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Jueves, 28 de mayo de 2015

AMOR DESCARTABLE EN EL FúTBOL DE ELITE

Silvando bajito

Hace unos meses, el garotinho Lucas Silva fue la contratación fetiche del Real Madrid, que ya lo puso a subasta.

 Por Juan Ignacio Provéndola

Desde Madrid

Lucas Silva llevaba apenas dos años en el fútbol profesional cuando el Real Madrid vino por él. Durante su breve campaña en el Cruzeiro, el volante central no logró ganar absolutamente nada con ese equipo, ni tampoco despertó interés entre los sucesivos entrenadores de la selección brasilera, de las peores que esta generación recuerde. Su compra, sin embargo, significó la operación más fuerte que el hasta ahora Campeón Mundial de clubes efectuó en el último mercado de pases, a principios de año.

Fue por apenas 14 millones de euros. Menos que lo que, por ejemplo, pagó Manchester United por Marcos Rojo, futbolista laborioso, mas no descollante, tan solo un marcador de punta. Después de las adquisiciones astronómicas de CR7, Gareth Bale, Toni Kroos o James Rodríguez, el Madrid actuó más como un viejo hurgando entre las mesas de saldos que como un magnate excitado por la polenta de sus tarjetas. Los revoleos del negocio del fútbol (en el que intervienen representantes, holdings empresarios, poderosos auspiciantes y los intereses personales de los dirigentes deportivos) son capaces de generar situaciones como éstas.

Silva, que a sus 22 años sólo había salido de Brasil para jugar el Esperanzas de Toulón (un torneo de medio siglo que no le interesa a nadie) fue sometido a un insólito Operativo Blindaje por un club que es capaz de hacer marketing hasta con los mingitorios, pero que en este caso decidió ocultar a quien había sido su mayor apuesta deportiva. El propósito, dijeron, fue protegerlo para que su adaptación a este nuevo medio no fuera tan violenta (¿El fútbol se volvió amable y nadie se enteró?).

Su primer contacto con la prensa vino recién un mes más tarde, cuando debutó oficialmente en un partido de Liga. Fue conducido hacia la llamada “zona mixta” (meeting point pospartido entre periodistas y algunos jugadores) por un séquito de cinco sabuesos que le fisgoneaban hasta la última mueca. El Real Madrid lo había tenido todo ese tiempo encerrado, literalmente.

Rodeado de monitores, planillas y asesores técnicos, Lucas Silva fue obligado durante largas semanas a repasar cada uno de sus movimientos en los entrenamientos, incluso los más irrelevantes, como si fuera un nene de primer grado atornillándose la tabla del 2 en el cerebro. El trabajo incluía también sesiones vía Skype con los programadores de ese software que analiza videos y genera datos. Al final de la rutina, Silva debía calificarse. Es lo que llaman “entrenamiento cognitivo”, el nuevo aporte que la psicología le ofrece al fútbol. Que no es otra cosa que la mecanización de movimientos por encima de los impulsos emocionales. Allí, aseguran, se hallan las soluciones a los problemas que plantea un deporte histérico y esquizofrénico.

De poco le sirvió todo esto al bueno de Lucas, quien en el semestre solo acumuló migajas de partidos y ni una intervención recordable. ¿Le cabía otro desenlace a quien estuvo tan cerca de los papeles y tan lejos de la pelota? Al club poco le importa: tan seco de éxitos como él, lo acaba de ubicar en la lista de prescindibles. Quizás, en un futuro, Silva se la cobre como Alvaro Morata, verdugo en la reciente semi de la Champions del equipo que alguna vez lo rifó. Mientras tanto, vagabundeará por donde lo lleven los negocios de quienes manejan su carrera y hacen del fútbol un mercado de pulgas.

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