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Domingo, 11 de marzo de 2007

PERSONAJES > ROB ZOMBIE, DEL ROCK AL CINE DE TERROR

Una historia violenta

Con largas rastas y ataviado como un cowboy futurista, lideró durante gran parte de los ’90 White Zombie, una banda de heavy industrial, rabiosa pero simpática, que hizo discos clásicos como Astro-Creep 2000. Pero desde entonces se le notaba a Rob Zombie su fascinación con la imagen, la cultura chatarra y el cine de terror. Cuando dio el gran salto y se convirtió en director, debutó decentemente con La casa de los mil cadáveres. Pero es su última película, Violencia diabólica, la que lo revela como un notable narrador de la violencia, retratando un mundo que, por plausible, resulta mucho más escalofriante. Hollywood ya notó su talento y acaba de encargarle la dirección de la nueva Halloween.

 Por Hugo Salas

Entre la enésima repetición de aquel thriller que ya aburría al momento de su estreno, insulsas comedias protagonizadas por estrellas sin carisma, los documentales culposos, correctos hasta la desidia, y ciertos bodrios de marca mayor, léase la versión fílmica de El fantasma de la ópera, el cable intercala, en homeopáticas dosis, sorpresas francamente agradables. Tal el caso de Violencia diabólica (The Devil’s Rejects), segunda película de Rob Zombie que en Argentina pasó directamente a video y que se verá por HBO y HBO Plus durante marzo con característica insistencia.

Para quienes no lo conozcan, Rob Zombie (nombre artístico de Robert Bartleh Cummings) es el padre de White Zombie, una de las agrupaciones emblemáticas de la escena heavy metal estadounidense de los ’90, si bien a su música le cabe mejor la denominación rock industrial. Curiosamente, cuando él y su novia de aquel entonces, Shauna Reynolds (luego Seari Yseult), decidieron formar una banda que reflejara su afición por el terror, la ciencia ficción y la cultura chatarra de los Estados Unidos, ninguno de los dos era músico, sino diseñadores gráficos. Más allá del dato de color, esto da cuenta de una de las características más importantes del grupo: dejando de lado sus méritos musicales, White Zombie fue, ante todo, una propuesta conceptual, lo que hizo de sus recitales un espectáculo único.

Desde temprano, Rob se cargó al hombro la dirección de los videos del grupo, y no tardó en hacer lo mismo para amigos y allegados. Compuso, además, canciones para muchas películas, entre ellas Daredevil, la serie Matrix y hasta Misión imposible 2. Como suele ocurrir en la industria, de allí a dirigir había tan sólo un paso, y en 2000 Rob filmó su primera película, La casa de los mil cadáveres (House of 1000 Corpses). La trama era sencilla, previsible y bastante estándar: corre 1977, en lo más profundo de Texas; dos parejas de veinteañeros caen en manos de una familia disfuncional de sádicos psicópatas homicidas, los Firefly, justo en vísperas de Halloween. Hay insinuaciones sexuales, un científico loco e incluso un freak colosal: Tiny, interpretado por Matthew McGrory, el actor más alto del mundo hasta su muerte en 2006.

Si bien las expectativas comerciales eran altas, el resultado no dejó para nada satisfecha a la Universal, que renunció a distribuirla, y tampoco consiguió tentar a MGM. Hubo que esperar hasta 2003 para que Lions Gate, especializada en el género, la estrenara (carrera que comenzó, créase o no, en el Festival de Mar del Plata, uno de los pocos lugares del mundo donde pudo verse la versión completa de 105 minutos). ¿Tan mala era? Para nada, pero tampoco podría decirse que fuera buena. La casa de los mil cadáveres pertenece al género de óperas primas realizadas por directores que disponen de demasiada plata. A lo largo de su hora y media, Zombie prueba e intenta prácticamente todo: el gore, el terror clásico estadounidense, el terror surrealista japonés de bajo presupuesto, el cine de exploitation, la sátira social e incluso una secuencia totalmente estilizada, lírica, en la veta de Dario Argento, todo plagado de incesantes referencias cinéfilas. De esta mezcla sale un pastiche irregular, interesante por momentos, a veces tedioso, que ni hace las delicias del espectador de género ni convence como producto experimental “serio”.

Aun así, la película tuvo una carrera comercial decente, lo que habilitó la posibilidad de una secuela, y entonces vino la sorpresa. A pesar de los hallazgos aislados de La casa de los mil cadáveres, nada permitía entrever que Zombie fuera capaz de realizar una película tan compacta, clara y contundente como Violencia diabólica. La trama comienza pocos meses después de la anterior, cuando un grupo de policías comandados por el sheriff local, John Quincy Wydell, arrasa con el rancho de la familia Firefly. Algunos personajes (los menos interesantes) mueren, Tiny desaparece y Mamá Firefly es arrestada, pero Otis y Baby (hermano y hermana, respectivamente) logran escapar y ponerse en contacto con el padre de Baby, el Capitán Spaulding (de profesión, payaso desagradable). El trío acuerda encontrarse en un motel, donde progresivamente irán liquidando a un grupo de transeúntes accidentales, miembros de una banda de música country, con la crueldad y saña que los caracteriza (en un momento, por ejemplo, Otis besa por la fuerza a una de las mujeres usando, a modo de máscara, la piel del rostro de su marido, recién desollado), para luego buscar refugio en un burdel del hermano del Capitán.

Desde el comienzo, sin embargo, se advierte que lo único que esta película tiene en común con la anterior son algunos personajes. A diferencia de lo que ocurría con La casa de los mil cadáveres, Violencia diabólica no es un collage incoherente sino una apuesta decidida y su opción es extremadamente radical: Rob Zombie muestra el ocaso de los Firefly en un registro hiperrealista, más cercano al mejor John Waters que a los popes del terror, creando una atmósfera incómoda, perturbadora, justamente por su alto grado de verosimilitud. La impresión constante, durante la primera hora, no es la de estar viendo una película de terror, sino un telefilm “basado en hechos reales”, como si tanta violencia y crueldad fueran perfectamente plausibles en el universo estadounidense contemporáneo. Si se quiere, una versión desatada de Una historia violenta, de Cronenberg.

Justo entonces, por si fuera poco, el director se anima a doblar la apuesta. Paulatinamente se devela que el sheriff tiene motivos para tomarse muy a pecho la persecución y el deber se disuelve en la revancha privada. Wydell no sólo liquida a Mamá Firefly en su celda, sino que además contrata a dos asesinos para capturar al trío, llevarlos al rancho y someterlos a tormentos similares a los que ellos aplicaban a sus víctimas. Decir que en ese momento Wydell se transforma en lo mismo que persigue sería minimizar la cuestión: desatado, el policía resulta mucho más monstruoso que los psicópatas. Si hasta ese punto hemos visto a los Firefly matar con alegría y placer, con un dejo de inimputabilidad infantil casi (sobre todo Baby), el sheriff lo hace con la oscuridad, la prepotencia y el exceso de quien se cree habilitado en tanto representante del bien. El hiperrealismo cede entones paso a una estilización tomada de la cultura chatarra y esos últimos cuarenta minutos, que no se pueden contar sin arruinar el suspenso, constituyen una verdadera pieza de antología.

Este mes, HBO y HBO Plus estrenan Violencia diabólica, la última película de Rob Zombie. Pero además, se consigue en videoclubes junto a La casa de los mil cuerpos; ambas fueron lanzadas en Argentina directo a DVD.

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