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Domingo, 29 de septiembre de 2002

FOTOGRAFíA

El abismo del presente

¿Qué hay entre el momento en que alguien se saca una foto y vuelve a buscarla? ¿Qué deja y qué se lleva? ¿Son los mismos los que aparecen y los que reaparecen? Siguiendo con sus prodigiosos esfuerzos por responder estas preguntas que bien podrían definir el núcleo duro de su obra, Res ha colgado en la galería Ruth Benzacar Intervalos intermitentes, una muestra en la que indaga más que nunca en las infinitas posibilidades que subyacen a esa inasible entelequia llamada presente.

 Por Juan Forn

Cuando Res cursaba la escuela secundaria, en Córdoba, vivía a la vuelta de la Municipalidad y, en una cochera abandonada de la cuadra, había montado un servicio de fotos carnet para los que iban a hacerse documentos. Estamos hablando de los tiempos pre-Polaroid estatales: el quinceañero Res (nacido Raúl Stolkiner en 1957) sacaba los retratos y los revelaba después, a toda velocidad, en un laboratorio casero, detrás de una cortina en la misma cochera. Trabajaba entre las siete y media de la mañana y la una del mediodía (después cerraba y se iba a la escuela): la gente aparecía para sacarse la foto y reaparecía para llevársela.
A los veinte, Res parte a México a estudiar Economía Política en la UNAM. Para pagarse los estudios trabaja en un laboratorio del DF donde se encarga de hacerles las copias a los legendarios fotógrafos Graciela Iturbide y Manuel Alvarez Bravo. Un día “se le quiebra la fe” (en la palabra, en la escritura, en el estudio, en la universidad) y abandona todo lo que estaba haciendo, todo lo que quería ser, para “poner toda la energía en la imagen”. Pero, a su modo, la universidad volverá a su vida, tal como volvían a su cochera/estudio aquellos que habían ido a hacerse la foto carnet. Primero hará falta que Res se instale en Buenos Aires, pruebe un primer y fallido nombre artístico (“Carne de Res”, que dejó de usar tan pronto como descubrió que en un mailing figuraba como “Sr. De Res, Carne”) y pasen quince años tal como caían las hojas del almanaque en las películas de antes: en el 2000, gana con uno de sus trabajos un premio considerable en metálico y con él se inscribe en una maestría de una universidad suiza por Internet (once meses al año trabajando a distancia, por correo electrónico, y un mes intensivo allá, con clases todo el día). El único requisito de ingreso (la maestría cruza arte y filosofía) es contestar la pregunta: ¿por qué quiere, y cree que puede, pensar por sí mismo?
Pues bien, lo que Res parece querer decular (por sí mismo y acompañado, en su maestría por Internet y en sus fotos) es una pregunta que empezó a formularse sola, antes de que él mismo la enunciara, en los tiempos de la cochera convertida en estudio fotográfico al paso, a la vuelta de la Municipalidad cordobesa: ¿qué hay entre el momento en que la gente se saca la foto y vuelve a buscarla? ¿Qué dejaron y qué se llevan? ¿Son los mismos los que aparecen y los que reaparecen?
La pregunta ha adoptado diversas encarnaciones en las sucesivas muestras de Res: en El Plastiquito, por ejemplo, se ofrecían veinte imágenes de cosas envueltas en bolsas de plástico (diferentes “piezas” comestibles tal como venían empaquetadas en el supermercado y la combinación posterior de los “restos” de esas piezas, en bolsas de basura también de plástico); en El enloquecimiento de la esfera de Pascal, Noé Jitrik se preguntaba, frente a la foto de una puerta tapiada en la sala donde Borges dictaba sus clases en la Facultad de Letras: “¿Qué queda de los libros que estuvieron en unos estantes que hoy están vacíos? ¿Y qué de una puerta hoy bloqueada, desaparecida en la lisura de una pared indiferente, sin tiempo?”; en Retorno al desierto, Res repite cien años después el itinerario de Antonio Pozzo, el fotógrafo que acompañó la “gesta” contra el indio de Roca, y lo que nos pone delante de los ojos es “la dilatada soledad de una pampa sin indios ni lanzas en alto, sin soldados ni carretas, apenas las frías imágenes de silos, edificios, monumentos, la tierra sin relieves” (según el historiador Dardo Castro); en NECAH (siglas de la consigna de Calfucurá: “No entregar Carhué al huinca”), el mismo efecto se intensifica: las imágenes rastrean el mismo pasado, pero con postales más “actuales” de esa pampa (desde el baño de una estación de servicio al fantasmal trazo de un arco de rugby en la desolación de un atardecer), sólo que ahora la invisible mano del fotógrafo sostiene, en primer plano y borroneada por el fuera de foco, una letra recortada en papel: cada letra (una por foto) compone la consigna de Calfucurá y deja a criterio del espectador el balance histórico. Intervalos intermitentes, la muestra que Res ha colgado (hasta el 26 de octubre) en Ruth Benzacar, propone una nueva inmersión en ese abismo. La forma elegida esta vez es binaria (pares de fotos que dialogan entre sí), quizá para acentuar esa suerte de cuña de aire que plantea esta aparente dicotomía entre el antes y el después, entre el sujeto y el objeto, entre el espacio y el tiempo, entre el texto y la imagen, y –especialmente– entre “la realidad” y “el pensamiento”.
Son once pares de fotos, que primero proponen un mecanismo de lo más sugestivo (el antes y el después de diferentes personas según su profesión, su elección de vida o sus afectos) y que luego lo quiebran, para evitar su previsibilidad (poniendo a dialogar un retrato con un detalle cromático de ese retrato, o una “postal” de estos tiempos de crisis con una deconstrucción “mondrianizada” u “oiticicada” de sus elementos). La frase tutelar de la muestra es una reflexión de Foucault: “La verdad es un tipo de equivocación que no puede ser refutada porque fue endurecida hasta lo inalterable en el largo proceso de horneado de la historia”. Lo que logra Res es ablandar ese endurecimiento del que hablaba Foucault instalando un tercer elemento entre el antes y el después: una cuña de aire que resignifica ambas tomas, y “abre” esa verdad unívoca en mil variantes posibles. Porque esa cuña de aire, ese hiato mínimo pero definitorio, funciona como un comodín: hay mil relatos posibles entre ese “comienzo” (la primera foto del par) y ese “desenlace” (la segunda).
Cada uno de los pares ofrece una historia: el cardiocirujano del Hospital Presidente Perón, antes y después de realizar una operación a corazón abierto (el barbijo, los guantes de látex y el uniforme de cirugía primero impolutos y luego manchados de sangre; la envarada expectativa preoperatoria convertida en cansancio y satisfacción por el deber cumplido); el futuro campeón mundial Balbi antes de subir al ring y después de perder la pelea (el mapa de los golpes en la cara, por supuesto, pero casi más elocuente resulta la ausencia de adrenalina, “desinflando” la tonicidad muscular en la segunda foto); el artista Guillermo Iuso exhibiendo en la primera foto los efectos del salvajismo de una patota callejera que casi lo mató a golpes y la recuperación posterior (la mirada es la clave, en este caso, por debajo de los hematomas y la venda que sostiene la mandíbula partida); un tipo feliz llamado Roberto Fernández en la primera foto, que en la segunda pasa a ser el padre de las hijas de Roberto Fernández luego de despedirlas en Ezeiza (ellas decidieron emigrar a España); y su casi perfecta contracara: un amigo de infancia de Res que vuelve del exterior por la muerte de su hermano (en la primera foto) fotografiado nuevamente en una visita posterior al país, mucho menos crispada, sin drama familiar de por medio.
En ese punto Res quiebra la clave (en una suerte de cachetazo de sentido al espectador, que recuerda el proverbial golpe de timbales que colocaba Brahms en medio de todas sus piezas, para “despertar las conciencias adormecidas”): primero parece repetir el procedimiento, pero jugando con la identidad en lugar de con el tiempo (dos nenas mellizas de cinco años que hacen gala de la legendaria memoria genética siamesa adoptando, la una y la otra, casi la misma pose para el fotógrafo); luego es el turno de la parte y el todo, con el conmovedor retrato de una víctima de la represión policial del último 20 de diciembre (al que le queda hasta hoy una bala alojada en el cerebro) y un primer plano cromático de su boca (¿qué otra cosa que la protesta verbal “castigaba” tan descabelladamente la represión policial de aquel día?). Y, finalmente, el turno de la doble lectura (o de todos los mundos que están en éste, según la expresión de Klee): los balazos de 1955 en el frente del Ministerio de Economía mutan a su pura composición geométrica (a la manera del gran Helio Oiticica); las pintadas que reclaman la legalización del aborto en las columnas de la Catedral se convierten en un pentagrama cromático horizontal al estilo de Mondrian y el mismo procedimiento se aplica al tableaux vivant de la bandera nacional que compone el Frente de Artistas del Borda. “¿Qué hora es? ¿Hemos llegado tarde? ¿Ha pasado nuestro tiempo? ¿Somos tardíos? Si la filosofía, tal como la conocemos, sólo viene después, ¿cómo sería un pensamiento que venga ahora, que estuviera viniendo y disfrutara ese hecho, en lugar de lamentar su arribo tardío?”, se pregunta Res. Su manera de contestarse es raramente afín a la de Scherezade en Las mil y una noches, y a la del Marco Polo de Calvino en Las ciudades invisibles: cada relato no sólo “gana” tiempo sino que genera tiempo, en la medida en que amplía el presente en un arco de infinitas posibilidades. En estos tiempos aciagos y, a la vez, tan exigentes para cada uno de nosotros, la obligación del día es leer entrelíneas las múltiples realidades debajo de la proliferación de información (tan abrumadora y a la vez tan insuficiente) que nos rodea. Lo que Res nos ofrece no es una visita guiada a las entrelíneas del presente sino una clave para que aprendamos a internarnos en ese abismo nosotros mismos.

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