Dom 16.06.2002
radar

MISTER RESACA

MUSICA En 1980, gracias a un bello puñado de odas a la diosa Resaca, el más beatnik de los “song-writers” había llegado a una cima ingrata: la autoparodia. De ahí lo rescataron Kathleen Brennan (que sería su mujer), el influjo providencial de Kurt Weill y Harry Patch, el cine y, en los 90, el encuentro con Bob Wilson, que le pidió música para alimentar sus sofisticadas maquinaciones teatrales. Retrato de Tom Waits, el hombre para quien las mejores canciones, como las papas, nacen del suelo.

› Por Rodrigo Fresán

Hubo un tiempo en que –para bien o para mal– Bruce Springsteen y Tom Waits flirtearon, como tantos otros, con convertirse en eso que la industria discográfica conocía y sigue conociendo como “El Nuevo Bob Dylan”. Ya se sabe: el concepto de song-writer de altura, el peso pesado que flota por encima de los otros, los versos largos y la épica personal. Ser Bob Dylan, claro, pero con matices. Ser en parte Bob Dylan y, además, ser algo que a Bob Dylan le gustaría ser, aprovechando que entonces –a principios de los ‘70– Bob Dylan no tenía mucha idea de quién quería ser Bob Dylan. Así que Bruce Springsteen optó por el modelo Elvis Dylan (la épica gorda sobre un escenario) y Tom Waits prefirió la variante Bob Kerouac (la odisea en movimiento adentro de un piano bar) y Charles Bukowski (más bar que piano). Mucha pero mucha agua ha pasado bajo ambos puentes y Bob Dylan muy bien, gracias. Saludos a los chicos.

The kid
En un principio, al menos para mí, Tom Waits (Pomona, California, 1949) se parecía exactamente a eso en lo que se habría convertido de grande el chico chapliniano de The kid. El rostro alargado casi hasta la caricatura, el cuerpo quebrado en demasiados ángulos, los dedos largos aporreando las teclas blancas y las teclas negras y una botella de Jack Daniel’s haciendo equilibrio sobre su cabeza de rulos desordenados. Sí, Tom Waits parecía .y sigue pareciendo-. uno de esos tipos tan felices que cantan sobre la infelicidad (el primo lejano y disipado de Leonard Cohen) y llevan la “canción de bar” un poco más lejos. Porque Tom Waits le cantaba y le canta no al estar borracho sino al tener resaca.
Y seré sincero: yo me compré mi primer disco de Tom Waits cuando alguien me dijo que Tom Waits era o había sido el novio de la impar y única Rickie Lee Jones, y el primer disco de Tom Waits que me compré fue el primer disco que Tom Waits grabó y, bueno, lo siento, pero ése sigue siendo mi disco favorito de Tom Waits.
Closing Time –editado en mayo de 1973– sigue sonando bien, emocionante, con la atemporalidad que de vez en cuando consiguen un puñado de canciones adentro de un círculo chato, negro y con un agujerito en el centro. Closing Time siempre será más un long-play que un compact-disc, porque a ciertas canciones –canciones como “Ol’ 55”, “Martha”, “I Hope That I Don’t Fall in Love with You”, “Lonely”– les queda mejor una púa que un láser. Así que yo seguí con Tom Waits unos cuantos años más –The Heart of a Saturday Night (1974), Nighthawks at Dinner (1975), Small Change (1977), Foreign Affairs (1977), Blue Valentine (1979)– porque a mí me gustan esos song-writers más writer que songs. Esos tipos que te cuentan historias. Hacia 1980, Tom Waits ya era un artista de culto, los Eagles habían versionado su “Ol’ 55” y Bruce Springsteen su “Jersey Girl”, y lo cierto es que cansarse de Tom Waits empezaba a ser tan fácil como había sido cansarse de Charles Bukowski. O de Jack Kerouac. Artistas que –USA es tan cruel– no demoraron en convertir sus atendibles singularidades en clichés de fácil imitación. Lo que en Estados Unidos se conoce como novelty act: un artista freak con hincapié en freak. El paso siguiente es, claro, convertirse en una imitación de sí mismo, y eso le estaba pasando a Tom Waits. Pero con un diferencia: Tom Waits era consciente de ello. Y, para colmo, el que empezaba ahora a versionar sus canciones era Rod Stewart.

Cambio y fuera
Tom Waits era el beatnik más beatnik de todos, y por lo tanto estaba en peligro de terminar como terminan los beatniks: mal. “Me estaba volviendo perezoso: todo me sonaba con un saxo al fondo”, recuerda. A otra cosa. TomWaits conoce a la que desde entonces será su esposa y socia artística –Kathleen Brennan no sólo le “salva la vida” sino que le compra discos de “música que yo nunca había oído”– y en 1983 y 1985 se produce su reinvención. Con Swordfishtrombones y Rain Dogs –un nuevo sonido influido por la música de Harry Patch, que en los 30 y los 40 había investigado la “música de vagabundos”, así como por los acordes filosos y cabareteros de Kurt Weill–, Tom Waits consigue algo que se podría definir como dadá-jazz, un género en el que nuestro héroe sigue parloteando sobre humo, cigarrillos, automóviles y perros en llamas. La diferencia es que ahora lo hace desde afuera y –con una voz cruza de Louis Armstrong y el Marlon Brando de Apocalypse Now! y cualquiera de nosotros con una espina de pescado clavada en la garganta– ahora es la resaca la que canta canciones sobre Tom Waits. Y la resaca patea tachos y puertas y ladra a la luna. Y suena como nadie o –en sus propias palabras– suena como “una banda de lunáticos desfilando a medianoche” o “una orquesta de enanos mutantes”. Lo que inmediatamente lo consagra ante todos aquellos que siempre están en busca de alguien que suene como nadie.
A partir de entonces –con la bendición de lo avant-garde–, Tom Waits se convierte en un músico “con inquietudes”. No es el primero; la culpa de todo tal vez la tenga Elvis, cuando lo convencieron de que podía ser un gran actor. Como Los Beatles, Los Rolling Stones, Los Who, David Bowie, David Byrne, Lou Reed y tantos otros, Tom Waits siente que el mundo de las canciones le queda chico y decide probar otras cosas. Empieza, cauteloso, con el soundtrack nominado para un Oscar de One from the Heart, la malograda película de Francis Ford Coppola, pero enseguida se pone a actuar aquí y allá (destacables apariciones en Ironweed de Babenco, Down By Law de Jarmusch y Short-Cuts de Altman) y escribe y ejecuta la operetta titulada Frank’s Wild Years. Y después –más ruido ruidoso– Bone Machine y un largo paréntesis hasta el Mule Variations de 1999, su disco más vendido, ganador de un Grammy. Pero antes, por el camino, Tom Waits demanda a la compañía de papas fritas Frito Lay por usar un imitador waitesco en avisos de radio (lo que le permite embolsar dos millones y medio de dólares) y conoce al director de teatro Robert Wilson.
Lo que nos lleva, ahora, a Blood Money y a Alice.

Todos a escena
¿Quién es Robert Wilson? Tom Waits lo define como “una especie de científico, un estudiante de medicina o un arquitecto... Una especie de autista que sólo quiere ser comprendido y que para ello ha desarrollado un nuevo lenguaje donde todo se mueve más lento y cada movimiento es decisivo y único”. Robert Wilson es un prestigioso hombre de teatro. Robert Wilson convocó a Tom Waits en 1990 para The Black Rider (William Burroughs fue el tercer lado del triángulo). Y en 1992 Robert Wilson volvió a llamar a Tom Waits y Señora para una obra de teatro sobre la extraña relación entre Lewis Carroll y la niña Alice Lidell, de donde salen las canciones de Alice. Y Robert Wilson requirió una vez más de los servicios de Tom Waits y señora en 2000 para su adaptación libre del Woyzeck de Georg Büchner, donde terminaron entrando las canciones de Blood Money. Así, dos discos de nuevas viejas canciones de Tom Waits, grabadas y revisadas por su dueño con los mismos músicos, lanzados el mismo día del pasado mayo y despojados de toda ayuda escenográfica y dramática. Canciones para actuar que, de golpe, se convierten en canciones para oír y que –consciente o inconscientemente– ofrecen una interesante revisión de los dos Tom Waits que hemos conocido hasta ahora. En Alice se destaca el Tom Waits más melódico, que hasta parece recuperar parte de su preocupación por hacer que su voz suene a una voz mientras fuma como oruga maravillosa sentado en un hongo y mirando una chica rubia y de pelo largo, mientras que en Blood Money reencontramos al Tom Waits cacofónico, un soldado enloquecido por experimentos médicos y celos que tira abajo todo lo que se le pone al alcance de la mano. Y en Alice y en Blood Money se vislumbran cruces de caminos, guiños de una carretera a la otra, bailes frenéticos bajo la luz de la luna. Al final, enseguida, escuchándolos uno detrás del otro y viceversa, cuesta ubicar qué canción corresponde a qué obra. Y está bien que así sea. Enseguida, al final, todas esas canciones son marca Tom Waits, más allá de los encargos y las inspiraciones. Y Tom Waits las define como “canciones adultas para niños o canciones infantiles para adultos”. Los títulos lo dicen más o menos todo: “Nadie sabe que estoy muerto” (donde se canta que “La lluvia suena tan bien para aquellos que están dos metros bajo tierra”), “Aquí estamos todos locos”, “La tumba de una flor” (“Nadie lleva flores a la tumba de una flor”), “Dios salió en viaje de negocios”, “Todo se va al infierno” y la formidable “El sufrimiento es el río del mundo”, en cuyo estribillo un Tom Waits febril ordena una y otra vez: “¡Todos a remar!”

Perdido y encontrado
Y eso es todo. Ésa es la historia y la vida y las obras. Las propias y las de teatro. Hoy por hoy, Tom Waits es un animal raro. Sale muy poco de gira y puede demorar seis años en sacar un disco. O puede sacar dos juntos. Puede actuar muy mal en Drácula o hacer de sí mismo en Mistery Men. Dios bendiga al hombre que puede hacer –literalmente– lo que se le canta y que dice: “Cuando cantas es como si actuaras un poco. Todo el acto de cantar es como un gran signo de interrogación, una pregunta que le haces a alguien. Las canciones más satisfactorias son aquellas que te confunden. Nadie escucha canciones para recibir información. No escuchas una canción como si estuvieras leyendo una receta en un paquete de macaroni. Si te pones a escuchar una canción es porque de un modo u otro estás pidiendo que te ayuden a extraviarte, a no saber dónde estás, de dónde vienes y a dónde vas... Ahí es cuando entro yo en escena... Cuando conocí a mi esposa, solíamos jugar a un juego que inventamos nosotros y que se llamaba Perderse. Nos subíamos al auto e íbamos a un barrio de laciudad que estábamos seguros de conocer a la perfección. Entonces empezábamos a dar vueltas al azar, a doblar en las esquinas, a veces durante toda la noche, hasta que por fin conseguíamos perdernos... Entonces éramos tan felices... Somos tan felices desde entonces”.

Hora de cerrar
Mi disco favorito de Tom Waits sigue siendo Closing Time.

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