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Domingo, 29 de septiembre de 2002

LUGARES

Viaje al centro de la Tierra

Una mina de oro exhausta. Un pueblo de una sola calle llamado La Carolina. Un pasado de conquistadores españoles, virreyes despiadados, aborígenes masacrados, explotación inglesa y mineros asfixiados. ¿El norte de México? ¿El corazón de Perú? ¿Una película de Bogart? ¿Un western de Gary Cooper? No: San Luis.

Por Pablo Vignone

Trescientos metros dentro de la Tierra, chapoteando el agua acidulada que vierten las napas subterráneas, el guía nos pide que apaguemos las linternas.
Curioso. En este rincón en el que durante casi 150 años resplandecieron dorados reflejos de ambición y tragedia, la oscuridad es, en este momento, absoluta. No se advierte ni se adivina siquiera la más mínima silueta. Jamás en mi vida me he sentido tan a ciegas.
Aquí en La Carolina, a 85 kilómetros de San Luis capital, el presente y el pasado chocan en cualquiera de los túneles robados al cerro Tomolasta. Las napas afloran aquí y allá, y la humedad es insoportable. En las paredes ya no quedan rastros de las ricas vetas de andesina, en las cuales se disfrazaba el polvo dorado. Tras siglo y medio de explotación española y luego inglesa, la montaña ha quedado exhausta, y al pueblo sólo le han quedado las venas abiertas de su cerro para darle de comer a sus hijos: la explotación del “turismo minero” concita, en torno a la zona, unos 6 mil turistas al año.
Las luces inquietas iluminan trozos de pared multicolor. De una formación rojo furiosa de carbonato de hierro pende la inevitabilidad de la Naturaleza: avanzando sobre el túnel, lo cerrará en una decena de millones de años. Más allá cuelga una breve agujita transparente. Es la promesa de una estalactita, que en 40 años ha logrado crecer tres milímetros. En el reloj que rige los latidos de las entrañas de la tierra, no somos más que milésimas de segundo.
Cuentan que la historia de codicia y miseria dio comienzo en el siglo XVIII, cuando los aborígenes del lugar refirieron a los viajeros españoles historias sobre el oro virgen del lugar. Aquellos primeros tiempos fueron tan caóticos, teñidos de violencia y muerte, que el propio Marqués de Sobremonte, el que luego sería Virrey, vino a imponer orden con tropas realistas. Y fundó La Carolina en 1792, hace 210 años.
Hoy, La Carolina es un poblado de una sola calle y poco más de 200 habitantes “en el que nos conocemos todos”, cuenta el guía, Pablo Milone. La devaluación ha reavivado la fiebre del oro. Pero en la Argentina aletargada de estos días, la fiebre resulta ser apenas unas líneas de temperatura corporal. No hay más que 15 o 20 “mineros” que le dedican sus días a rastrear el metal precioso.
Ya no hay más oro en la mina, y los afanosos buscadores concentran su tarea en el río. Pero es necesario tamizar cerca de una tonelada de material con la zaranda para encontrar, a lo sumo, de un gramo a un gramo y medio de oro. Ésa es una tarea que insume entre día y medio y dos días de esfuerzo.
La caída vertical del peso ha mejorado el precio relativo del oro: por cada gramo que encuentren, los mineros cobrarán de 18 a 20 pesos. Las cuentas son sencillas y rápidas: trabajando cinco días a la semana, un minero afortunado cobrará 200 pesos al mes... Pero gran parte de la economía de este pueblo funciona en base al trueque.
Las linternas chocan contra un muro poco uniforme. El túnel termina de manera abrupta, y el caos de aquel tapón denuncia la catástrofe. Sucedió en 1910, cuenta el guía. Del otro lado quedaron aisladas 70 personas. No se pudo rescatarlas. Aun si pudiéramos atravesar la muralla, sería imposible encontrar huellas. La agresiva condición del ambiente (allí se registra un índice de acidez pH de 4,2) acaba en poco tiempo con la materia orgánica. Es imposible que ratas u otras alimañas puedan subsistir entre la podredumbre. Si hasta las botas de goma tienen una duración limitada chapoteando el agua que tapiza el fondo de los túneles.
La vida aquí ha sido indigna para los de adentro y floreciente para los de afuera. Los españoles usufructuaron el oro hasta la mitad del siglo XIX, llevándoselo en carretas hasta Potosí, donde era acuñado o enviado a España para ornamentar las pobres catedrales de ciudades de segundo orden. Luego les llegó el turno a los ingleses, maestros en el arte de la explotación, que organizaron la vida económica del lugar en torno a lamina. De ellos eran los túneles, y también el almacén, el bar y el burdel. Y el alma de esos pobres diablos.
No entraban a los túneles con linternas sino con sucias lámparas de carburo, que competían con sus pulmones por el oxígeno, liberando monóxido de carbono. Húmedos e irrespirables, los túneles de La Carolina cobraban víctimas a repetición. La edad promedio de los mineros no superaba los 35 años, y fallecían tan jóvenes que eran sus propios hijos, de 10 a 15 años, los que tomaban la posta para sostener a sus familias, manteniendo constante un ciclo infame de sacrificio capitalista.
Lógicamente, no quedan registros de vampirismo semejante, aunque Milone asegura que se encontró un informe de 1915 en el que una empresa británica aseguraba haber sacado de las minas puntanas unos 1800 kilos de oro en sólo un año y medio. No hace mucho, excavando para construir una plaza en La Carolina, hallaron una fosa común, con decenas de osamentas de infelices mineros. Camino a la mina, a poco más de mil metros de la ruta, asoman aún ominosos los restos de piedra –las paredes, el vano de las puertas y las ventanas, el cerco a la escocesa– de los antiguos refugios de los trabajadores.
En 1920, los ingleses dieron por terminada la explotación de La Carolina. La ley mineral de la mina –el porcentaje de material que había que extraer para recoger un gramo de oro– no aseguraba ya la rentabilidad de la empresa. Los túneles se mantuvieron huérfanos desde entonces, hasta hace poco menos de una década, cuando se puso en marcha el microemprendimiento de las visitas guiadas.
Los túneles se multiplican hacia arriba, en chimeneas. Hay varios kilómetros de sendero poco fiable para el paso turístico. Quedan huellas de travesaños y huecos en los cuales se plantaban los cartuchos de dinamita. Las paredes cambian de color, pero el azul de la andesita está agotado. La sensación de aventura es fascinante. Hay que admitirlo: fascina tanto como una excelente película de terror...
Afuera está Pepe. No ofrece hoy su mercancía. Antes del desastre, su negocio parecía brillar más que el oro: cortaba en dos un candado, limaba bien ambas partes hasta dejarlas brillantes e informes, las colocaba en frasquitos con alcohol y las vendía... ¡como pepitas de oro! Solían pagarle hasta 20 pesos por ella.
Chucherías.

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