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Domingo, 21 de agosto de 2005

NOTA DE TAPA

Los dedos mágicos

Con precoces 15 años, fue parte de Generación Cero, el grupo de tango experimental de Rodolfo Mederos. A los 18, ya formaba parte de Invisible, la legendaria banda de Luis Alberto Spinetta, y grababa en uno de los mejores discos del rock nacional, El jardín de los presentes. Y como si fuera poco, Astor Piazzolla lo invitó a formar parte de su octeto electrónico y a emprender una fatídica gira por Europa. Anclado en París desde aquel 1977 en que Piazzolla lo dejó duro y sin pasaje, Tomás Gubitsch, el eslabón perdido en la larga cadena de grandes guitarristas de la música argentina, regresa por primera vez a Buenos Aires. En esta entrevista habla de todo y de todos.

Por Oscar Jalil

Entre los más conspicuos seguidores de la obra de Luis Alberto Spinetta, el nombre de Tomás Gubitsch permanece instalado en el recuerdo como aquel guitarrista adolescente que participó del último disco de Invisible. Después poco y nada se supo del chico maravilla que se codeaba junto al Flaco en los intrincados y luminosos momentos de El jardín de los presentes, una de las obras maestras del rock argentino. Cómo olvidarlo, si era el cuarto integrante que le devolvía a Spinetta esa formación de banda clásica que antes sólo había practicado con Almendra. Para Gubitsch, que venía de tocar con Rodolfo Mederos y Generación Cero, fue como vivir en Marte o, mejor aún, estar colgado de la Nave del Capitán Beto. Pero el idilio duró un suspiro. Entre agosto y diciembre de 1976, Invisible colmó dos Luna Park y el segundo de estos conciertos marcó el final del grupo. Pero a Gubitsch no lo alcanzó el bajón: recibió una invitación de Astor Piazzolla para acoplarse al octeto electrónico con vistas a una gira europea que promovería un serio contacto entre el tango y el rock. Ahí comienza a nublarse la suerte del guitarrista, que junto al pianista Osvaldo Caló deciden instalarse en Francia y comenzar una prolífica carrera que incluye varios discos a dúo, bandas de sonido y hasta la participación en la mítica película de Hugo Santiago, Las veredas de Saturno (1985). Radicado en Francia desde hace 28 años, Gubitsch nunca más regresó al país. El exilio forzoso, con una activa participación de denuncia contra la empresa criminal que asolaba a la Argentina, se transformó en residencia permanente, donde la inspiración tanguera persiste y la influencia de la música contemporánea forma un repertorio que, finalmente, mostrará en Buenos Aires al frente del Gubitsch-Caló Quinteto. Desde París, el pibe que Spinetta bautizó como Tommy Gubitsch habla sobre el largo periplo que lo condujo a vivir casi tres décadas anclao en París.

Un niño marciano

Antes de conocer a Mederos, a Spinetta y a Piazzolla, Tomás ya sabía cómo era eso de moverse entre amables genios inadaptados. “Nací en una familia de intelectuales. Lo importante no era la plata –que no teníamos– sino la cultura. Por casa pasaban más o menos todos los escritores, pintores, filósofos, actores y músicos que contaban en aquella época. Conservo recuerdos de Borges, Xul Solar, el Mono Villegas y de muchos más. Mi padre era un gran melómano, la casa estaba invadida de libros, discos e instrumentos de música y, a partir de mis siete u ocho años, nos llevaba al Colón con mi hermano Dyuri. Mi padre tenía la biblioteca más impresionante que uno se pueda imaginar. Nunca supe de qué color eran las paredes de mi casa: estaban tapizadas de dobles estanterías con libros en castellano, inglés, alemán, francés, húngaro, checo, latín, griego, hebreo, etc. A tal punto que el mismísimo Borges venía a consultar ejemplares únicos, o la correspondencia de mi viejo con Hermann Hesse, o las primeras traducciones de Kafka en castellano que había hecho él. Creo saber que esa biblioteca fabulosa terminó siendo donada, entre otras, a la Biblioteca Nacional. El Buenos Aires de la posguerra era un vivero de gente extraordinaria: Gombrowicz, Berni, Gómez Cornet, Soldi, Bioy Casares y tantos otros que olvido. Y mi viejo formaba parte de esa gente con culturas enciclopédicas como Alejo Carpentier o Umberto Eco. A uno de los pocos grandes escritores argentinos que no conocí de chico fue a Cortázar, pero tuve la suerte de conocerlo más tarde en París, y hasta de componer parte de la música de una película sobre él. Pienso que mi padre hubiese querido ser artista. Hace poco escuché por la radio una vieja grabación de Sartre diciendo que el deseo (no necesariamente enunciado) de los padres forja el destino de los hijos. Sorprendentemente freudiano de su parte. Parece un tango.”

Esos estímulos culturales, ¿cómo se traducían en la música?

–En las visitas al Teatro Colón descubrí a Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler y hasta la tetralogía de Wagner in extenso. Esto se lo desaconsejo a todos los padres que quieran iniciar en la música a sus hijos. Es una opinión puramente personal. Pienso que Wagner y los post-románticos en general llevaron el desarrollo temático a tales extremos, que hace falta una cultura musical muy sólida para entender cabalmente el discurso musical. En todo caso, lo que es seguro, es que yo no la tenía a los 8 años... Pero el verdadero primer violentísimo shock musical fue Stravinsky y su Consagración de la Primavera. Casi simultáneamente, escuché a Los Beatles. Y con ellos, la guitarra apareció como una elección natural. A los diez años escuchaba en “loop” Sgt. Pepper’s y Petrushka, me la pasaba todo el día inventando musiquitas y tocando. El rock es la música de mi generación y de la música clásica o contemporánea no le hablaba a nadie, porque quedaba medio marciano.

Siendo muy chico integraste el grupo de Rodolfo Mederos. ¿Cómo llega un pibe tan joven a formar parte de ese grupo, cómo fue la experiencia y cuál era tu conexión con el tango?

–Mi “acto fundador” para ser músico fue la compra de un amplificador (malísimo) made in Argentina, pero con nombre inglés. Probándolo, me escuchó tocar alguien del negocio de música y me propuso participar en una grabación “de endeveras”. Yo tenía 15 años y no lo podía creer. Me escapé del colegio gracias a la complicidad de dos amigos que me esperaban con la guitarra en la esquina. La grabación salió bien y la compañía de discos que la produjo me propuso un contrato inmediatamente. Eso era aún más increíble. Fueron ellos quienes me pusieron en contacto con Rodolfo, que, recuerdo perfectamente, buscaba un cantante y quería salir del tango. “Toda frontera que impide entrar, también impide salir”, solía decirme. Le dije que no cantaba y que de tango no sabía nada. Fue él quien me hizo escuchar a Troilo, a Salgán, a Pugliese y a Piazzolla. Con ellos descubrí que existía una polenta rítmica común entre el rock y el tango. Pero, en aquella época (más o menos 1973), decirles a mis amigos que tocaba con un bandoneonista era casi vergonzoso, era “un quemo”. El tango era la música de los viejos. Sentía que ahí había algo realmente grosso, auténtico y emocionante para investigar... Todo esto, y mucho, muchísimo más, se lo debo a Rodolfo. Un hombre que tuvo confianza en un pibito de 15 años y que se comportó como un maestro y un verdadero amigo. Siempre.

Si me llama Lennon...

Aquella sintonía entre Mederos y Gubitsch dejó un disco clave para entender las tempranas conexiones entre el tango, el jazz y el rock: De todas maneras, el álbum de Rodolfo Mederos y Generación Cero generó controversias entre las dotaciones de puristas de los diferentes bandos en pugna. Para Gubitsch fue la vía de acceso hacia otro espacio de libre pensamiento. “Desde el primer disco de Almendra, Luis Alberto era ‘el’ músico y poeta que admiraba de aquello que se llamó el rock nacional (detesto esa definición, de nacionalismo no había nada). El último concierto de rock que había ido a ver fue, precisamente, uno de Invisible en trío, con esa base demoledora y sutil que formaban Pomo y Machi. Terminé en cana, como la mitad del público. Pocas semanas después, me encontraba zapando con ellos. Y pocos meses más tarde, grabando El jardín de los presentes y tocando en mi (casi) primer concierto en el Luna Park ante más de 12.000 personas... a los 18 años. Vivía en un sueño. En medio de una realidad política insoportable de la cual yo era extremadamente consciente.

¿Cuál fue tu aporte y, a la distancia, qué te sucede con uno de los discos más importantes del rock argentino?

–Invisible ya tenía una historia larga y creativa antes de mi entrada. Mi aporte creo que fue mi pequeña cultura musical clásica y tanguera de aquella época, que Luis ya había anticipado en Almendra, con “Laura va” y “A estos hombres tristes”. Para mí, bastaba con escuchar la voz de Luis Alberto para estar feliz. Su manera de cantar, de escribir y de tocar me sigue pareciendo única, y no sólo en Argentina. Donde sea. En cuanto a Machi y a Pomo, el tempo, el sonido, el groove y la invención que generaban, hacían que te salieran alas para tocar. Antes que cualquier otra cosa, ensayar, tocar en vivo o grabar eran placeres enormes. Y nadie puede imaginarse lo que era el sentido del humor de ese grupo... Si hubiésemos producido tanta música como carcajadas, ¡tendríamos que haber hecho un disco triple!

Pero en un momento le dijiste al Flaco que si te llamaba Piazzolla vos dejabas Invisible...

–Sí. En el momento de mi entrada al grupo, tuvimos una discusión muy seria en la cocina del lugar donde ensayábamos. Las condiciones eran muchas y los compromisos tomados debían ser respetados. Yo pedí poder seguir tocando con Rodolfo, claro, y efectivamente, en joda, dije que si Piazzolla me llamaba, me iba con él. Nos matamos todos de la risa y Luis dijo: “Si me llama Lennon, ¡yo también me voy!”.

¿Es tu hermano el que aparece en la foto de tapa de El jardín de los presentes?

–Sí, es mi hermano mayor, Dyuri. El era muy amigo de Gustavo Spinetta, el hermano de Luis. Gracias a Gustavo pude conocer al Flaco.

Piazzolla y la dictadura

Casi al mismo tiempo en que Invisible empezaba un proceso de disolución, llegó la invitación de Astor Piazzolla. Y esta vez no era broma. En palabras de Gubitsch, la relación entre Spinetta, Pomo y Machi ya estaba deteriorada y la entrada del joven guitarrista precipitó el final. En los primeros meses de 1977 comenzó la gira europea como miembro del Octeto Electrónico; la experiencia también quedó registrada en un disco: Olympia ‘77, un álbum en vivo donde Piazzolla revelaba un acercamiento al rock y otros deslices. A pesar del privilegio que significó para Gubitsch integrar esa formación, el periplo término en escándalo internacional. “Yo no pensaba irme definitivamente. Me enteré en Italia (nuestro primer concierto con el octeto de Astor) de que la gira estaba bancada por el gobierno militar. Mi exilio lo decidió la dictadura y el consulado de París, que había confiscado mi pasaje de vuelta y que me exigía hacer una declaración pública pro-dictadura en varios diarios. De más está decir que los mandé a la mierda. Es casi una especie de costumbre familiar: mis padres llegaron a Buenos Aires huyendo del nazismo. Espero sinceramente que este fastidioso deporte turístico se corte acá y que mis hijos no tengan que emigrar a Nueva Zelanda o a Madagascar.”

¿Qué sucedió exactamente?

–Esta es una pregunta delicada y es muy importante aclarar ciertas cosas. Está claro que Astor fue un instrumento, a sabiendas, de la propaganda de la Junta de psicópatas que gobernaban nuestro país. Por ambición personal, por incultura política, por cobardía o por lo que fuera. Está claro también que en esto nada tienen que ver los miembros de su familia, a varios de los cuales conocí en diversas circunstancias. También queda claro que esto no le resta nada, absolutamente nada, a su talento ni a la validez de su obra. Antes de un concierto en Italia nos dijo que no habláramos demasiado para no atentar contra la imagen del país, y sé que lo que digo acá es doloroso para muchos. ¿Cómo es posible querer y emocionarse con la música de alguien que se comportó tan mal en esas épocas de barbarie institucionalizada? Nos podemos preguntar lo mismo con respecto a gente como Céline o Heidegger. Entonces, lo que pudo haber sido la desilusión de un pibe de 19 años que tocaba la guitarra con él... y la bronca y el dolor ante las calumnias que profirió sobre mí y los demás músicos del octeto electrónico en una época en la que yo no podía contestar. Nuestros pasajes de vuelta fueron inmediatamente confiscados por el consulado de París hasta, teóricamente, el final de la gira con Astor. Me resultó muy sospechoso. De hecho, cuando quise recuperar los pasajes, el cónsul de aquella época me convocó en su lujosísima oficina y me explicó que, para “garantizar mi seguridad”, yo debía publicar una solicitada en varios diarios diciendo que había sido manipulado por el marxismo internacional, que apoyaba a la Junta y no sé cuántas aberraciones más. Todavía me acuerdo de su cara cuando lo mandé a la mierda. Mis delitos en 1977 fueron simplemente denunciar lo que estaba pasando: las desapariciones, las torturas, la ausencia de justicia y de libertad, el terrorismo estatal, la represión brutal en entrevistas, conciertos y en manifestaciones tipo Amnesty International. Participé, como tantos otros, en la muy grandilocuentemente llamada resistencia internacional. A mí lo único que me importaba era que nuestro país volviese a la democracia y que los criminales que nos gobernaban fuesen juzgados.

Esa situación te forzó a exiliarte...

–Yo diría mi actitud política, más bien humana, mis declaraciones, mis actuaciones con Amnesty me forzaron al exilio. Y los exilios nunca son fáciles: perdí a mi país y a mis amigos. Pero, nuevamente, no exageremos: una cosa es pasarla mal en París y otra cosa es ser torturado o desaparecido en Argentina. Los héroes de aquella época son los que tuvieron que quedarse y bancársela.

¿Cómo continuó tu vida en Francia y por qué nunca más volviste?

–Grabamos muy rápidamente un disco con el Chango Farías Gómez, en el que participaron también Juan José Mosalini, Gustavo Beytelmann y Enzo Giecco, entre otros. Continuamos juntos, pero sin el Chango y armamos otro grupo, de tango actual, digamos. Después, todo se fue encadenando. Sin darme cuenta, me encontré tocando con músicos admirables, desde Steve Lacy (el legendario saxofonista de Monk), hasta Grapelli (el violinista de Django Reinhardt), pasando por Jenny-Clark, Portal, Nana Vasconcelos, Mino Cinelu, y otros monstruitos internacionales de ese calibre. ¿Por qué nunca más volví? Es una de las respuestas que espero encontrar con este viaje.

Doscientos años

En la letra de “Doscientos años”, tema incluido en El jardín de los presentes, Spinetta pide una palabra, una forma o, tan sólo, una simple respuesta. Tomás Gubitsch descubrió algunas respuestas muy lejos de casa. Además de formar una familia, aquel pibe que todavía asombra desde el último disco de Invisible con esos acordes poseídos de “Alarma entre los ángeles”, encontró un aliado en la enorme personalidad musical de Osvaldo Caló. “No sólo es un músico totalmente fuera de serie, como los hay muy pocos, sino que nuestra cultura musical es extremadamente gemela. Ambos tenemos una cultura clásica, rockera y, ahí apareció la cosa, cuando llegó la hora de decirnos: Ahora hagamos lo que realmente queremos hacer. Si bien soy el compositor, Osvaldo tiene un rol fundamental en la dirección artística de lo que hacemos, desde siempre. Cuando se trata de ser auténtico, no sé si uno “elige” la música. Creo que es más bien la música la que te elige. Y la música que nos salió es muy tanguera. Si saco las cuentas, hace más de 30 años que estoy en contacto con ciertas formas del tango. Se ve que eso no se hace impunemente.”

¿La atención extramuros que vive el tango es una de las razones de su resurgimiento?

–Eso ya ocurrió en el alba del tango. En Argentina era considerado como música de reos, de gente dudosa. Un poco como lo fue más tarde el rock... Si se le dio bola al tango, hablo de principios del siglo pasado, fue porque tuvo éxito en los salones europeos; y recién ahí, con ese eterno complejo tan nuestro que pretende que lo de afuera siempre es mejor, nos pusimos orgullosos de esa música del bajo fondo, hecha de cachos de culturas de emigrantes italianos, judíos de Europa central, africanos, españoles, alemanes, etc. Honestamente, las cuestiones de modas, auges y tendencias, me importan muy poco. Dejémosle eso a la televisión.

¿Cómo te llevas con el tango electrónico?

–Nunca fui ni seré de aquellos que piensan que lo de antes era bueno y que lo actual no lo es. Cada generación tiene sus talentos y, mientras las compañías de discos no se metan a imponer sus leyes, toda generación producirá cosas válidas. E inclusive a pesar de dichas compañías, nadie puede amordazar a los sueños, siempre aparecerá algún Coltrane, algún Hendrix y, hoy en día, algún talento descomunal como el de Björk. Me da la impresión de que el tango electrónico es un género que está, momentáneamente, en pañales. Retrospectivamente, cuando escuchás el principio de lo que fue más tarde el rock, no se puede decir que haya habido puras joyas... Yo prefiero conservar las orejas y la cabeza abiertas a lo asombroso.

¿Por qué razón en Francia se conoce más tu faceta de compositor que tu trabajo como guitarrista?

–Después de tocar muchos años en dúo con Osvaldo, se nos sumó Jean-Paul Celea, el ex bajista de John McLaughlin. Tras más de diez años de giras, conciertos y grabaciones en dúo y en trío, en el ‘91 recibí un encargo del Ministerio de la Cultura de Francia para componer un concierto para trío y orquesta sinfónica. A partir de ahí, se me empezó a conocer más como compositor y, más tarde, como director de orquesta. Porque, paralelamente a mi vida de intérprete y compositor de música (hipotéticamente) popular, nunca dejé de componer eso que llaman “música contemporánea”. Finalmente, Los Beatles y Stravinsky siguieron cohabitando...

¿Qué estás presentando en Buenos Aires?

–El nuevo quinteto que codirigimos con Osvaldo. Mi música. Nuestra música. Y algunas otras cositas. Un resumen salvaje de lo que estuvimos haciendo durante casi tres décadas y, sobre todo, nuestros nuevos temas, compuestos –en el fondo, como todos los demás– para ser tocados en la Argentina. Esta vez, con Juanjo Mosalini (bandoneón), Sébastien Couranjou (violín) y Eric Chalan (contrabajo). Flor de músicos. El 27, en el Centro Cultural Rojas, será un encuentro con grandes músicos que no conozco (entre otros, Iaies, Jodos, Nacht, Casazza, etc.) y otros que conozco. Lo que tampoco sé es qué tocaremos. Y eso es lo que me seduce.

¿Cómo es estar anclao tanto tiempo en París?

–Me resulta extremadamente difícil contestar esto. Si se trata de una pregunta personal que apela a respuestas que develarían parte de mi intimidad, con mi música basta y sobra. Si se trata de una pregunta general, diría que es genial, increíble, difícil, magnífico, ridículo, hermosísimo, complicado, asombroso, fácil, gracioso, triste, emocionante... Sé que es un privilegio, pero que cada escalón que subís te lo tenés que ganar solito, nadie te regala nada. Y que mientras más arriba estás, mayor es tu conciencia de que nunca nada está adquirido definitivamente. Muchos, y muy buenos, esperan el turno de ocupar tu minúsculo pedacito de peldaño. En cierto sentido, estar “anclao en París” es una lección cotidiana de modestia obligatoria. Basta con pensar que donde vivo yo, también vivieron hace poco Picasso, Stravinsky, Braque, Satie, Camus, Ravel, Calder, Debussy, Cocteau, Sartre, Yankelevitch, Levinas, Foucault, Derrida y muchos, muchos más. Si algún día se te suben los humos a la cabeza, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el Louvre, Nôtre Dame y todos los puentes del Sena se revuelcan de la risa burlándose de tu soberbia.

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Gubitsch-Caló Quinteto se presentará el sábado 27 en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Corrientes 2038). Como invitados, estarán los pianistas Osvaldo Caló, Ernesto Jodos y Adrián Iaies, el guitarrista Carlos Casazza, el saxofonista Luis Nacht, la cantante Silvana Deluigi y algunos otros invitados sorpresa.

Foto: Nora Lezano
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