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Domingo, 27 de junio de 2004

LOS 12 FALSARIOS DE LA LITERATURA. CAPíTULO 4

Papá corazón

Su padre –un fanático de Shakespeare– lo consideraba un débil mental, y él –el pobre William Ireland– sólo quería complacerlo. Lo consiguió con astucia, escrúpulo y una pizca de indecencia: fraguando manuscritos “originales” del Cisne de Avon. “Vienen de la pluma de Shakespeare o de la de Dios”, se entusiasmó un incauto. Y otro dobló la apuesta: “De la de Shakespeare o de la del Diablo”.

POR ARIEL MAGNUS

Samuel Ireland, artista mediocre y anticuario compulsivo, tuvo dos hijos. Al primero le puso su nombre, Samuel, y al segundo el de su adorado Shakespeare, William. Pero el primogénito murió de niño y el padre, desde entonces, llamó al hijo sobreviviente con el nombre del muerto. Despojado de su trono de único heredero por un hermano aliado con el padre, William alias Sam –espectro de su hermano difunto (espectro de su padre)– tuvo una infancia de fantasma: como a Thomas Chatterton su madre, su padre lo consideraba poco menos que un débil mental.
Dos circunstancias marcaron su educación: su amor no correspondido por Samuel y el amor no correspondido de Samuel por Shakespeare. “Daría todos los libros raros de mi biblioteca por una sola línea de puño y letra de Shakespeare”, le oyó decir William a su padre en alguna de las veladas en que Samuel les leía las tragedias del Genio y él, el Tonto, debía actuarlas junto a sus hermanas y al ama de llaves (su madre, según sospechaba no sin razón). Poco después de peregrinar junto a su padre a la ciudad natal del Poeta, donde pudo ser testigo de la fe casi fanática de Samuel en la existencia de manuscritos originales de Shakespeare, William probó cumplir con su deseo –el del padre–, produciendo un documento supuestamente escrito por el bardo, y el suyo propio, ganándose el afecto de su progenitor.
La operación data de 1794 –William no había cumplido los 19– y fue un éxito. “Aseguro al mundo”, confesaría años después, “que no tenía ninguna intención de seguir; mi objetivo sólo era darle una alegría a mi padre. Con eso estaba satisfecho”. Pero William, el falsario más sentimental de la historia de la literatura, siguió.

Willi el Bueno
Documentos legales, cartas íntimas (firmadas “Willi”) a la reina y a su mujer Anne Hathaway, una declaración de fe piadosamente protestante, libros con marginalias eruditas, “originales” de sus obras expurgadas de obscenidades... Con decenas de papeles fraguados, un retrato y hasta un mechón de pelo, William fabricó en pocos meses a un poeta de principios del siglo XVII que cumplía con todas las normas de higiene moral de un caballero de fines del XVIII.
Así, su padre Samuel obtuvo un Shakespeare a imagen de sus expectativas, y los otros admiradores no tardaron en hacer de su negocio de antigüedades el epicentro literario de Londres. Se cuenta que Boswell, el biógrafo de Johnson, besó los papeles de rodillas y dijo que ahora podía morir en paz. “Esto viene de la pluma de Shakespeare o de la de Dios”, enfatizó un entusiasta. “De la de Shakespeare o de la del Diablo”, lo superó otro.
El Tonto perdió toda timidez y se lanzó a componer dos tragedias completas, Vortigern y Henry II. Para asegurarse el copyright de sus invenciones, fabuló que un antepasado de la familia, un tal William Henry Ireland, había salvado a Shakespeare de ahogarse, y que por eso el sobreviviente le había regalado los derechos de sus obras a W. H., “y después de su muerte a su primer hijo, y así para siempre”. Mientras se preparaba el acontecimiento teatral más importante de la historia (el estreno de Vortigern), Samuel dio a luz un lujoso volumen con los papeles encontrados por su hijo. ¿Encontrados dónde?

Mr. H
Casi más importante que los materiales fraguados, cuya verosimilitud material William urdió con notable maestría, era lograr que las falsificaciones nacieran de una fuente física a la vez que intangible. Es decir, un fantasma. Willi lo llamó Mr. H. Así como su antepasado había salvado a Shakespeare, alegó que nadando en las arcas de Mr. H. había encontrado ciertos documentos vitales y que, a modo de recompensa, H., que amaba a William como a un hijo, le cedía liberalmente todo lo que encontrara de Shakespeare. Con una condición: que jamás revelara su nombre o lugar de residencia. Samuel no pudo convencer a William de que el casoperdonaba una indiscreción y decidió escribir directamente a Mr. H. Sin planearlo, William se topó con la posibilidad de escribirle a su padre verdadero en nombre del que se había inventado.
En esta correspondencia, acaso la más asombrosa y patética de la que tengamos noticia, el hijo le dice al padre que su hijo es un genio: “Ningún hombre además de su hijo escribió jamás como Shakespeare. Si su hijo no es un segundo Shakespeare, yo no soy un hombre”.

Malone el malo
Dos días antes del estreno de Vortigern, Edmund Malone salió a escena. En 400 vituperantes páginas que se agotaron al instante, el editor de Shakespeare –otrora enemigo de Chatterton– demostró que los supuestos manuscritos eran “los verdaderos y genuinos vástagos de la ignorancia más consumada y de una audacia sin paralelo”. Desde la ortografía presuntamente isabelina (que consistía en mmulttippliccar las consonantes y agregarles una e al finale) hasta la datación (que daba pie a cartas enviadas por muertos o referencias a teatros aún no construidos), todo era un fraude. Aquiles tenía un solo sitio vulnerable, ironiza Malone, pero aquí no se encontrará ni uno que no lo sea. Fue la primera y única presentación de Vortigern. La sucesora, Henry II, no llegó ni a eso.
Malone no fue el primero en denunciar como espurios los papeles de Ireland, pero sí el último y definitivo. Para liberar al padre de toda culpa, Willi publicó un “Relato auténtico” confesando la suya. Es probable que haya esperado ese momento como ningún otro: desde el principio, lo único que Willi quería era ser descubierto por su padre. Pero su padre jamás admitió que ese idiota semianalfabeto hubiera podido engañarlo. Ofendido por lo que creía un acto de petulancia, no lo quiso ver nunca más. En su lecho de muerte, cuatro años después, aún proclamaba la autenticidad de los manuscritos.

Mr. W.H.
Como el falsario Chatterton, su admirador William Ireland pasó de idiota a genio a muy temprana edad. Al contrario de Chatterton –ésa fue siempre su condena–, sobrevivió. Se escapó de su casa, se casó dos veces, estuvo preso por deudas. Sobrevivió vendiendo copias verdaderas de sus falsificaciones y prostituyendo su pluma en Grub Street. Publicó con seudónimo sátiras políticas y novelas. También dio a luz (en forma anónima) una Scribbleomania en la que opina sobre sus contemporáneos y aprovecha para alabar a un tal Ireland, cuyas obras son injustamente ignoradas por el rencor de los críticos. Se le computan 67 títulos publicados (más 23 inéditos), entre ellos una Vida de Napoleón.
Ireland vivió en Francia, donde se entrevistó con Bonaparte y recibió la promesa de un puesto en la Biblioteca Nacional. Pero Napoleón murió y él, el sobreviviente, tuvo que dejar Francia. Su obra más conocida es hoy las Confesiones de W. H. Ireland, ampliación autocomplaciente y desordenada del “Relato auténtico” en la que cuenta en detalle los porqués y los cómo del escándalo. Murió pobre en 1835; el 24 de abril, para más precisión, un día después que Shakespeare.
Además de mostrar hasta qué punto puede llegar la Bardolatría, el caso Ireland ilumina inesperadamente uno de los misterios shakespeareanos que más controversia generó a lo largo de los siglos: las dos siglas a las que dedicó (él o su editor) sus amorosos sonetos: W. H. A la ya tan extensa como inútil nómina de posibles candidatos (William Hall, William Herbert, William Hughes, etc.), es posible agregar uno más, no detectado por sus numerosos biógrafos: el mismo Ireland. Pues, como aquel pariente que salvó al Cisne de ahogarse, William llevaba de segundo nombre Henry (en honor a Bolingbroke, personaje de Ricardo II). “Te perdono tu hurto, gentil ladrón/ aunque te robaste a ti toda mi pobreza”, se lee en el soneto número cuarenta. Su tema, como el de muchos otros: el amor no correspondido.

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