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Sábado, 13 de mayo de 2006

ARQUITECTURA

Un sueño en barroco

Santa Rita es un hotel de campo que toma el casco de un campo cerca de Lobos que fue inmenso en tiempos de los virreyes. Y también es un edificio orgánico, de a ratos anárquico,
profundamente original y onírico, la visión de alguien que sueña con construir.

 Por Sergio Kiernan

Uno de los aspectos menos estudiados de la vida de campo es la enorme pulsión de crear el propio entorno. La gente de campo y sobre todo la gente trasplantada al campo se encuentra en una situación de papel en blanco: un espacio por definición a-cultural, pura naturaleza, con su toponimia, calidad de tierra, arboleda y aguas como únicas notas. En este papel es que se escribe o se dibuja una nueva realidad, propia e individual. Esto es lo que explica la extravagancia, la originalidad y la creatividad de algunas propiedades rurales de toda escala, desde la copia de un chateau francés al rancho bohemio. Es que en el campo se puede construir un ambiente a medida, específico para el imaginario de cada uno.

Los ingleses tienen una tradición en este aspecto mucho más trabajada que la nuestra. Tienen muchas más casas de campo que son mucho más viejas que cualquier cosa entre nosotros y, más relevante al tema, tienen una sólida costumbre de ser excéntricos en ciertas cosas. El crítico de arte y arquitectura John Cornforth, que estudió en detalle las casas de campo del gran período del siglo 18 y principios del 19, le agregó al tema una dimensión extra. Cornforth explica que hasta esa época, la gran casa de campo es el casco de una estancia de trabajo, una residencia más o menos opulenta, decorada, culta, pero básicamente centro de una economía cotidiana en la que se trabaja. Por supuesto que ya existían las grandes casas aristocráticas y los palacios reales rurales, pero hasta éstos tenían un aspecto de casco de estancia en la que se trabajaba. En las cuentas reales, los ingresos de estos campos figuraban de modo prominente en la economía personal de los reyes.

Pero hay un momento, hacia el 1700, en que empieza a aparecer otro tipo de casa de campo, la que funciona como residencia de alguien que hace su dinero en otra parte, en ultramar o en la ciudad. Estas casas son completamente diferentes a las anteriores, con sus partes prácticas minimizadas, con grandes montes y jardines que no se usan de modo económico, con un costo muy superior en construcción y equipamiento, y con un grado de sofisticación cultural muy alto. Para el siglo siguiente, ya está instalado el ideal de la vida rural hasta en la clase media –ideal muy bien retratado en los libros de Jane Austen– y el esquema se repite: casas que no se autosustentan, en tierras pequeñas, repletas de libros, buenos muebles y arte, financiadas con otros ingresos. Es este tipo de casa que desata la gran fantasía en lo que era hasta ese período un edificio más vale práctico.

Cornforth se pregunta en su último libro por qué alguien haría semejante gasto en una casona rural a escala, carísima como obra y a veces más cara aún en su decoración y equipamiento. Hay una explicación obvia –mostrar que uno llegó en la vida, que es alguien y algo en la sociedad– y otra más sutil: que el que construye esta casa es alguien porque participa en el discurso cultural de su sociedad, crea un ámbito refinado que contiene piezas valiosas cuidadas con discernimiento y que es valioso como pieza arquitectónica. Europa está plagada de edificios así, resultado de pulsiones semejantes.

Aquí es donde entra Franklin Nüdemberg, un barroco.

Nüdemberg es un médico que se dedicó a la industria farmacéutica, vivió muchos años en el exterior, viajó, aprendió lenguas y crió como un hijo más su amor por la arquitectura. Hace unos años, compró junto a su mujer Isabel Duggan una ruina: 200 hectáreas en el pueblito de Carboni, cerca de Lobos, ocupado por unas taperas gloriosas, un jardín sepultado entre yuyos y un bosque de 40 hectáreas que indignaba –e indigna– a los vecinos que piensan que un bosque ocupa lugar que deberían usar hacienda y cultivos.

El lugar se llama Santa Rita y comenzó en 1795 como una sesión virreinal de tierras en la frontera sur con los indios, de las que se hacían a quien aceptara los deberes de crear una iglesia y bancar un fortín a medias con los vecinos. La propiedad original tenía miles de hectáreas y lo más viejo que queda en ella es la capillita original, modesta y muy remodelada. Por un siglo largo, esa tierra fue de los Costa Argibel, abuelos maternos de Encarnación Ezcurra, y en 1892 fue vendida al senador bonaerense Carboni, que sabía que iba a pasar el tren, ganó mucho dinero en la operación y convenció a los ingleses de hacer tres estaciones en su estancia, una con su apellido, Carboni, otras dos con los nombres de sus hijas Elvira y Ernestina (la tercera, Victoria, se quedó sin estación porque ya existía otra con ese nombre).

Lo que empezaron a hacer Nüdemberg y Duggan es una variante de esto que hablábamos de la creación de un ambiente propio, sólo posible en el campo. El médico es de esas aves que los arquitectos suelen detestar, una persona llena de ideas sobre qué quiere construir y capaz de construirlo sin arquitectos. Así, la aventura comenzó en parte como restauración y rescate de las ruinas salvables, en parte como recreación al estilo propio. El primer capítulo fue la vieja cochera del lugar, que hoy aloja un comedor, un living, cocina, servicios diversos y algunas habitaciones. Con esto funcionando, como base y como primer pequeño hotel rural, comenzó la obra en serio, el edificio de la torre increíble.

Hace mucho ya que Nüdemberg asumió su amor por el barroco, por lo curvo en encuentro con lo recto, por lo decorado y orgánico, con la variante flamenca como favorita. El frente de la torre deschava con confort este amor: es una evidente casa flamenca del siglo 17, como las que se ven en la Grand Place de Bruselas. Es además una reinterpretación de la torre original, algo más petisa, que servía para otear indios bravos antes de Roca, que estaba a punto de derrumbe y hoy aloja un departamento de ensueño que permite algo muy raro en el campo, dormir allá arriba, a unos cuatro pisos de altura y con vistas estremecedoras.

La manera de encarar la construcción es francamente única. Las superficies son de material teñido, no pintado, y todas las molduras son trabajadas al fresco directamente en la superficie, a la manera vieja de los yeseros italianos. Esto es, no son moldería aplicada, como era honrosa costumbre por aquí. Los muchos elementos decorativos que se ven por el edificio –molduras, pestañas, frisos, texturados, rusticados, ménsulas, esculturas, medallones– fueron hechos por Nüdemberg con la misma mano de la que salieron los diseños, plantas y volúmenes. El efectismo es completo. Uno llega a Santa Rita al final de un largo camino de tierra, pasando por el pueblo de Carboni, entrando por una tranquera afirmada entre dos pilares vagamente art noveau a la española y siguiendo una calle arbolada. Súbitamente, a mano derecha, entre la añosa arboleda y las palmeras imperiales plantadas por el senador bonaerense, aparece la torre, demasiado alta, demasiado vital, demasiado para el campo argentino. Es un derroche o una explosión.

Lo más curioso es que la torre nace sobre la parte que casi no sobrevivió de una casona criolla fuertemente remodelada en el 1900, de la que quedan dos fachadas en buen estado, a preservar, y una que necesita reparaciones, con algunos interiores casi intactos. Otros interiores pasaron por el filtro del creador de la nueva casa, inflamados de barroco, con chimeneas por todas partes, libros, pinturas, molduras, colores fuertes, juegos constrastantes de luz –mucha luz, si es posible.

El efecto es completamente orgánico, anárquico, profundamente creativo y original. Literalmente, no hay otro edificio así. En los interiores es agradable y mandatorio perderse, ya que las plantas también son barrocas, casi arbitrarias y no aptas para espíritus clásicos. Es un edificio que hace las delicias de los que gustan de ser sorprendidos y que puede darle un rápido soponcio al minimalista

La estancia Santa Rita está abierta al público como hotel de campo. www.santa-rita.com.ar, 02227-495026, 011-4805-9652.

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La notable torre de Santa Rita, múltiple en terrazas, rincones y ventanales. Todos los motivos ornamentales externos fueron hechos a mano por su autor, al igual que las esculturas y decoraciones en su profuso interior. Abajo, el contrafrente del conjunto, en el que se ve la fachada sobreviviente de la reforma de principios del 1900.
Imagen: Leonardo García
 
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