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Domingo, 15 de marzo de 2009

FAN > UN ESCRITOR ELIGE SU ESCENA DE PELíCULA FAVORITA

Sin palabras

 Por Rodolfo Alonso

Aunque iba a resultar de por vida un irreparable hombre del libro, para mi formación también fueron claves la canción popular (de los más diversos orígenes), las historietas y, claro, el cine. No sólo el que veía de niño en por desdicha desvanecidos cines de barrio, sino el que llegaría a frecuentar en cineclubes y cinematecas. (Aún me sorprenden recordando aquella primera traducción del indeleble texto de Marguerite Duras para Hiroshima mon amour, aparecida en el número inicial de la revista Tiempo de Cine, del Cine Club Núcleo.)

Como anticipara Robert Desnos, el cine parecía inventado para jóvenes como nosotros, ansiosos cuando no desesperados por escapar en la intensa intimidad de su penumbra a la abrumadora, opaca, realidad. Una relación tan temprana no podía ser calibrada ni mucho menos racionalizada: algo orgánico e instintivo me hacía percibir, no sólo que algunos films eran radicalmente diferentes de la mayoría, sino algunos superiores a los otros. Entre esas revelaciones, instantáneas e imborrables, hay una que no cesa: La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer. Un film que constituye la más plena, exigente, tocante, despojada concreción de un lenguaje, de un género. Y no es casual que lo haya producido el cine mudo, es decir no sólo el momento en que el lenguaje cinematográfico está reducido a lo esencial de su discurso: imagen en movimiento, sino también cuando la precariedad de los medios tecnológicos a su alcance lo mantiene cerca del contacto humano de sus creadores.

En blanco y negro entonces, sin sonido, absolutamente filmada en primeros planos, el danés Dreyer, hijo de rigurosos luteranos, iba a lograr una de las obras maestras de la historia del cine, y quizá de la historia del arte. No sólo tuvo a su cargo la dirección, montaje y títulos internos, sino que fue coautor (con Joseph Delteil, amigo de Max Jacob y André Breton) del guión, basado en las actas originales del proceso y en dos exitosas novelas de Delteil. La protagonista principal, Renée Jeanne, Marie, Maria, Renée Maria o simplemente Falconetti (para mí eternamente “la” Falconetti, que en 1946 iba a morir en Buenos Aires), convierte a su rostro desnudo de todo maquillaje en la máscara más conmovedora y humana del séptimo arte. Y la acompañan, entre otros actores ejemplares, desde Michel Simon hasta el inesperadamente bello y joven, y también trágicamente expresivo, incluso de sí mismo, Antonin Artaud.

Que la fotografía consagre asimismo como maestro indiscutible al polaco Rudolph Matté (¿cómo olvidar La dama de Shanghai o Gilda?), o que hasta el vestuario –no menos despojado y expresivo que los rostros– se deba a quien iba a ser primera ilustradora de Paul Eluard y paradigmática pintora surrealista: Valentine Hugo, son detalles, en este caso nunca apenas “técnicos”. (Siempre hay poesía en el gran cine, poesía que no necesita ser escrita.)

Los especialistas de todos los tiempos han incluido La pasión de Juana de Arco entre los diez mejores films del mundo. (Yo mismo acabo de hacerlo, en una encuesta colombiana.) Y sin embargo, al mismo tiempo que Europa seguía utilizando el cine mudo para esta obra genial, ya Hollywood había lanzado poco antes, en octubre de 1927, el primer corto parlante sobre un cantante de jazz, que había deslumbrado a USA con esta única frase: “¡Y aún no han escuchado nada!”. Lamento desmentirla: son quienes no conocen La pasión de Juana de Arco los que todavía no han visto nada.

Rodolfo Alonso es, entre otras cosas, el sorprendido lector de su propia columna, publicada el domingo pasado en Radar, bajo el título “El arca de los Noé”, misteriosa y bochornosamente adjudicada al pintor Carlos Alonso. La nota se refería –justo– a En el nombre de Noé, el libro a cuatro manos de sus amigos Luis Felipe Noé y Noé Jitrik que, por otro lado, el mismo Alonso (Rodolfo) va a presentar el 20 de marzo en el Centro Cultural Recoleta, junto con Eduardo Stupía. Todo eso mientras espera mayo con fruición: Il rumore del mondo, la antología bilingüe de su obra, con prólogo de Juan Gelman, será editada en Roma por la Casa Editrice Ponte Sisto, que lo invita a presentarla en la Feria del Libro de Turín, con otras lecturas en Florencia y Roma.

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Carl Theodor Dreyer dirigió más de veinte películas, escribió guiones para medio centenar de films y es uno de los grandes maestros en la historia del cine europeo. Nació en Copenhague, en 1889. Empezó como periodista, rodó ocho piezas en Suecia y Alemania y luego, cuando tenía 38, fue contratado por la Societé Générale de Films para hacer La Passion de Jeanne d’Arc: fue su última película muda y su primer clásico. Para hacer el guión Dreyer se basó en las actas originales del juicio a la heroína y centró la trama en su día final, cuando la Iglesia la quemó viva. Lo espiritual, lo religioso y lo metafísico son materias primas constantes en una obra de enorme belleza visual, inspiradora de, entre otros, Ingmar Bergman. Vampyr, Dies Irae, Ordet y Gertrud, algunos de sus trabajos, son considerados joyas de la cinematografía. Proyectaba un largometraje sobre la vida de Cristo cuando murió en su ciudad natal, en 1968.
 
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