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Domingo, 6 de mayo de 2007

CINE > EL DEBUT DE VERA FOGWILL COMO DIRECTORA

Vivir y caer en Buenos Aires

Demorada dos años por problemas con su productor francés, la semana pasada finalmente se estrenó Las mantenidas sin sueños, debut como directora de la actriz Vera Fogwill. Y lejos de haber perdido el paso con la nueva ola del cine argentino, la película parece aportar un elemento largamente relegado: la capacidad de exponer el complejo derrumbe de la clase media no mediante la denuncia o el documental sino a través de las sutilezas, complejidades y matices de una trama.

 Por Hugo Salas

Ya desde el arranque, Las mantenidas sin sueños, ópera prima de Vera Fogwill (con co-dirección de Martín Desalvo), se anima a violar un tabú del cine argentino actual. Sara (Mirta Busnelli) espera dentro del auto, de noche, hasta que de un edificio ve salir a su hija, Florencia (Fogwill). Ella camina a duras penas, adolorida. Discuten. Nadie, hasta ahora, se había animado a filmar un aborto tal cual suelen vivirlo las mujeres de clase media en este país, pero no es ése el quiebre. La gran ruptura llegará luego, al descubrir que Florencia ha engañado a su madre (y por transitividad al espectador); está embarazada, sí, pero usa el dinero del supuesto aborto para saldar cuentas con un dealer. Que esta escena tan “real” resulte finalmente “mentira” va mucho más allá de un giro de guión: señala la imposibilidad de confiar en las apariencias como manifestación absoluta y palmaria de “lo real” (transparencia que, desde los ’90, constituye el credo del nuevo cine argentino).

Ocurre que en Las mantenidas sin sueños la realidad no es inmediata, instantánea, sino una configuración densa y compleja a la que sólo se accede completamente a través de otra configuración igualmente densa y compleja: la trama. Consecuentemente, el argumento no puede ser sencillo. Florencia es una cocainómana colgada, una “mantenida” que subsiste con su hija de nueve años, Eugenia (Lucía Snieg), en un departamento donde ya le han cortado el teléfono, la luz y el gas. Lejos de cualquier miserabilismo, madre e hija se quieren, se llevan todo lo bien que pueden y se las ingenian (sobre todo la hija) para sacar adelante una vida a mitad de camino entre los usos y costumbres de la clase media y sus miserables condiciones de existencia. A ellas se suman una vecina jubilada con hijos en el exterior (Edda Díaz), una ex compañera de colegio de Florencia convertida en señora “bien” (Mía Maestro), un dealer (Julián Krakov), el papá de Eugenia (Gastón Pauls) y su madre (Elsa Berenguer).

Ciertos elementos –el universo femenino, la coexistencia con las drogas, las situaciones límite de una vida filo-lumpen– podrían hacer pensar en Almodóvar. La analogía no sería completamente forzada, pero sí superficial. En principio, se partiría de una premisa errónea: la de dar por sentado que Las mantenidas sin sueños es una película estrafalaria, “zarpada” (características que por otra parte, bastarían para describir todo el cine de Almodóvar). Así, que una ex alumna del Colegio Nacional de Buenos Aires, hija de profesionales, termine subsistiendo “sin un proyecto personal”, con una hija de la que se encarga como puede, dejando tirada en la mesita ratona la birome que usó de canuto, sería un delirio, un artificio grotesco, algo similar a la monjita que en Entre tinieblas peinaba cocaína con una estampita. Pues bien, malas noticias: en la Argentina actual, el personaje de Florencia no sólo es posible, sino prácticamente paradigmático de una generación.

Por eso mismo sería un error aplicar a Las mantenidas sin sueños los motes (sutilmente peyorativos) de “extravagancia” o “artificio”. Si algo demuestra no ser Vera Fogwill, es la muchacha punk en que estas observaciones buscarían convertirla. Muy por el contrario, emerge como una realista sensible y despierta, capaz de articular, de un modo sutil, el impacto de la pauperización en cuatro generaciones. ¿Por qué su realismo no puede ser reconocido y apreciado? En principio, porque aceptar que eso es realismo es aceptar –como se ha dicho– que el personaje de Florencia no es “un delirio” sino una realidad; vale decir, aceptar que este país, a pesar de la supuesta bonanza macroeconómica, está así de hundido, así de pauperizado, que ya no es, ni volverá a ser por mucho tiempo, el que alguna vez fue (balance que la clase intelectual, al igual que el personaje de Sara, evita hace rato).

Hay, también, un problema de serie. Para esquivar la grandilocuencia y la solemnidad de los ’80, el “nuevo cine argentino” adoptó una bandera peculiar: el realismo de observación, la idea de que basta mirar las cosas para entenderlas. En ese axioma se basan películas tan aplaudidas como El custodio (Moreno) o El otro (Rotter), donde seguir a un personaje nos garantiza descubrir “su verdad”, aunque paradójicamente podrían transcurrir tanto hoy como en los ’90. Las mantenidas sin sueños, por el contrario, sabe que para dar cuenta de la realidad no basta con seguir a sus personajes como si fueran pigmeos de un documental etnográfico o, peor, animalitos del Discovery Channel. Lo que Vera Fogwill re-descubre es el realismo como un sistema narrativo que permite no la develación mística de “la realidad” o “lo auténtico” sino la representación de un análisis crítico de las condiciones socio-políticas de un determinado momento histórico.

Es cierto, no es una película perfecta, pero tampoco “una linda peliculita femenina con muchos problemas” que pueda tratarse, a las corridas, de un modo tibio y condescendiente. Demorada dos años en su estreno por culpa de los manejos inescrupulosos de sus coproductores franceses, Las mantenidas sin sueños resulta hoy muchísimo más actual que buena parte del “nuevo cine argentino” recién producido, y eso la convierte en uno de los mejores estrenos del año.

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