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Domingo, 20 de febrero de 2005

NOTA DE TAPA

¿Y dónde está el piloto?

Después de prácticamente reconstruir NY en los estudios Cineccità para la filmación de Pandillas de Nueva York, Martin Scorsese decidió seguir reconstruyendo, esta vez no un lugar sino una época y una vida. La época: el Hollywood de oro, con estrellas, sets, lujo e indiscreciones incluidas. La vida: la del excéntrico millonario obsesionado con los aviones que arrasó entre las mujeres más codiciadas, fue el hombre más rico de América y murió retirado del mundo, rodeado de frascos con orina. Para ir por partes, Rodrigo Fresán se encarga de la exagerada vida de Howard Hughes; Mariana Enriquez de Leonardo Di Caprio, el nuevo actor fetiche de Scorsese, y José Pablo Feinmann le diagnostica al viejo y querido Martin un desorden obsesivo-compulsivo similar al de su biografiado: en este caso, el de ganar un Oscar.

 Por José Pablo Feinmann

Howard Hughes es un Randolph Hearst devaluado. De aquí las películas que cada uno ha merecido. Citizen Kane (pese a su desaforada sobrevaluación, pese a su mitificación sin retorno: “la película más grande jamás filmada”) es una gran película. No sé si la más grande, pero una grande entre las muchas (o no tantas, pero no pocas) que han llegado a esas alturas. Citizen Hughes, que Scorsese, o quien sea, ha decidido llamar El aviador, no está, por decirlo así, mal. Esta afirmación tiene una enorme carga de subjetividad. Algo bueno y que vale la pena aclarar. Uno escribe desde sus gustos, desde su historia, desde sí. O no: escribe desde lo que lee en Internet o desde lo que ordena alguna entidad en la que los dedos se suben o se bajan para exaltar o denigrar los films. Los dedos se suben cuando los films responden a los códigos estéticos establecidos por la entidad, se bajan cuando no. Confieso, entonces, que estoy harto de Howard Hughes. Que habría preferido cualquier otra cosa de los jirones todavía destellantes del talento de Scorsese.

Motivos para estar harto de Howard Hughes, muchos. De este antihéroe del capitalismo ya ni en E! se ocupan. Está agotado. A comienzos de los ‘60 se hizo una película en la que George Peppard volaba, se erotizaba con una Carrol Baker tipo Jean Harlow (cuya biografía hizo, mal), se peleaba con Alan Ladd (que se murió luego de esta película, no a causa de ella) y hacía todos los dislates que se le atribuyen a Hughes. O no: no todos. Los tiempos se vuelven más permisivos y cada vez se le puede agregar al “loco Howard” una locura más. Scorsese se priva de pocas.

En todas las historias negras de Hollywood está Hughes. Si le hacen una biografía a Jane Russell, ¿de quién hablará? De Hughes. “Howard me decía todo el tiempo que quería filmar mis tetas”, dice la Russell. “Howard me hizo meter en la cama para calentar a Billy the Kid.” “Howard acercaba la cámara a mi boca y me gritaba: ¡abrila, abrila!” Se sabe: El proscripto (The Outlaw, 1943) fue un escándalo supremo. No cambió nada. No era buena (pese a que Howard Hawks fue quien en rigor la filmó) ni nadie la recordaría si no fuera por la idiotez del puritanismo yanki: las mujeres del cine, en 1943, no podían mostrar las tetas. La Srta. Russell saca patente de maldita, procaz y, cómo no, prostituta. Todo esto, a ella y a Howard, les importa poco. El film es un gran éxito. Son muchos los que por primera vez miran unas buenas, grandes tetas generosamente expuestas en la silver pantalla. El proscripto podría ser La dolce vita de los ‘40 y la Russell una prefiguración de la Ekberg. Hughes, definitivamente, no es Fellini, ni el increíble tonto que hacía Billy The Kid, Mastroianni. Pero Howard sigue. Victimiza a una actriz que debió ser una diva o una diosa del Hollywood de oro: Jane Greer. Greer es la villana de Retorno al pasado, esa con Mitchum y dirigida por Jacques Tourner, increíble película como increíble, electrizante actriz era Jane Greer. Cae bajo las garras de Hughes, que, celoso compulsivo, la persigue hasta aniquilarla. Luego Howard se complica con una mínima chica sin ningún talento llamada Faith Domergue. La humilla y no le da mucho. Algo sí: la peli se llama Vendetta, es de 1950 (creo que a Scorsese se le alteran algunas fechas, pero no importa) y Faith está que da pena. Ella diría, con razón, ¿qué podía hacer yo? “Howard cambiaba un director tras otro.” Así era Howard: ¡tan loco y... tan loco! (Nunca “tan genial”.) Veamos el punto de vista de Faith. Vendetta la empieza dirigiendo su productor: Citizen Hughes. Pero no. Se va. Y luego la dirigen (su atención, por favor) Max Ophuls, Preston Sturges y Stuart Heisler. Todos, qué duda cabe, despedidos por Hughes. Al fin, el director termina siendo el actor Mel Ferrer, mediocre actor inmortal por dos motivos: hizo un interesante villano francés vestido de blanco y esgrimista impiadoso en el célebre folletín de “capa y espada” Scaramouche y, segundo motivo, logró enamorar a Audrey Hepburn, derrotando a media humanidad. Y al resto también. Se casó, para colmo, con ella. Quiero decir: el tema del film de Scorsese (¡otra vez Howard Hughes!) no me interesa y, para locos geniales del capitalismo, ya Welles hizo a Kane y Coppola hizo a Tucker. Algo pasa con Scorsese. Porque lo que a mí me pasa con él les pasa a muchos otros. ¿Qué quiere hacer? Pandillas de New York valía escasamente algo. Daniel Day Lewis era el festival de la sobreactuación, de la trampa, del golpe bajo. Cameron Díaz se veía tonta como nunca. (En comedia, esta chica, es genial: mírenla en Malos pensamientos, Very Bad Things, una película mo-nu-men-tal-men-te negra, abismal, casi intolerable.) Y Di Caprio estaba licuado por el desborde de Day Lewis. Casino era otro fiasco, pero al menos la Stone brillaba como nunca. La edad de la inocencia cada día me gusta más. Pero debió ser una gran película y no lo es. Si uno se larga a copiar a Visconti es para ir más allá. Si no va, fracasó. Hace lo que ya hizo (y, desde luego, mejor) el gran Luchino. Esa de Nicholas Cage (¡actor abominable!) en que recorre una New York pre-Giuliani salvando gente a bordo de su ambulancia era el colmo de la bobería. Y, para culminar, Buenos muchachos palidecía infinitamente en comparación con los Padrinos de Coppola (el primero y el segundo sobre todo). ¿Qué le pasa a Scorsese con la mafia? Ya estamos hartos de la mafia, Martin. ¿No hay nada más interesante en el ancho y caótico y apocalíptico mundo? ¿No existen historias más pequeñas? ¿Sólo merecen la atención de los grandes directores los mafiosos, los asesinatos múltiples, los negocios nauseabundos, el sexismo, los multimillonarios despóticos, enfermos, que toman champagne, andan con Katie Hepburn o Ava Gardner, vuelan aviones inverosímiles y terminan encerrados y desnudos en hoteles opulentos?

Por último: ¿qué le pasa a Howard? Tiene eso que los psicoanalistas llaman TOC. Trastorno obsesivo compulsivo. El hombre está arrasado por todo tipo de fobias. Se lava las manos una y otra vez. Repite frases-fetiche. Está peor que Jack Nicholson en Mejor imposible. Y está tan enfermo como Woody Allen en cualquiera de sus películas, pero no te divierte. Tal vez Woody, hoy, le daría la receta: “Howard, no tienes nada que no se cure con un Prozac y un bate de béisbol”.

La cuestión más seria es cómo “curarlo” a Scorsese. ¿Qué busca? Tiene la compulsión del Oscar. Si no se lo dieron por Mean Streets, por Taxi Driver o por Toro Salvaje..., que no se preocupe más. ¿De qué le va a servir ahora? Obsesionado, vive haciendo películas grandes, de enormes presupuestos, que apestan ambición, que apestan bulimia-Oscar. Si sigue así (y esto, formidable, me lo dijo un amigo cinéfilo) la próxima que haga será Titanic II.

Por favor, Martin (si me permite dirigirle la palabra): usted es un grande. La grandeza está en usted, no en Miramax, no en los señores Weinstein. Recuerde Mean Streets. ¿Cuánto salió Taxi Driver? ¿Cuántos dólares fueron necesarios para poner la cámara frente a De Niro y filmarlo cuando dijo: “Are you talking to me?” ¿Cuánto salió Toro Salvaje? Era en blanco y negro. Básicamente estaban De Niro, Pesci y esa chica sin suerte pero muy talentosa: Cathy Moriarty. Y estaba su cámara. Y un guión inspirado. Y la luz. Y un diseño de producción memorable. Esos fueron sus orígenes. ¿Y si se da una vuelta por esos paisajes del pasado? ¿Y si el origen es el nuevo punto de partida? Le acerco una frase. La dijo un gran filósofo en una situación equivocada, pero es genial: “El origen es aún”.

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