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Jueves, 21 de abril de 2005

SEMILLERO DE ESCRITORES ARGENTINOS

Tinta fresca

Florencia Abbate, por la independencia

“Me encantaría vivir de escribir ficción, pero no me lo planteo porque intuyo que para eso tendría que escribir cualquier verdura”, dice Florencia Abbate con conocimiento de causa. Su primera novela, publicada el año pasado, se llama El grito (Emecé) y cuenta cuatro historias unidas por la crisis del 2001. Antes había autoeditado una serie de libros (Puntos de fuga, Los transparentes) que “pertenecen a géneros que las editoriales grandes suelen desechar por razones comerciales”, asegura. Abbate sabía con los bueyes que araba. Desde los 18 años pasó por diversos tipos de trabajos (editoriales y como colaboradora en medios, además de dar clases en la universidad) y por eso conoce bien “lo que vendría a ser el backstage del libro”. Abbate cuenta que al finalizar su hasta ahora única novela no se sintió “perdida” con un manuscrito y sin saber qué hacer con ese montón de papeles. Por eso no le resultó difícil publicar, pero le parece que su caso “no es representativo” de una generación de escritores que sí tiene problemas para mostrar aquello que produce.

Y, salvando las obvias ventajas de ser publicado por una gran editorial (distribución, repercusión, notas, etc.), Abbate sostiene que “editar en un sello grande tiene la desventaja de que no decidís qué imagen va en la tapa, qué papel querés, si te gusta o no que figuren tus datos o tu foto”. De cualquier modo, Abbate sabe que la literatura no se deja encorsetar por el marketing, los límites generacionales o las supersticiones de calendario. Pero le interesa “muchísimo” estar en contacto con artistas argentinos de su edad. Y no sólo escritores, también con cineastas, músicos, gente de teatro, artistas plásticos. “La relación con los contemporáneos es nutritiva: permite aprender cosas de una misma y no sentirse sola en esa tarea solitaria que es escribir.”

Además, esos encuentros “dan la estimulante sensación de estar cerca de gente con la que compartís experiencias, desde tener que luchar para sacar adelante tus proyectos hasta haber transitado la juventud en los ‘90”. Algo de esa herencia común está reflejada en El grito, donde Florencia hablaba de los argentinos ante la crisis. Pero de ningún modo cree que “la argentinidad” vaya a ser siempre el tema de su escritura. “Hay cosas que mueren con un libro, aunque sea inevitable que lo que escribas lleve después un sello, un estilo y tal vez una manera de mirar el mundo.” Y esa marca generacional de desconcierto es lo que, adelanta, habrá en su próxima novela, Para que el mundo exista. Allí cuenta tres historias de desencuentros amorosos entre personajes que tienen en común un sentimiento de desarraigo. “Tienen la sensación de que están a la deriva, sin pertenecer a ningún lado, y que es quizá la metáfora de una época en que todos somos refugiados”, concluye.

Pablo Toledo, contra las camarillas

“Alguien me ha dicho que la soledad / se esconde tras tus ojos / y que tu blusa atora sentimientos / que respiras”, escribió Daniel Melero en la década del ‘80 para que la voz de Cerati le diera forma de canción a Trátame suavemente. Y Se esconde tras los ojos es el título que Pablo Toledo eligió para su primera novela –con la que ganaría el Premio Clarín en el 2000–, en la que ofrecía un panorama de las intrigas y las hipocresías que cundieron durante los ‘90 en la Argentina y que por cierto aún permanecen, más o menos latentes. Escritores consagrados como Vlady Kociancich, Andrés Rivera y Augusto Roa Bastos decidieron que la suya era la mejor novela que se había presentado ese año (entre otras mil).

A pesar de tan exitoso debut no ha conseguido que se publique su segunda obra, Tangos chilangos, en la que cuenta la historia del exilio argentino desde la generación de quienes nacieron en los ‘70. “Esa historia del exilio –cuenta– siempre la contaron los exiliados, pero no sus hijos que ahora andan por los treinta y que, como en el caso del protagonista de esta novela, no sabe si es mexicano o argentino.” Como sea, seguramente pasará algún tiempo hasta que la obra vea la luz. “En las editoriales me dijeron que les gustaba, pero que iban a darles prioridad a los libros que vienen de las casas matrices”, señala como un síntoma del espacio que se les da a los escritores noveles por aquí. “Si todavía se comenta casi como una hazaña la edición del libro de Florencia Abbate, es que desde hace un año no pasa nada al respecto”, diagnostica con preocupación.

Toledo también dice que las camarillas de la literatura argentina le jugaron en contra, aun sin adscribir a ninguna. La ecuación Premio Clarín más taller literario (donde participa sin pudores) le ha granjeado el ninguneo sistemático. “Sin saberlo, me convertí en enemigo público de los que odian esas dos instituciones”, dice. “Uno de los problemas de la literatura argentina es la partidización: académicos versus periodistas culturales versus talleristas... Todo es una gran boludez y es lo menos literario que hay.” Sostiene que se trata de algo directamente “anti-literario”, porque “mientras tanto los posibles lectores están afuera de un debate que no entienden y que ni siquiera es interesante”, afirma.

En ese contexto, es naturalmente impensable vivir de la literatura. “Escribir es una actividad, no una profesión”, acota Toledo. Como sus colegas, tiene trabajos afines a su vocación: es editor en el diario Buenos Aires Herald y docente de inglés. Entonces, ¿cómo se define cuando tiene que llenar la ficha en el rubro “ocupación”? “Por lo general pongo periodista; a veces, en un ataque de vanidad, pongo editor, pero jamás puse escritor. Al respecto, es gracioso lo que ponía Eric Clapton: leyenda.”

Samanta Schweblin, por la discusión de café

Anda un poco a contramano, pero tratando de demostrar –como en aquel chiste de gallegos– que los que están equivocados son los miles que vienen del lado opuesto. Samanta Schweblin nació en Buenos Aires en 1978. Cuando el país se caía a pedazos en el 2001 tuvo una seguidilla mágica: en pocas semanas ganó el Premio Fondo Nacional de las Artes (por su libro El núcleo del disturbio) y el Primer Premio del Concurso Haroldo Conti, lo que le permitió la edición de su libro. Pero no es sólo por eso que anda a contramano. Tampoco hace lo que se supone que debe hacer un escritor para obtener el beneficio de las masas: escribir una novela. Porque, por más raro que parezca en un país más famoso por sus cuentistas que por sus novelistas (y teniendo en cuenta que el prócer mayor, Jorge Luis Borges, nunca escribió novelas), casi nadie compra cuentos de autor, y sólo se salvan, y más o menos, las antologías.

Sin embargo, Schweblin está dedicada exclusivamente a la producción de obras cortas. Y esto –junto a sus virtudes como escritora, claro– ya le ha granjeado la explícita admiración de veteranos. No es que se oponga a las historias extensas o que sea una fundamentalista del cuento. “Las propias historias dictan si hay que escribir un cuento o una novela, si el género será fantástico o realista”, sostiene. Y recuerda el comentario de un amigo, preocupado por su tendencia: “Ya sé lo que pasa, Samanta –le decía a la vez que miraba su biblioteca con gesto de horror–; no escribís novela porque no leés novela. Acá sólo veo cuentistas”. Samanta también reniega de cualquier posible marca femenina o feminista: “Yo escribo literatura, no literatura femenina”.

Respecto de su generación de escritores, ella cree que a diferencia de las anteriores, ésta trabaja de un modo mucho más aislado. “Hablando con otros jóvenes escritores encuentro una gran nostalgia por esas grandes revistas propias de los grupos literarios de los ‘60 o los ‘70, por las polémicas y las discusiones que generaban esos movimientos. Es como si a esta generación le faltaran discusiones de café.” De modo que escritores jóvenes, “como las brujas, que los hay, los hay”, dice Samanta, “y algunos son muy buenos”. Tampoco ella vive de la literatura. Como es egresada de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA, hace diseño de páginas web de modo free-lance para empresas. Tiene un beneficio: “Me permite manejar mejor mis horarios y me deja tiempo libre para escribir”.

Shila Vilker, por la transvanguardia

Es la menos “escritora” de este poker. Su principal ocupación es la investigación académica y se encarga además de tareas de difusión cultural y promoción de la lectura. Sin embargo, la primera novela de Shila Vilker, Le digo me dice (Paradiso), contiene una interesante búsqueda y un desafío implícito a los habituales cánones literarios que la ubican en un lugar -aunque excéntrico– dentro de la producción literaria joven. Jugando con la oralidad hasta despreciar las convenciones de la puntuación, radicaliza la idea de, por ejemplo, Manuel Puig de captar las voces de la calle y pasarlas a tinta y papel. Inevitablemente ese desafío está emparentado de algún modo con la vanguardia.

Shila, nacida en Lanús, va más allá: “La vanguardia, como muchas de las herencias culturales, está muerta hace rato. La idea sería apostar por una especie de transvanguardia”. De todos modos, su intención es experimentar con el lenguaje porque “la lengua abre mundos, crea mundos”. ¿No le teme a la incomprensión general? “No –se escandaliza–, a esta novela la puede leer la esposa del colectivero y entenderla perfectamente. Sé que rompe ciertas pautas de género, pero igual es totalmente accesible.” Una cosa es segura: Vilker no se anda con chiquitas. Su segunda novela, que está escribiendo por estos días, es una reescritura... ¡de El manifiesto comunista de Marx y Engels! ¿Cómo sería eso? “Surgió leyendo una serie casi interminable de prólogos al manifiesto, que dicen que mientras haya injusticia en el mundo debería reescribirse. Y, bien, yo me decidí a hacerlo en clave ficcional.”

Respecto de sus colegas, Vilker sostiene que “hay mucha producción joven y de calidad. Hay circuitos, grupos, pero también hay escritores solitarios. Están los grupos de poesía, de narrativas, los que siguen a Aira o los que siguen a otro”. Eso hace que lamentablemente “haya más escritores que mercado y por eso lo de los circuitos: se leen entre ellos a falta de público”. Dado ese panorama de imposible profesionalismo, entonces, ¿cómo se define Vilker cuando tiene que llenar la ficha de los hoteles en el rubro “ocupación”? “Yo no pongo escritora, de ninguna manera. Soy investigadora y docente, con eso me siento cómoda. Igual sería bueno tomarse las cosas con menos seriedad... como Pappo, que solía poner ‘rock-star’.”

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