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Jueves, 31 de diciembre de 2009

EL ROCK BARRIAL QUE NO FUE

El otoño del chabón

El fenomenal crecimiento del rock del aguante hasta el 30 de diciembre de 2004 fue golpeado de cuajo con la masacre de Cromañón. El rock perdió la inocencia para siempre.

 Por Juan Ignacio Provéndola

¡Ay, rock barrial! Inspirador de tantos galones de tinta sobre los cuales se revolcaron todo tipo de istas y logos hambrientos de imponer tendencias para entender los nuevos giros de una sociedad siempre cambiante, siempre dinámica. Y allí aparece ese fenómeno, que no es una novedad de la era Y2K sino, en verdad, un legado de los ‘90: fue durante el menemismo cuando, de golpe, nos enteramos de que existía un rock claramente identificable con “el barrio”. Pero no con cualquier barrio (por eso, alguna vez Antonio Birabent se preguntó irónicamente si era clasificable como barrial su rock pergeñado en Barrio Norte) sino en aquellos donde cobran sentido todos esos hábitos que luego se convirtieron en los clichés parodiados por Pomelo e incluso por el colega Javier Aguirre cuando, presentando al ficticio grupo Barrio Rock en la sección “La banda que nunca vas a escuchar” del NO, sentenció que “todos conocen el riesgo que corren las bandas con una mitología tan compleja: en las reseñas periodísticas, cuando llega la hora de hablar de su música, muchas veces ya se acabó el espacio de la nota”.

Esa pareció ser la urgencia de las agrupaciones criadas al calor de la etiqueta en ciernes: definir primeramente todo su contenido extraartístico. La música vendrá después, qué mas da, y todo valdrá siempre y cuando no sólo brote de las zonas suburbanas sino que haga referencia a ella a toda hora y en todo lugar. La esquina, la birra, los amigos. En fin, de eso ya han hablado otros.

Y entonces aparecerán Viejas Locas y La Renga para inscribirse como referencias ineludibles (“El barrio llega a Obras” decían los afiches que promocionaron, en 1994, el debut del trío de Mataderos en el gimnasio de Avenida del Libertador). Al fin y al cabo fueron los que mostraron el camino a seguir, aunque luego ellos mismos hayan decidido abrirse y hacer la suya: Pity rompiendo filas con Intoxicados y dejando en claro que No es sólo rock and roll (tal como reza su segundo disco); Chizzo y compañía alejándose cada vez más de la crudeza etílica de sus viejos rocanroles y abrazando la lisergia experimental en su último álbum –doble– TruenoTierra. No por casualidad fueron dos bandas ligadas a éstas las que bregaron por ocupar sus sillas vacías. Jóvenes Pordioseros (que, curiosamente, también promocionó su arribo al templo del rock anunciando que... “El barrio llega a Obras”) siempre ponderó como principal influencia estética y musical a Viejas Locas –a fin de cuentas, vecinos del barrio de Lugano–, mientras que Callejeros recibió la bendición de La Renga tocando junto a ella en algún recital a beneficio. Fue en 2004 cuando la creciente popularidad de ambas bandas (y no olvidarse de La 25, que ya había llegado a Obras antes que ellas, el año anterior) parecía entronizar al género más bastardo del rock en el olimpo de la masividad. Y sin embargo fue allí cuando el rock barrial clavó las primeras paladas de su sepultura, aquel nefasto 30 de diciembre. Cromañón le arrancó la inocencia y expuso todo su potencial peligroso. Lo convirtió en un factor maléfico, en un profanador de cunas sobre las que lloran aquellos padres dueños de un dolor en eterna procesión.

Podremos cuestionar la nobleza de los valores que el rock fue predicando en nuestras tierras conforme el transcurso de su derrotero, pero será innegable que el chabonismo expuesto en la barrialidad surgió como espejo y como efecto de un estado progresivamente abandónico, de una sociedad cada vez más estética y menos ética. De un mundo sin posibilidades, en definitiva. Y ese darwinismo salvaje carente de opciones del cual parecían refugiarse las bandas barriales en su rock básico, su literatura elemental y su hedonismo muchas veces desaforado, se volvió, de repente, un enemigo interno: se revisaron los requisitos de habilitaciones y se sucedieron las clausuras masivas, como si de una caza de brujas se tratara. La no–sentencia judicial sobre Callejeros legalizó la desidia como sistema.

Cromañón, Cemento, El Marquee y así, sucesivamente, hasta dar con todo aquel piringundín indigno de las condiciones exigidas. Pero fue fulbito para la tribuna. “El peligro acecha del mismo modo que siempre: oculto, latente, expectante”, reseñó Luis Paz el 27 de agosto pasado en “Vengo a buscar lo mío”, ese artículo tan revelador como alarmante en donde algunos bolicheros reconocieron que ahora no se coimea al inspector municipal sino al funcionario que anticipará la visita de aquél.

Nada cambió, salvo que ahora la supervivencia se volvió más hostil y difícil. Sólo pocos llegan con vida al otro lado del río. Las Pastillas del Abuelo, cuyo ascenso fue celebrado con una reciente tapa en el NO, llenó el microestadio de Ferro, pero padeció la muerte de su fan Melisa La Torre, y esta vez –desde Cromañón en adelante– el rock estará en el banquillo desde la primera instancia. Tanto vale ser la banda nueva, parece ser la consigna de un rock barrial que sigue vigente pese a los embates del tiempo, aunque bajo condiciones cada vez más severas y excluyentes.

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