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Domingo, 29 de septiembre de 2002

INVESTIGACIONES

Diga treinta y tres

Apoyándose en la tuberculosis, el cáncer y otros males de fuerte resonancia cultural, un libro compilado por el sociólogo Diego Armus (Entre médicos y curanderos - Cultura, historia y enfermedad en la América latina moderna) despliega la formidable fertilidad de la enfermedad a la hora de definir identidades, asignar roles sociales, promover valores y diseñar políticas de orden y control públicos. De la tisis como drama romántico a las movilizaciones por la crotoxina, Armus pone el saber y el poder médicos en contexto, pero también se interroga por el lugar del paciente en un mundo cada vez más medicalizado.

 Por María Moreno

La enfermedad no es un virus, y si lo es sólo puede serlo a la manera del lenguaje. “El lenguaje es un virus”, dice Laurie Anderson. Porque, recién venida a la historia sociocultural, la enfermedad ha servido tanto para pensar el pasado en sus proyecciones estratégicas como para la definición de identidades nacionales, para legitimar sistemas de exclusión como para imponer regulaciones culturales y sociales. En el libro Entre médicos y curanderos - Cultura, historia y enfermedad en la América latina moderna, Diego Armus ha recopilado una serie de trabajos de investigación de diversos autores que dan cuenta de la fecundidad de la enfermedad, mucho más allá de su aggiornamiento como metáfora o avatar biomédico. El libro despliega tanto una historia de la salud pública fuera de los relatos canónicos del establishment médico como la de la resistencia de los enfermos a ser objetos pasivos de su propia cura. Es también un rescate de la trayectoria de curadores alternativos que tuvieron gran predicamento en los sectores populares y complejas resonancias locales en la construcción de los estados latinoamericanos. Armus, que organiza y prologa Entre médicos y curanderos..., participa al mismo tiempo con un trabajo, “El viaje al centro: tísicas, costureritas y milonguitas en Buenos Aires (1910-1940)”. Allí desmonta el imaginario poético sobre la tuberculosis definida como “pálido final” para personajes femeninos del tango y la literatura, que se adentran en el abandono de los roles tradicionales para ponerse en movimiento en el sentido menos literal del término. Desde esta perspectiva, el viaje al centro, que describiría un desplazamiento efectivo al espacio del trabajo fuera del barrio –ese microclima de “hogar dulce hogar”–, es también desplazamiento a la esfera pública, acceso al ascenso social y al foro hasta entonces regenteado por la coalición masculina. El mal paso de la imagen de Carriego –uno de los autores analizados por Armus– es al mismo tiempo el de la caída y el que le pisa el poncho al sujeto modernista, que lo expresará en metáforas de reconvención y advertencia.
¿Qué lugar tiene dentro de los estudios académicos una historia política de la enfermedad?
–Es un momento muy expansivo del campo, que fundamentalmente se pone en la esfera pública con la aparición del sida. Hay un tipo de tuberculosis asociada a él. Al mismo tiempo, la tuberculosis ha aumentado porque en el contexto del neoliberalismo el Estado se retira, las condiciones de vida bajan y los antibióticos ya no son efectivos. Lo que pasa es que, en términos culturales, ésta es otra tuberculosis, porque el lugar que ocupa hoy esta enfermedad en la cultura y la sociedad es distinto del que ocupaba en las primeras décadas del siglo XX, acá en Buenos Aires. Por otro lado, hay una cantidad de elementos que ayudan a que empiece a florecer la enfermedad como objeto de estudio sociocultural. Muchos programas, maestrías, doctorados, instituciones y fundaciones empiezan a apoyar investigaciones que combinan humanidades y biomedicina. O sea que hoy hay un claro reconocimiento de que la enfermedad es algo más que un hecho biológico. Claro que esto ya estaba cocinándose antes de la irrupción del sida porque, para que la historia sociocultural de la enfermedad pueda tener esta masa crítica de reconocimiento, algo tenía que haber antes. Lo que pasa es que era algo marginal en el campo historiográfico, aunque ya hubiera lugares donde había desarrollos mucho más consistentes. En EE.UU. llegó un poco más tarde pero, como suele suceder, cuando pegó, pegó en una escalada impresionante. En América latina pega porque Foucault pegó muy temprano, aunque con un énfasis muy marcado en los estudios sobre la locura. Ahora me parece que la historia sociocultural de la enfermedad empieza a tener referencias más allá del campo de la salud.
Médicos, maleantes y maricas de Jorge Salessi, y La locura en la Argentina de Hugo Vezzetti son los intentos contemporáneos locales.
–Ésa es la primera cosecha del reconocimiento de la enfermedad como objeto de estudio sociocultural. Son libros fuertemente armados en torno a una narrativa histórica que está modelada exclusivamente por el análisis de los discursos, que indudablemente es muy importante, pero -me parece– no lo es todo. El ejercicio que yo me propongo hacer en “El viaje al centro” es plantear que hay un análisis posible –y puede ser más o menos atractivo– del lugar que ocupa la tuberculosis en las letras de tango. Este análisis tiene cierta relevancia en sí mismo si uno se atiene a señalar: “Éste es el discurso tanguero de cara a la recomposición de las narraciones de género en el Buenos Aires moderno”. Pero, ¿es esto la historia de la tuberculosis? Porque una historia de la tuberculosis basada en narrativas literarias no puede ser toda la historia. Decirlo puede resultar obvio, pero sigue siendo pertinente en tiempos en que el giro lingüístico se ha impuesto a la narrativa histórica. “El viaje al centro” da cuenta del lugar que ocupa la tuberculosis en el imaginario desde el discurso de los hombres del tango –donde puede decirse que tiene cara de mujer–, pero nos puede devolver una imagen totalmente deformada de la enfermedad en Buenos Aires durante determinado período, simplemente porque los que se morían no eran solamente mujeres, y tampoco los que se enfermaban. Es más, entre 1880 y 1950 murieron de tuberculosis más hombres que mujeres. La enfermedad es discurso, práctica y experiencia vivida.
Los narradores de la generación del ochenta –entre otros, Cambaceres, López, Argerich– escribieron novelas fuertemente editorialistas alrededor de la infidelidad femenina. Si bien es obvio que no daban cuenta de un fenómeno social –es poco probable que tanto burguesas como proletarias se hubieran lanzado en masa a la infidelidad–, reflejaban cierta inquietud por un nuevo status de la mujer en la sociedad.
–La existencia efectiva de fabriqueras, costureras, médicas y dactilógrafas en las primeras décadas del siglo también certifican un nuevo lugar de la mujer en la esfera pública. El solo hecho de que estos discursos aparezcan en el tango y la literatura da cuenta de que hay algo en la realidad que está cambiando. Lo que propongo no es hacernos los descreídos y descartar los discursos sino ponerlos en tensión con muchos otros datos que tienen que ver con la experiencia cotidiana. El discurso tanguero sobre la tuberculosis nos está revelando que el lugar de la mujer en el Buenos Aires moderno había cambiado. Pero una historia post-foucaultiana de la enfermedad tiene que dar cuenta de estas tres dimensiones: los discursos, las metáforas y las experiencias de la gente.
Desde cierta vertiente foucaultiana se suele pensar la institución de salud y cada uno de sus representantes como un poder en bloque, sin matices y sin cambios según los contextos.
–Y de ese modo se le quita todo protagonismo al enfermo. Es que el enfermo pocas veces articula un discurso. Yo me la pasé leyendo historias clínicas en los sanatorios que constituyen una narrativa profesional –son historias de médicos–, y pocas veces los pacientes hablan. Pero hablan abandonando el tratamiento, hablan con la acción, ya sea retrasando el momento de la internación como apoyando remedios alternativos. En las interpretaciones que usted menciona, al final está la idea del poder como poder absoluto, que no existió en ningún lado. Pero tampoco hay que pensar que las relaciones son entre iguales: el paciente ocupa el lugar de subordinado.
¿Habría puntos en común entre los países latinoamericanos en cuanto a la noción de enfermedad como un elemento para la construcción de la nación moderna?
–Creo que el día que aparezca un estudio sobre el Borda como el que hizo Cristina Rivera Garza sobre el manicomio general de La Castañeda, que figura en esta recopilación, van a surgir cosas parecidas. Hoy no me aventuro a decir que sí. Creo que las instituciones dan cuenta de las utopías construidas en torno a lo nacional. En el caso de las instituciones manicomiales, es más fuerte la idea de pensar un orden nacional en el microcosmos de la institución. En cambio, un sanatorio de tuberculosos nunca fue pensado como microcosmos de la Argentina de los años veinte. Sí como utopía de orden. Si uno lee el diseño del director del hospital, por ejemplo el Hospital Sanatorio Santa María de Córdoba, y después analiza lo que pasaba en la vida cotidiana, no hay un correlato. La imposición de orden incluía sanciones como la de permanecer en la cama, dejar sin postre, prohibir la concurrencia a la biblioteca y hasta la expulsión. Durante los años veinte, en el hospital de tuberculosos de Córdoba hay historias de vejaciones que no tienen que ver con la utopía que uno lee en el diseño del sanatorio. Una interna, Paulina Bronstein, fue encerrada en una sala especial. La denuncia de un pariente hizo salir a la esfera pública que estaba embarazada y que el director estaba acusado de ser el responsable. Hay que tener cuidado y diferenciar las utopías de orden de su efectividad.
En un texto afín al que publica en Entre médicos y curanderos..., titulado “Queremos la vacuna Pueyo!!! - Incertidumbres biomédicas, enfermos que protestan y la prensa - Argentina 1920-1940”, Armus pone en escena a enfermos-sujetos que descreen del western científico médico y dan batalla, llegando incluso a la mismísima Casa Rosada. Centrando su investigación en el Hospital Santa María de Córdoba, rescata de la historia imágenes de enfermos que se desplazan con petitorios ante el Congreso, hacen sentadas y huelgas de hambre o cuestionan el marco filantrópico religioso de la asistencia hospitalaria. En el Santa María sitúa tramas políticas y represivas donde se estigmatiza al enfermo con argumentos xenofóbicos o acusaciones de revuelta social, a los que ellos responden con el apoyo de los medios, pero más bien luchando cuerpo a cuerpo con la policía, los directivos y el gobierno. Armus hace dialogar diversos espacios críticos con un estilo colorido; los documentos funcionan como ficciones atractivas que no excluyen el tono épico popular ni el estilo oral de cada época.
El caso de la vacuna Pueyo es ejemplar. En la década del cuarenta, el biólogo Jesús Pueyo declaró a la prensa que había descubierto una vacuna contra la tuberculosis. Fue atacado por el establishment médico y el Departamento Nacional de Higiene lo sancionó por su “experimento sin rigor científico”, inflado por la prensa amarilla y producto de un don nadie de la comunidad científica. En “Queremos la vacuna Pueyo!!!...”, Armus describe una manifestación realizada en pleno invierno de 1941, en la que los enfermos marchan hacia el Congreso nacional reclamando a gritos la vacuna. La revista Ahora publica fotografías estremecedoras de enfermos en estado terminal cubiertos por frazadas hospitalarias, madres con hijos en brazos que parecen la contracara de las rechonchas y sonrosadas promovidas por los afiches destinados a publicitar la salud materna, y carteles donde la V no es la de la victoria ni la que pide la vuelta de algún político. Es la V de vacuna.
–Esta movilización se enfrentó a la policía, intentó tomar hospitales, irrumpió en el Congreso y logró la adhesión de los medios: el movimiento funcionó en las oficinas del diario Crítica y de la revista bisemanal Ahora. Así que, creo que cuando en la década del ochenta hubo movilizaciones de enfermos de cáncer para la legitimación del tratamiento con la crotoxina –Emilio de Ipola presenta en esta recopilación un trabajo sobre el tema–, a los médicos y a la gente de ciencias duras del Conicet que tuvo que lidiar con el tema les hubiera dado una mayor sensibilidad conocer esa experiencia de enfermos movilizados alrededor de la vacuna Pueyo.
Los partidarios de Pueyo reclamaban su derecho al medicamento, más allá de que su eficacia estuviera probada o no.
–Reclamaban el derecho a un tratamiento cuya inofensividad ya había sido probada. Esto entraba en tensión con los médicos, que decían: “No está probado que es inocuo, así que nosotros estamos preservando la salud de estos individuos, que no saben lo que están haciendo”. En un libro que estoy preparando sobre la tuberculosis sigo la trayectoria de un enfermo. Cuando el tipo empieza a toser mucho, empieza con la medicina hogareña. Después se le abre un abanico de posibilidades: puede irse a Córdoba –gran parte de los hoteles de los sindicatos que florecieron con el primer peronismo eran sanatorios para tuberculosos cuyo negocio se desarmó con la llegada de los antibióticos, dando lugar al turismo de masas–, puede ir al dispensario barrial o al consultorio de un médico particular. En cada una de estas instancias decide activamente. A lo largo del siglo XX hay un proceso que es claro: la sociedad se medicaliza cada vez más. Con el retiro del Estado y la crisis de la salud pública empiezan a florecer las medicinas que están por fuera de la medicina diplomada. Pero yo creo que existieron siempre. El punto clave aparece cuando la medicina diplomada no tiene ofertas eficaces y las medicinas alternativas se hacen más públicas. El boom del padre Mario se produce en medio de la crisis de la medicina pública de los ochenta. Evidentemente, el padre Mario salía a responder algún tipo de necesidad que no estaba satisfecha por la medicina diplomada. Eso no quiere decir que con la debacle actual vayan a empezar a funcionar los curanderos. Pero, en vez de pensar un modelo médico totalmente hegemónico, habría que pensar un modelo de complementariedad de sistemas médicos o sistemas de atención en el que otra vez, en mayor o menor medida, quien ocupe el centro sea el enfermo. Pero no como cliente sometido a los protocolos del poder sino como protagonista activo, para señalar su capacidad de resistencia, adaptación o negociación.
¿Esta clase de investigaciones tiene algún tipo de proyección estratégica?
–Me parece que, si la tienen, es la misma que le doy a cualquier esfuerzo de análisis histórico: dar cuenta de la complejidad de un acontecimiento. Yo, personalmente –supongo que la gente que participa de Entre médicos y curanderos... coincidiría–, no creo que la historia sea una escuela de la vida, ni que de ella salgan elecciones para incidir en el presente. Lo que sí creo es que la historia puede ayudar a aquellos que están modelando políticas en la coyuntura contemporánea, en el sentido de hacerles entender que las cosas no son tan sencillas. La gente que trata de hacer una historia renovada de la enfermedad y la salud es cautelosa; en especial los que hacen historia de la salud pública, que son los que tienen una agenda política más marcada –algo así anuncio yo en la nota introductoria de este libro– y quieren escribir una historia de cara al poder. Si van a dar cuenta de cómo se combatió la epidemia de cólera a principios del siglo XX, se van a cuidar mucho de confundir esa descripción con una prescripción de cómo combatirla eficientemente a finales del siglo XX. La nueva historia de la salud pública no se propone prescribir ni mostrar caminos a los que quieren definir políticas; se propone advertir. Nadie está trabajando en esto para definir una política.

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