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Domingo, 24 de noviembre de 2002

OFICIOS

Nadie sale vivo de aquí

¿Qué lleva a una persona a elegir la morgue como lugar de trabajo? Dos médicos forenses, un perito fotográfico y un eviscerador de la Bonaerense responden al test vocacional y repasan algunas escenas de la vida cotidiana entre muertos.

Por Daniel Krupa y Enrique Schmukler
“No se los recomiendo. ¿En serio quieren saber cómo es una morgue por dentro? Si entran, nunca más se lo van a olvidar.” El lugar elegido para conocer algunos detalles no fue una lúgubre sala con paredes de azulejos celestes ni un pasillo húmedo recorrido por caras largas. El que responde con tanta seguridad es el doctor Héctor Marchetta, un médico forense que prefirió contar algunos detalles de la vida después de la vida en un bar de San Telmo, frente al Parque Lezama, y no en el lugar en el que trabaja.

La lección de anatomía
“Cuando entré podíamos tener un homicidio por semana, dos como mucho. Ahora tengo turnos en los que tengo seis o siete.” La morgue en la que hace guardias los fines de semana cubre las ciudades de Quilmes, Florencio Varela, Ezpeleta y barrios como El Pato, La Capilla, Solano o La Carolina, rincones bien calientes del conurbano bonaerense. Testigo directo de los peores estragos de la caótica situación del país, Marchetta explica que los fines de semana es cuando más influye el ocio en el acrecentamiento de los casos que debe atender. “Te encontrás con gente en estado de ebriedad que se acuerda de un vecino que le robó la novia hace dos años y de pronto decide vengarse; líos en las villas por vueltos de algún tipo de comercialización; muchos accidentes de tránsito. Los fines de semana también hay muchas muertes intrahospitalarias.” ¿Por qué? “Porque la mayoría de los hospitales se quedan despoblados de especialistas, por lo cual es más complicado resolver algunos casos específicos.” Y acota, ahora al borde del humor negro, que los fines de semana también están los partidos de fútbol, “y no sólo los de las tres divisiones, sino también de los partidos barriales, donde están el asado, el vinito, la cerveza, el penal mal cobrado y a la mierda con todo”.
Botellas, envases de aerosol, todo tipo de hortalizas, enumera Héctor y no está pensando en objetos que se arrojan a una bolsa de residuos. “A veces al propio fiscal le cuesta creer lo que le estamos contando. Por ejemplo, cuando detallamos lo que se encuentra en las cavidades anal y vaginal de alguien que fue ultrajado o participó de una orgía. Porque también hay gente que participa de una orgía, se le va la mano y termina en un quirófano o en una morgue. Pienso en los tipos que buscan una hipoxia durante el acto sexual. Al parecer, la hipoxia, o sea la falta de oxigenación cerebral de manera prolongada, provoca una sensación muy especial en el momento del orgasmo. De ahí que lleguen tipos con una bolsa de plástico en la cabeza o con lazos alrededor del cuello. En el momento de mayor éxtasis se ven superados por la situación y no pueden desatarse ni liberarse y quedan morados como una morcilla.”
“Muchas veces, los médicos buscamos lo anecdótico dentro de lo lúgubre, de lo dramático, de lo urgente, sin perder el sentido de responsabilidad que tenemos.” Marchetta reconoce que son contadas las ocasiones en que surgen motivos para reírse al menos por dos segundos de su profesión. “A veces nos enteramos de cómo sucedieron los hechos, y decimos mirá cómo terminó este tipo, por confiado, por estúpido, por imprudente, por audaz.” Y recuerda casos como el del frustrado electricista que cayó muerto al usar sus dientes para pelar un cable enchufado. “En ciertas muertes accidentales pensamos que estamos delante de un blooper que terminó mal.”
Difícil imaginarse a un bancario bajo un cuadro depresivo porque se le pasó un sello en una factura de gas. O a un plomero al borde de las lágrimas por una fallida instalación de caños. No es el caso de los que deben pasar horas y horas adentro de una morgue. “Hace 23 años que trabajo en la morgue y si bien es una profesión apasionante, me doy cuenta de que me desgastó mucho. Cada vez hay más hechos y cada vez hay menos médicos forenses. Me han tocado casos muy dolorosos que jamás voy a olvidar. Hace unos años, por ejemplo, un hombre que había perdido el trabajo, padre decinco chicos, se entera de que su mujer, para conseguir víveres, lo engañaba con el rotisero del barrio. Entonces, en un ataque, mata a los chicos, a la esposa y después se suicida él... Entrar a ese ranchito y encontrar siete cadáveres, los nenes junto al papá y la mamá, fue horrible, espantoso... Como ver infanticidios... Una madre que se quiso deshacer de su hijo y lo metió en la heladera. O sea, hechos que te desgarran para siempre. Ya te digo, es un trabajo cáustico.”
Al doctor Miguel Angel Mignones, médico legista, especialista en cirugía y médico de la Policía Bonaerense desde hace 13 años, le pasa lo mismo. Y no es casualidad: “La sensación que uno experimenta ante la primera autopsia es la de un profundo estrés. Uno necesita tener contención, ir acompañado con gente de experiencia como por ejemplo los evisceradores, que siempre lo tranquilizan a uno y le van enseñando la actitud a tomar frente a un cadáver. Después, con el tiempo, uno se va adaptando. La rutina crea determinados mecanismos de defensa que nos ponen a salvo. En nuestro caso, los que nos suministra la profesión. Es decir, saber que uno está haciendo algo desde el punto de vista científico. No obstante lo cual no todas las muertes son iguales ni te causan la misma sensación: por más que uno se pase la vida abriendo cadáveres, cuando se recibe el cuerpo de un chiquito o el de un adolescente, la sensibilidad lo supera”.
Dice Mignones que antes de realizar la autopsia, el médico va al lugar del hecho para tener un panorama más amplio de acuerdo con los datos que ofrecen los peritos fotográficos, calimétricos o balísticos si es necesario: entre todos forman un equipo que, guiado por el fiscal o juez de turno, detalla qué es lo que pudo haber ocurrido. “Es indistinto por dónde se empieza: podemos arrancar por el tiempo de trabajo craneal –se abre la cabeza– o abdominal. La autopsia legalmente debe ser ilustrada a través de peritos fotógrafos; hoy día no alcanza con que un médico de policía o de tribunales diga yo vi que esta persona estaba ahorcada o esta bala entró a 30 cm. En la actualidad hay elementos de estudio, ya sea de anatomía patológica, radiológica y demás pericias de laboratorio, que dan cuenta de que lo que nosotros pensamos puede o no puede ser verdad.” El tiempo promedio de una autopsia es de una hora, aunque hay autopsias que se prolongan por siete u ocho. “Como cuando el cuerpo muestra un importante número de proyectiles, o ante un cadáver exhumado, en estado de putrefacción, que complica más las cosas todavía.”

Polaroids de
locura ordinaria
E.F. tira sobre la mesa de un bar cuatro álbumes de fotos. Sabemos de antemano que en el corto plazo no estuvo en paraísos terrenales que merezcan semejante compulsión fotográfica. También sabemos que hace ocho años ejerce como fotógrafo forense. Como dato, alcanza y sobra para sospechar algo de la temática de su muestra. “A esta mina, exhumada -narra E.F. que va de foto en foto sin inmutarse–, la metieron en el cajón boca abajo y con una botella de vino blanco en la cabeza, nadie sabe por qué. Esta otra: con su bebito al lado, los dos abiertos de par en par... Este es un preso muerto, lleno de tatuajes, intacto, fresco... Este es un pibe que mató la cana, recién exhumado. Ahí la pericia era para ver a qué distancia le dispararon. Dieciséis años tenía: una redada. Cinco pibes tomando cerveza en una villa. En el momento en que los canas empiezan a recargar las Itakas los pibes se asustan, salen corriendo y al último lo queman de atrás: un fusilamiento. Fijate las postas de plomo en la espalda. Se ven perfecto y eso que el cadáver ya está en estado de putrefacción, con esa textura blanquecina que tiene la piel en esos casos, parecida al jabón”. Y sigue: “Acá, en ésta, dos evisceradores cierran el cráneo abierto de un cadáver... Esta otra es una mina asesinada por un médico en Bahía Blanca que se volvió loco de un día para el otro y la estranguló. Ahí ves la cantidad de gente que rodea el cuerpo en la sala dela morgue, incluso mirá la cara de asco de ese médico: no se bancó el olor... En ésta tenés marcas de picana en el pene y en el cuerpo. Década del ‘80, plena democracia, una causa abierta por apremios ilegales en una comisaría... Mirá lo que es el cadáver de un tipo obeso: totalmente hinchado; mirá las uñas y el pelo cómo siguen creciendo después de muerto... Y así queda una vieja luego de pasar bajo tierra unos cuantos años, llena de gusanos. Por eso para mí lo mejor es el crematorio, ¿entendés?”, dice E.F.
La foto que ahora señala es quizá la que más lo incómoda. En primer plano una mujer de unos 25 años duerme tendida sobre una camilla, las piernas flojas como si recién hubiera dejado de leer un libro y ahora reposara bajo el sol de la tarde. Allí no hay sol pero esa chica en cualquier playa nudista hubiera despertado más de una mirada en los circunstanciales veraneantes. De todos modos, hay que aceptarlo, esa mujer no duerme serenamente: esa mujer descansa en paz. “¿Ves?”, se exalta de pronto E.F., “esto es muy fresco. Este es uno de los temas más jodidos: fotos a cadáveres de mujeres jóvenes que están frescos e intactos por casos de mala praxis, por ejemplo. Acostumbrado a muertes violentas, la impresión es más fuerte. Porque lo terrible es que de pronto está así y un momento después los médicos autopsiantes le empiezan a probar los brazos, las piernas, la dan vuelta y por último la empiezan a abrir. Una cosa es ver la autopsia de un cadáver que llega a la camilla destrozado por un hecho violento, y muy distinto es que el cadáver esté perfecto y encima sea de una mujer”.
La vida de un fotógrafo forense tampoco es sencilla. El teléfono celular siempre de guardia, sin importar domingos ni feriados, y a cualquier hora el riesgo de uno de esos llamados. “Es muy perturbador estar en tu casa, lo más tranquilo, y que te llamen para ir a la escena del crimen. Nunca terminás de acostumbrarte a lo que te podés llegar a encontrar. Hace poco me tocó el caso de una mina que el marido había matado a golpes la noche anterior. Ese tipo de casos te hacen bolsa. Una chica muy menudita, muy delgadita, y entonces vos veías la violencia ahí, la ferocidad de un tipo, de un macho, que mata a piñas a su mina. Sacaba las fotos y recuerdo que no podía liberarme de la sensación de debilidad que me venía de esa mujer hecha pedazos: la idea de que la vida en sí es tan frágil como esa mujer muerta a trompadas y que esa fragilidad se pone a prueba cada vez que me suena el celular.”
“Lo que todavía me queda de las primeras fotos –recuerda E.F.–, es la impresión terrible del olor de los muertos. El olor es indescriptible. ¿Viste cuando pasás por el Ceamse? Bueno, imaginátelo potenciado al infinito. Un olor muy extraño que además tiene que ver con cómo está el cadáver. Si es reciente es una cosa, si lo exhumaron es otra mucho más fuerte; pensá en un olor a basura concentrado, de podredumbre al extremo, tanto que se convierte en una agresión tremenda para vos. Yo cuando empecé tenía el pelo largo: me bañaba y el olor me quedaba por dos días en el pelo. Al final lo tenés en las papilas olfativas... Es un olor muy pero muy fuerte... Y eso sumado a que vos no tenés libertad para hacer lo que quieras, estás obligado a fotografiar lo que te pide el forense: o sea, seguís sus pasos para cumplir con el informe detalladamente... y en eso tenés que acercar la cámara todo lo más que puedas. Cómo será que al principio sacaba algunas fotos que no me pedían, para mí, pero en la medida en que me fui metiendo más en esto dije Basta para mí, lo dejé de hacer, ya no le veía ningún tipo de interés. Creeme.” E.F. podría seguir mostrando su colección un largo rato más, cadáver por cadáver. Misericordioso, decide no mostrar el último álbum.

Juntacadáveres
Hace ocho años que Fernando Gauna Rubio tiene una fobia: no puede asistir a un velorio ni asomarse a un entierro. Es comprensible, le puede pasar a cualquiera. El tema es que Gauna Rubio trabaja en los fondos del cementerio de La Plata y, como si fuera poco, hace las veces de técnicoeviscerador en la Morgue de la Policía Bonaerense. (Eviscerador: dícese de la persona que, haciendo uso de distintas técnicas, extrae vísceras sin más herramientas que “pinzas, cuchillos y manos”). Y dice: “Mirá qué paradójico, nunca puedo entrar a los cementerios. Es más, hace casi dos años murió mi madre y no pude ir al velatorio porque el olor de las flores, toda esa liturgia de la despedida me hace mal. No la entiendo. Yo llevo a mis hijos a ver la tumba de la nona y no puedo entrar, me quedo afuera, cuando en realidad todos los días voy al cementerio a trabajar”.
La dificultad de disociar el drama de trabajar dentro de un cadáver es obvia. Es sabido que el trabajo en una morgue no es para cualquiera; se supone que los evisceradores deben contar con un aparato psicológico fuerte para desplazar la evidencia constante de la muerte. De hecho, algunos aspirantes no pudieron pasar el test psicológico para ejercer como tales. “Cada persona tiene que saber si está haciendo lo que le gusta. Si uno se da cuenta de que no sirve, tiene que largar y dedicarse a otra cosa. Por ejemplo, si a mí me ponen a trabajar en la parte de informática, sería un castigo. En cambio yo siento que estoy preparado para hacer lo que hago. Siento pasión por esto”, explica.
A simple vista se podría conjeturar que para un eviscerador la peor parte estriba en eso, en verse obligado a palpar la muerte día tras día. Sin embargo, además de la falta de insumos, también están las consabidas enfermedades de riesgo, como la hepatitis, la tuberculosis o el HIV. “Todos los cuerpos se trabajan con la misma precaución. Por eso utilizamos guantes, camisolines, antiparras, cofia. Y cuando hay olor, se trabaja con máscaras con filtros de carbón activado”, cuenta.
A pesar de todo, Gauna Rubio está convencido de que su trabajo es tan mundano como cualquier otro, como si permanecer en contacto con la muerte de lunes a domingo fuera sencillo. “Me gusta, ¿me explico? Me gusta lo que hago y no lo puedo esconder. Algunos dicen, Qué tal, mi nombre es tal, soy abogado, si algún día necesitás algo, veme. Bueno, yo digo lo mismo: Trabajo en la morgue, si necesitás algo algún día, veme”.

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