral argentino, desde donde siguen llegando denuncias a la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos, por cambios que van desde látex exterior hasta generosos blindex, cajeros y perforaciones múltiples para las nuevas vallas de seguridad interior.

Como se presume, en la mayoría de las intervenciones, cada solución propuesta fue al patrimonio su peor remedio. Desde fines de la década de 1980 se han formalizado convenios y cursos mde capacitación para una mejor formación de los profesionales y técnicos responsables de estas transformaciones.

Hubo avances, pero la discontinuidad institucional y el empezar de cero impidieron que el ejemplo pudiera arraigar. Un vacío que la quebrada salud de este patrimonio ya no puede permitir. Está claro que sus valores exigen soluciones a la altura de las expresiones que involucra. Testimonios que exceden, en mucho, los vaivenes financieros y ocasionales caprichos.

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