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Sábado, 8 de noviembre de 2003

El problema con las leyes

Las asociaciones que cuidan el patrimonio en Estados Unidos están en alerta por el cambio en un oscuro inciso de una ley de autopistas. Una polémica que muestra cómo se puede usar hasta la legislación más remota para cuidar la historia con la condición de tener interés y gente movilizada, y cómo los argentinos seguimos perdiendo y por qué.

Por Sergio Kiernan

Hay dos elementos indispensables para la identidad de las naciones. Uno, el lenguaje, es inmaterial. El otro es la creación más palpable que se pueda concebir, el patrimonio edificado. Así como no comparten en absoluto sus caracteres físicos, estos dos elementos tienen una relación inversa y contraria con la ley. De nada sirve tratar de regular el lenguaje, excepto para hacer el ridículo como lo hicieron los censuradores de tangos de la década del cuarenta. Pero el patrimonio sin ley es un huérfano sin protección, uno de esos chicos de las novelas de Dickens que andan al garete y dependiendo del azar del que los cuide o los use. El patrimonio argentino está básicamente en una orfandad de feo pronóstico.
Un debate legal norteamericano sirve para ilustrar el punto. Como los argentinos, los americanos creen que la propiedad privada es realmente privada y cada uno hace de su tujes un jardín. Aunque mucho menos corruptos que nosotros, en el Norte las “excepciones” inmobiliarias y la indiferencia al patrimonio son tan difundidas como en este Sur. Americanamente, ambos pueblos parecemos creer que todo lo nuevo es necesariamente mejor, aunque más sea por nuevo. Sus ciudades desaparecieron ante sus ojos de generación en generación: la Nueva York de fines del siglo 19 es como un sueño, con restos esparcidos aquí y allá en los edificios de Central Park, alguna hilera de brownstones y un puñado de edificios tan caros que resultó imposible demolerlos, como el Dakota.
Los europeos, en cambio, transformaron en muchos casos su rotunda identificación entre historia y edificios en leyes de variable dureza. En un extremo están países como España, cuyas grandes ciudades son de una mediocridad abrumadora pero conservaron centros históricos y edificios relevantes. En otro, naciones como Francia y Gran Bretaña, donde se protegen edificios individuales, conjuntos urbanos y pueblos enteros. El sistema británico es la sencillez misma: hay una Lista Nacional en la que todo edificio está incluido y tiene un grado. Un tesoro histórico –la abadía de Westminster, Buckingham o el puente de Londres, para dar ejemplos obvios– tiene grado Uno y es intocable. Un edificio a estrenar en un barrio que hasta ayer era campo, tiene un grado Tres y ninguna protección. En el medio hay un inmenso grado Dos, la herramienta que mantiene la identidad del país, con protecciones al exterior y al interior, en casos relevantes.
Cuando se pasaron estas leyes, los lobbies de la construcción pusieron el grito en el cielo, las inmobiliarias se rasgaron las vestiduras y los modernistas bufaron desde las alturas intelectuales. Con el tiempo, se descubrió el negocio de expandir las ciudades, las inmobiliarias vieron que las propiedades protegidas se prestigiaban y valorizaban, y los arquitectos recordaron que siempre hay espacios para edificios nuevos y modernos. El resto del mundo se toma aviones y gasta considerables dineros en ir a Europa a ver lo que estas leyes salvaron.
Nada de eso ocurre en EE.UU., que no tiene una ley nacional del patrimonio y que protege ciertos tesoros con bastante errático sistema de monumentos nacionales pensado, como el nuestro, para cuidar cabildos, casas de próceres y algún parque nacional. En este noviembre recién estrenado, las tropas del preservacionismo están movilizadas para cuidar un inciso de un artículo de una ley que aparentemente nada tiene que ver con la historia. Es la Sección 4 F del Acta del Departamento de Transportes, que trata de un tema que a los empobrecidos argentinos nos parece de ciencia ficción: el problema urbano del exceso de autopistas.
Después de la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. comenzó un inmenso programa de construcción vial. Fue entonces que el país creó esa red envidiable que la cuadricula de lado a lado, y fue también entonces que sus ciudades empezaron a ser demolidas al por mayor. Quien recuerde lo que fue la construcción de las autopistas porteñas, que le dieron el golpe mortal a San Telmo, sabe de qué se trata. Para 1966, los norteamericanos ya habíanperdido zonas históricas enteras, veían barrios aislados por las autopistas que teóricamente debían unirlos a sus ciudades, y estaban algo cansados de la histeria destructiva. El Congreso pasó el Acta y en la sección 4 F prohibió taxativamente demoler zonas históricas y construir autopistas “excepto que no hubiera alternativas posibles y prudentes.”
Curiosamente, este parrafito se transformó, en palabras de Richard Moe, presidente del National Trust for Historic Preservation, la sociedad histórica más importante de Estados Unidos, en “la ley federal de preservación más fuerte”. La explicación es que el inciso fue usado una y otra vez por gente que no quería ver destruidos sus paisajes urbanos o naturales, no quería ver la piqueta llevarse su patrimonio e historia.
Pero este mes, el Congreso va a revisar la legislación por iniciativa del presidente George Bush, que quiere introducir un cambio sutil pero esencial: el 4 F dirá ahora que los constructores deberán “tener en cuenta” el aspecto patrimonial. Moe traduce este lenguaje como “traten de no destruir el patrimonio del país, a menos que sea mucha molestia.”
A esta altura de la historia quedan en claro dos elementos. El primero es que a falta de una ley de verdad, como las europeas, se puede usar hasta un inciso perdido para dar batalla y ganarla. El Trust que preside Moe salvó en las últimas décadas incontables barrios y edificios de todo tipo de la desaparición usando ordenanzas barriales, leyes estatales, códigos de construcción y hasta reglamentos sindicales. ¿Cómo hicieron? Con el segundo elemento, que es gente que se organice y se preocupe. El Trust mismo es un ejemplo envidiable, una ONG con cientos de socios que vigilan como águilas y denuncian vandalismos privados y oficiales, y que crearon cosas como un circuito de turismo histórico que puso de moda hoteles de valor patrimonial.
En Argentina, estamos sin el pan y sin la torta: la legislación es débil y fragmentaria, su cumplimiento depende de la buena voluntad del que tenga la piqueta a mano porque el Estado es incapaz de vigilar y castigar, y el patrimonio parece ser una manía vagamente vergonzante de unos pocos. Por ejemplo, la ciudad de Buenos Aires tendrá a este paso su ley de patrimonio el día del arquero, por la noche. No parece haber el menor capital político a ganar en intentar salvar la ciudad, y sin ese capital no hay votos.
Por eso, el arzobispado porteño se salió con la suya al demoler la casa parroquial de San Miguel, protegida explícitamente a nivel municipal y nacional. Por eso, la quinta de los Anchorena desapareció para que una familia se haga sus chalets. Por eso, Alan Faena altera la volumetría del silo en Puerto Madero que está transformando en vivienda y hotel. Parece que por aquí no tenemos ni siquiera un inciso, o alguien que lo busque.

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