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Domingo, 26 de enero de 2003

PáGINA 3

La desesperación en negro

Por Enrique Vila-Matas

Cuando era joven creía que era muy elegante vivir en la desesperación.
He vivido en ese error casi toda mi vida, en realidad hasta el agosto último no se tambaleó esta íntima creencia en la elegancia de la desesperación. Como un castillo de naipes, fueron cayendo poco después otras creencias no menos pintorescas. Como, por ejemplo, la de pensar que la flacura es esencial para ser intelectual y que los gordos –a medida que yo engordaba aún lo pensaba más– no son poéticos ni pueden ser demasiado inteligentes.
Fui a París este agosto y al atardecer fui hasta el Café Flore, a cien metros de la que había sido mi casa en otro tiempo. Andaba yo como si un día más, al atardecer, regresara al hogar. Pero de pronto me di cuenta de que tenía yo algo de fantasma, de hombre muerto al que le hubieran dado un permiso de unas horas para levantarse de la tumba y regresar a las calles de su juventud y comprobar que en ellas ya nadie me conocía, ya nada seguía igual, y ni tan siquiera podía volver a casa. En otros días, andar como un fantasma me había parecido muy elegante. Pero ese atardecer de agosto, al ver que en mi barrio de París ya no era nadie, supe qué clase de desastre inmenso se escondía en el interior de la elegante desesperación. Una cantante callejera, para más sorna, cantaba La vie en rose.
Me acordé del amigo que, en los días del pasado, vivía en la Rua Jacob, cerca de mi casa, me acordé de ese amigo que cuando caía en el pozo negro de la demencia se paseaba por el barrio sintiéndose Napoleón. Me lo encontraba a veces sentado a lo Bonaparte en el confortable jardín del Museo Delacroix de la Place de Fürstemberg. A veces me sentaba a su lado y conversaba con él. “Ya ves”, recuerdo que me dijo un día, “ayer era patafísico y hoy en cambio sólo soy Napoleón”.
¿Qué era eso de ser patafísico? Comencé a caminar por la ruta de la locura del Napoleón del barrio y, al cabo de unos meses de haber llegado a París, empecé a vestir de joven asesino, camisa y pantalones rigurosamente negros, mis gafas también negras, el rostro hermético, ausente, terriblemente moderno: todo negro hasta el porvenir. Sólo quería ser un escritor maldito, el más elegante de los desesperados. Comencé a leer, por una parte, a Hölderlin, Nietzsche y Mallarmé, y por otra, a lo que podríamos llamar el panteón negro de la literatura: Lautréamont, Sade, Rimbaud, Jarry, Artaud, Roussel.
En aquellos días paseaba por el barrio considerándome una persona interesante, entre otras cosas porque a esas alturas sabía perfectamente ya qué era la patafísica. A veces me sentaba en la terraza del Flore o en la del Bonaparte y buscaba que los transeúntes repararan en mí, observaran que leía con aires de joven poeta francés peligroso. De vez en cuanto –lo tenía muy estudiado– levantaba la vista del libro que fingía leer, y entonces mi penetrante mirada patafísica o rimbaudiana de escritor maldito no podía ser más impostada.
“Adiós, Lautréamont”, me dijeron burlonamente un día. En aquellos días decía yo a menudo que no soportaba la vida y que deseaba morir por encima de cualquier otra cosa. “En el fondo, un truco para evitar la humillación de aceptar que después de la muerte de Dios, ya no eras nadie”, me comentó años después en Barcelona un amigo muy inteligente. Fue la primera vez que advertí que tal vez lo elegante podía ser algo distinto de lo que siempre había creído, tal vez lo elegante era vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales.
Nadie nos pide que vivamos exactamente la vida en rosa, pero tampoco la desesperación en negro. Como dice el proverbio chino, ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera. “No hago nada sin alegría”, decía Montaigne. Al comienzo de El antiedipo hallamos esta granfrase de Foucault: “No creas que porque eres revolucionario debes sentirte triste”.
Pero en aquellos días de juventud en París yo creía que la alegría era una tontería y una vulgaridad imperdonable y, con notable impostura, fingía leer a Lautréamont y no paraba de molestar a los amigos insinuando a todas horas que el mundo era triste y que no tardaría en suicidarme, pues sólo pensaba en estar muerto. Hasta que un día me encontré con Severo Sarduy en la Closerie des Lilas y me preguntó qué pensaba hacer el sábado por la noche. “Matarme”, le respondí, muy circunspecto, con dejo sumamente trágico. “Entonces quedemos el viernes”, dijo Sarduy.
A partir de aquel momento, molesté menos a los amigos con esa idea de la muerte por mano propia, pero durante mucho tiempo mantuve todavía –hasta el agosto último no quedó plenamente pulverizada– mi creencia en la elegancia intrínseca de la desesperación. Hasta que descubrí lo poco elegante que puede ser pasear triste, muerto y desesperado, por las calles que te vieron antaño pasar, por las calles de tu barrio de París. Eso lo comprendí este agosto. Y desde entonces la elegancia la encuentro en la alegría. “Varias veces emprendí el estudio de la metafísica, pero me interrumpió siempre la felicidad”, decía Macedonio Fernández. Ahora pienso que no es elegante sino de merluzos estar en el mundo sin experimentar la alegría de vivir. Dice Savater que el dicho castizo tomarse las cosas con filosofía no significa tomarse las cosas con resignación, ni tampoco con gravedad, sino tomárselas alegremente. Claro. Después de todo, para estar desesperados tenemos toda la eternidad.

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