m2

Sábado, 2 de agosto de 2003

Coral para Nueva York

Terminado el duro combate que fue el concurso para edificar en el simbólico lugar donde estuvieron las Torres Gemelas, Daniel Libeskind se prepara para la construcción de un “edificio coral”. Una conversación con este profesor de pocas y peculiares obras, tío de la “No logo” Naomi Klein e hijo de dos sobrevivientes del Holocausto.

Por Vicente Verdú

Durante décadas, pocos podían creer que el profesor Daniel Libeskind llegara a construir algo importante. Pero este personaje tímido, menudo y corto de vista, de la noche a la mañana se convirtió en el arquitecto más famoso del mundo. “Me siento con el peso de una gran responsabilidad. ¿Sabe quién es mi principal cliente? No es un particular, una compañía, un gobierno. Son los millones de norteamericanos y las millones de personas de todo el mundo que ponen sus ojos en el solar de la zona cero. Esta es mi gran responsabilidad porque la arquitectura no es una computadora y una tecnocracia, es una civilización. Un asunto que envuelve a las personas de todas las clases y creencias, de todos los sentimientos y de todas las procedencias.”
Daniel Libeskind es polaco. Nació en Lodz, en 1946, hijo de dos sobrevivientes de los campos nazis. Emigró a Estados Unidos a los 13 años y a los 17 obtuvo la nacionalidad norteamericana. Después pasó un tiempo en campos de trabajo en Israel y allí conoció a su mujer, Nina Lewis, con quien está casado desde hace 34 años y con la que tiene tres hijos. Su historia de emigrante pobre que llega a América, se encandila ante la Estatua de la Libertad, trabaja, lucha y triunfa, constituyó un buen capital ante el jurado que iba a decidir sobre el proyecto para construir sobre el solar de las Torres Gemelas.
Probablemente el Daniel Libeskind graduado en arquitectura por la Cooper Union de Nueva York y la Universidad de Essex, historiador y profesor teórico, nunca habría vencido en un concurso tan trascendente y multimillonario de no haber contado con la suerte de varios apoyos extraprofesionales. Porque Libeskind parece, sobre todo, un lírico. Quiso ser músico, poeta y pintor antes que arquitecto. Fue un niño prodigio tocando el acordeón y su virtuosismo le valió para ayudar a su familia en malos momentos. Llegó a interpretar algún concierto de piano en el Carnegie Hall. Ahora, apartado de la lírica, aparece como el arquitecto más fotografiado del planeta, y hasta The New York Times mostró en fotos individuales sus anteojos de robusta montura, negra o roja, y sus botas de punta afilada como piezas características de un icono popular. Un ídolo entrevistado en los shows nocturnos de Larry King y hasta en el programa superpopular de Oprah Winfrey. ¿Intelectual? ¿Genio mediático? ¿Arquitecto divino? ¿Músico frustrado?
“Antes tocaba el acordeón, ahora toco arquitectura. Esta es la cuestión. Todos mis proyectos se desarrollan a partir de sílabas musicales porque, a través de las formas, de los colores, los materiales o las resonancias del espacio, voy componiendo una partitura constructiva. Nuestro sentido del equilibrio se basa en las visiones, en el tacto y en otros sentidos más, pero especialmente en el oído. El sonido nos proporciona el sentido del mundo. Yo atiendo a la sonoridad que llega de las calles de la ciudad, del rumor y la conversación de las gentes que cruzan los semáforos y gracias a ello me inspiro.” ¿Se inspira para crear una ciudad mejor? No exactamente. Libeskind se declara ajeno a las utopías del urbanismo. “Las utopías de los urbanistas abundaron en los años sesenta y setenta, pero yo prefiero vivir en la actualidad y dejar que la convivencia ciudadana se constituya a su modo. Mi objeto de trabajo son los edificios y mi interés se centra en lograr edificios expresivos. No pienso en el conjunto de la ciudad porque creo que la ciudad se desarrolla como un organismo y así ha ido transformándose a lo largo de la historia, en interacción espontánea con sus funciones y sus residentes.”
De su proyecto para la zona cero se ha dicho, precisamente, que podría valer para cualquier tipo de ciudad y que, por tanto, no ha tenido en cuenta la peculiaridad de Nueva York. “Efectivamente, mi proyecto no se parece a nada en Nueva York. Nueva York es un conjunto de edificios singularizados, desafiantes, y mi propuesta es coral y más íntima. La idea de Nueva York fue mostrar un desafío en alturas y mis edificios no son tan altos.” Pero cuentan con una torre de 541 metros, la más alta del mundo,le recuerdo. “Se trata de una torre, digamos, votiva, un jardín vertical que se alza como una llama verde en alusión al año en que se proclamó la independencia de Estados Unidos, y con ella, los valores de libertad y democracia que han hecho grande a América. Hay mucho simbolismo en lo que hago, pero la arquitectura es siempre simbólica. ¿No le parecían simbólicas las Torres Gemelas?”
Cada fracción del conjunto –titulado Jardines del Mundo– actúa como un artefacto simbólico. Junto al río Hudson se conserva la superficie desnuda del muro de contención que sobrevivió al atentado y ahora se expone como “símbolo elocuente de la firme resistencia de la democracia al terrorismo”. Rafael Viñoly, el último contrincante en la final del concurso, lo llamaba “el muro de los lamentos” porque Libeskind no conseguía salir de la cultura del dolor. En esa dirección actúan también dos zanjas en X excavadas en la masa constructiva que se iluminarán con el sol cada mañana de los 11 de septiembre y a la misma hora en que se estrellaron los aviones. El conjunto resulta así, simultáneamente, un parque temático, un complejo comercial altamente rentable y un memorial. Libeskind ha realizado de un golpe un memento mori y un ars vivendi, lo que permite, de un lado, honrar a los fallecidos, y de otro, disfrutar la vida. Sustituir las Torres Gemelas por una edificación cualquiera, sin la coartada funeraria, acaso no dejaría en paz el sentimiento de culpa, pero de esta manera se puede gozar y llevar luto a la vez. Visitar la zona como un cementerio y un shopping center, orar y comprar sin salir del recinto.
La otra parte del equipo Libeskind es Nina Lewis, su esposa canadiense, que desde hace 12 años colabora estrechamente con su marido a raíz de obtener el encargo para la construcción del Museo Judío de Berlín. Ese proyecto, que ganó sorprendentemente en 1989, cuando todavía no había construido prácticamente nada, le indujo a trasladar su residencia desde Nueva York a la capital alemana, y la obra, tras varias demoras, se culminó finalmente en el 2001. Actualmente, unas 140 personas, a quienes gobierna Nina, colaboran en los trabajos de Libeskind, que, pese a hallarse en Alemania, habla con todo su equipo en inglés. “Nina ha constituido mi fuerza principal y ha sido también la crítica más severa de mis proyectos.” Con esa colaboración, Libeskind fue obteniendo, entre otros, el trabajo para un museo judío más en San Francisco, para el Museo de la Guerra en Manchester, para unas ampliaciones del Victoria & Albert Museum en Londres, para un centro de convenciones en Tel Aviv y shoppings en Alemania y Suiza. Las peticiones florecieron como consecuencia del éxito internacional del Museo Judío berlinés, pero ahora se han redoblado las demandas.
La pareja abandonará pronto este emplazamiento en Windscheid-strasse, en el antiguo Berlín occidental, y regresará a Nueva York para llevar a cabo el proyecto sobre la zona cero, al que no faltan desde ahora mismo correcciones y adaptaciones de acuerdo con los intereses económicos en juego. Por el momento, una fosa de 30 metros de profundidad que diseñó Libeskind para teatralizar el impacto del 11-S ha sido rebajada a nueve metros para favorecer otras localizaciones en el subsuelo. La Port Authority de Nueva York, o colosales promotores inmobiliarios, como Larry Silverstein, intervendrán inmediatamente para modificar y negociar los trazos del tablero.
Ya antes, en la fase en liza, fue Nina, buena negociadora, experta en campañas electorales y técnica en marketing político, la que tuvo que batirse entre los lobbies. La revista Newsweek llamó “un duelo sucio” la pugna entre Libeskind y el grupo Think, que encabezaba el argentino, nacionalizado norteamericano, Rafael Viñoly. En esos momentos, el crítico más influyente en arquitectura, Herbert Muschamp, de The New York Times, había calificado la idea de Libeskind como “de asombroso mal gusto, emocionalmente manipuladora, próxima a la nostalgia y al kitsch”. ¿Cómo contrarrestar este menosprecio? Al diario llegó una copiosa metralla de correos electrónicos contra Muschamp y en apoyo de Libeskind. ¿Unaoperación de Nina? Una sobrina de Nina es, por ejemplo, Naomi Klein, la autora de No logo, y ¿quién duda de que el éxito planetario de su libro debe algo a la inteligencia de su marketing y su poder de comunicación?
El proyecto de Libeskind posee la fuerza de una teatralización. “¿No será demasiada escenografía?”, le digo. Y contesta: “Naturalmente que hay mucha escenografía en el proyecto. No olvide que vivimos en el gran teatro del mundo y dentro de una formidable escena donde todos somos actores. Pero, además, los norteamericanos se saben contemplados por el mundo y es fácil que se sientan como personajes”.
Escribir, construir, componer, cualquier actividad requiere hoy las mejores dosis comunicadoras para triunfar y circular dentro del negocio del entretenimiento. Ada Louise Huxtable, premio Pulitzer, ex crítica de arquitectura de The New York Times y ahora comentarista de The Wall Street Journal, escribió sobre la idea de Libeskind: “Nada será mejor que esto. Constrúyase el memorial de Libeskind y pronto llegará a convertirse en el imán mundial para los hoteles, los restaurantes, las tiendas y los teatros que harán de la zona cero el centro de la vida”.
El centro de la muerte se recicla así en gran manantial. Rafael Viñoly decía que Libeskind era “el arquitecto de la muerte”, pero paradójicamente se ve destinado a ser todo lo contrario. “Mi proyecto hablará al corazón y al alma de Nueva York”, dice Libeskind. El proyecto comunica con la multitud y dialoga con la concepción de la ciudad actual como parque temático. ¿Qué mejor oportunidad para el drama?
Curiosamente, el profesor Libeskind, a quien antes se le achacaba un ritmo lento y propenso a demorarse sin fin en la consideración de una línea quebrada, ha logrado hacerse atractivo para el ciudadano común. ¿Mérito de Nina? En 1988, el arquitecto de los arquitectos, Phillip Johnson, montó como comisario una exposición en el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York sobre el movimiento deconstructivista. En la muestra incluía a profesionales como Frank Gehry o Peter Eisenman y también a Daniel Libeskind. Todos ellos leían por entonces a Jacques Derrida y presumían de extravagantes. “¿Deconstructivo yo?”, me dice Libeskind. “La deconstrucción es un término paradójico porque, ¿cómo podría construirse si se descontruye?” Efectivamente, esto dicen todos aquellos deconstructivos que ahora no soportan que los promotores les tomen por raros. Más bien, lo conveniente hoy es que el arquitecto sea tenido por un animador, sea hábil para atraer a los turistas y consiga multiplicar el valor del metro cuadrado de la zona y la marca de la ciudad donde construye.
Libeskind, en definitiva, sin haberlo imaginado nunca, se encuentra en el centro del plató. “Desde luego que nunca había pensado en la situación actual”, declara. “Se trata por complejo de algo muy distinto a lo que yo había pensado sobre mi vida profesional, pero, ¿quién puede dudar que se trata también de mi vida? ¿Cómo reaccioné cuando recibí la noticia de este premio tan trascendente? Bueno, lo primero que hice fue besar a mi esposa.”

* De El País Semanal, exclusivo para Página/12.

Compartir: 

Twitter

 
M2
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.